Que
se rezuma y nos contagie ese perfume de serenidad que desprendemos con la
hospitalidad de las puertas siempre abiertas de nuestro corazón, como en
Betania
Gálatas 1, 13-24; Salmo 138; Lucas 10, 38-42
Qué incómodos nos sentimos cuando
llegamos a la casa de alguien y simplemente nos reciben en la puerta, quizás
sin entreabrirla lo suficiente, y secamente nos saludan y nos preguntan qué
deseamos. ¿Qué deseamos? Primero que nada el calor de una acogida, una sonrisa
en el rostro y una puerta que se abre; no es solo la puerta física la que
deseamos que se abra porque queramos entrar, sino sentir cómo se abre el corazón,
cómo se hace sonar la alegría del alma al recibir o acoger a alguien. ¡Qué
hermosa virtud la de la hospitalidad!
Pero andamos demasiado a la desconfianza,
en todo y en todos estamos viendo un peligro y nos encerramos. Cuántas puertas
cerradas nos vamos encontrando en el camino. Y lo peor es que están cerradas no
solo las puertas materiales de entrada a nuestras casas, sino que sea
sintomático de la cerrazón del corazón. Una cosa es expresión de la otra.
El evangelio de hoy nos presenta la
llegada de Jesús a un hogar de Betania, que ya se ha convertido para nosotros
en imagen de hospitalidad y de acogida. A Jesús, como deducimos de distintos
momentos del evangelio le encantaba descansar en aquel lugar. Como surgiría en
otro momento la expresión, eran los amigos de Jesús. Marta lo recibió en su
casa y mientras ella andaba en sus afanes de cómo mejor servir a sus huéspedes,
su hermana María se sentó a conversar con Jesús. Qué hermosa e idílica imagen
nos hemos hecho de aquel hogar de Betania.
Por allá aparecen con naturalidad los
tiquismiquis que suelen aparecen siempre en relación entre hermanos, pero que
con síntoma y expresión de lo que era aquella acogida donde todos tenían que
sentirse a gusto. Es importante. Se siente a gusto el que es recibido y
acogido, pero se siente a gusto el que ofrece lo mejor de su hospitalidad. Es
el aroma de serenidad que se desprende de aquel hogar. No habían miedos ni
desconfianzas, no había nada que ocultar sino era presentarse tal como eran, no
se jugaba a las medias palabras para mantener las distancias, eran corazones
abiertos para dar y para recibir como siempre tiene que ser en los caminos de
la amistad y del amor.
Más allá de esas interpretaciones que
nos hacemos por un lado de lo que parecía ser una incomodad de Marta porque le
parecía que no se sentía ayudada por su hermana María, y de las palabras de
Jesús que no son reproche sino una expresión para enseñarnos a buscar en cada
momento lo que verdaderamente es más importante, siempre nos ha servido este
episodio como hermoso ejemplo de lo que tiene que ser siempre nuestra acogida a
los demás, sean quienes sean. Bien lo necesitamos contemplar y meditar también
en nuestro mundo de hoy.
Tiempo de comunicaciones abiertas y
universales porque hoy las redes realmente se abren con esa universalidad. Nos
podemos comunicar hoy al instante con cualquier persona y en cualquier lugar
del mundo en el que se encuentre. Pero aún así, sigamos con muchas puertas
cerradas. Seguimos necesitando la cercanía y el contacto personal, esa
vibración del alma cuando sentimos que se posa sobre nosotros la mirada de
aquel con quien estamos hablando, y aunque hoy podemos vernos y escucharnos por
las redes a través de los medios de los que hoy disponemos, hay un calor humano
insustituible que lo da la presencia.
Todos necesitamos ser escuchados
entrando en una nueva sintonía del alma, como todos podemos y tenemos que
ofrecer las antenas de nuestro corazón que nos hagan entrar en esa mutua
comunicación. María, dice el evangelio, estaba sentada a los pies de Jesús
escuchándole, entrando en esa sintonía del espíritu, entrando en esa
comunicación y diálogo que muchas veces va más allá de las palabras, porque con
nuestros ojos respondemos, con nuestra mirada preguntamos, con las expresiones
de nuestro rostro y nuestro cuerpo estamos expresando también lo que sentimos y
queremos comunicar.
Tenemos que aprender a entrar en esa
comunicación que se hace íntima y cercana, que es un desahogo del alma, pero
que puede ser también paño de lágrimas al tiempo que oído atento. No podemos
poner barreras ni muros que nos distancien, no tenemos que dejar que afloren
las desconfianzas que nos llenan de miedos y nos hacen ser precavidos en las
palabras que pronunciemos o los gestos que tengamos, no podemos andar con
medias palabras por esos temores que arrastramos en nuestro interior a
interpretaciones y malentendidos. Tenemos, en fin, que abrir las puertas del corazón,
sin miedo a que puedan incluso descubrir nuestras debilidades porque tenemos
siempre la confianza de la mano tendida con cariño y llena de comprensión.
Cuánto nos enseña aquel hogar de
Betania. Allí se vivía evangelio porque sus actitudes eran ya buena noticia de
algo que iba a transformar en verdad nuestra vida. Qué brillen así en nuestra
vida y en nuestra relación con los demás todos esos valores del evangelio.
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