‘Enséñanos
a orar’, le pedían los discípulos, pero Jesús no nos da fórmulas, ni nos pide
rezos interminables, ni ritos que se queden vacíos, nos enseña a decir Padre
Gálatas 2,1-2.7-14; Salmo 116; Lucas 11,1-4
Una palabra dicha con fe y una palabra
cargada de amor, no necesitamos más. Es lo que hoy Jesús nos enseña. Había
estado orando, con frecuencia lo vemos a lo largo de los evangelios; se
retiraba en la noche al descampado a hacer oración, subía a la montaña como al
principio se había retirado durante cuarenta días por el desierto de Judea,
allá quizás en las inmediaciones de Jericó donde situamos el monte de la
cuarentena, o como había hecho con aquellos tres discípulos escogido a lo alto
del Tabor, como solía hacer en Getsemaní o el monte de los Olivos que por algo
sabía Judas donde encontrarle; muchos momentos más podríamos entresacar de las
páginas del evangelio. Y ahora los discípulos que lo han visto le piden que les
enseñe a orar.
Una palabra les enseña Jesús, una
palabra dicha con fe y cargada de amor, Padre. No es necesario nada más viene a
decirnos Jesús. Como nos dirá en otro momento no es necesario ponernos a decir
muchas cosas, no es necesario llevar la lista de peticiones como quien van a
gestionar un despacho, que Dios bien sabe lo que necesitamos. Con que digamos
esa Palabra, pero lo hagamos con fe y cargada de todo el amor que podamos sacar
de nuestra alma es suficiente.
Muchas veces nos ponemos a decir que si
necesitamos concentrarnos, hacer no sé que ejercicios de relajación, y nos
inventamos una multitud de cosas que mientras las vamos realizando nos
perdemos, pero ¿por qué no decimos que lo que necesitamos es poner toda nuestra
fe? Será la fe la que nos concentra porque nos estará ayudando a poner nuestra
mente en Dios. ¿Qué es lo que realmente vamos a hacer cuando vamos a orar?
Encontrarnos con Dios. Solo desde la fe es posible ese encuentro, solo desde la
fe nos podemos adentrar en ese misterio de Dios, solo desde la fe podremos
sentir su presencia y gozarnos con ello; nada entonces nos podrá distraer.
Pero es un encuentro de amor. Lo
expresamos con la palabra que pronunciamos, Padre. ¿A quien podemos llamar
Padre sino a aquel que sabemos que nos ama de verdad? No se es padre porque se
hayan hecho no sé cuantas cosas, se es padre porque se ama; podemos llamar a
Dios Padre porque nos sentimos amados. No necesitamos más sino dejarnos
envolver por ese amor. Y nuestra oración se convierte en un gozo del alma; nos
sentimos reconfortados, nos sentimos inmersos en ese misterio de Dios, y entonces
pueden surgir todas las más hermosas emociones y todos más profundos
razonamientos.
Al sentirnos envueltos en ese amor de
Dios, partiendo de aquella fe de la que hablábamos antes, estaremos escuchando
a Dios en nuestro corazón porque descubriremos la vida de otra manera, porque
su claridad nos dará clarividencia para enfrentarnos a problemas y dificultades
que tengamos en la vida, porque nos sentiremos inspirados por el mismo Espíritu
de Dios que nos envuelve y anida en nuestro corazón. Escuchamos a Dios, que es
lo importante. Nos sentiremos confortados en Dios y para El surgirán las
mejores alabanzas desde lo hondo del corazón. Al sentirnos amados nos
sentiremos igualmente purificados y nuestra vida se ve renovada.
‘Enséñanos a orar’, le pedían los discípulos. Pero Jesús no nos da
fórmulas, Jesús no nos pide rezos interminables, Jesús no quiere ritos que se
quedan vacíos, Jesús nos está enseñando a llenar de hondura nuestra vida, a que
encontremos la verdadera espiritualidad, nos enseña a decir Padre. Es lo más
grande. Es la gran buena noticia que Jesús quiere darnos, que Dios nos ama, que
es nuestro Padre, que somos sus hijos. De ahí saquemos todas las consecuencias.
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