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lunes, 20 de mayo de 2024

Sintamos el gozo de ese amor de la Madre que ha cuidado nuestra fe, nos ha preservado de tantos peligros, y ha mantenida en nosotros la llama viva del fuego del amor

 


Sintamos el gozo de ese amor de la Madre que ha cuidado nuestra fe, nos ha preservado de tantos peligros, y ha mantenida en nosotros la llama viva del fuego del amor

Génesis 3, 9-15. 20; Salmo 86; Juan 19, 25-34

¿A quien no le gustaría tener a la madre siempre junto a sí? Es uno de los dolores y desconsuelos más fuertes que tenemos en la vida, siempre estaremos recordándola, queriéndola hacer presente, y de mil maneras queremos mantener sus recuerdos junto a nosotros. Por el contrario, si somos nosotros los que nos vemos abocados a tener que abandonar su presencia por nuestra propia muerte y estuviera en nuestras manos hacerlo, buscaríamos a quien confiarla para que siga cuidándola y con ella se comporte como el hijo que nosotros quisiéramos ser para siempre. Decir esa palabra ‘madre’ o escuchar sus labios la palabra ‘hijo’ es uno de los gozos más profundos que podemos sentir en el alma.

No nos extrañe, pues, lo que nos narra el evangelio y en este día hemos proclamado. ‘Junto a la cruz de Jesús estaba su madre… y el discípulo amado’. Y es en esa circunstancia donde se establece ese diálogo que parece más bien testamento y ultima voluntad. Viendo Jesús a su madre y al discípulo amado, a una le dije ‘mujer, ahí tienes a tu hijo’, mientras al discípulo amado le dice también ‘ahí tienes a tu madre’.

El discípulo amado era en aquel momento algo más que Juan el hijo del Zebedeo. En el discípulo amado estábamos todos, estábamos nosotros, porque también somos los amados del Señor. Por eso aquel confiar que María a partir de aquel momento tuviera un hijo que la cuidara, o un hijo a la que ella como madre cuidara, no se trataba solo de Juan el hijo del Zebedeo, sino que allí estábamos todos los amados del Señor, todos nosotros que por amor nuestro precisamente se estaba entregando en la mayor muestra del amor que se pudiera manifestar.

Somos, sí, ese discípulo amado a quienes desde ese momento María nos toma como hijos; somos ese discípulo amado que a partir de aquel momento tenemos que llevar a nuestra nueva madre a nuestra casa, a nuestra vida, como  hiciera Juan. El evangelio solamente nos dice que desde aquella hora Juan la recibió en su casa. La hemos contemplado en la víspera de Pentecostés allí reunido en el cenáculo con sus nuevos hijos en la espera del Espíritu; la tradición nos hablará de esa presencia de María junto a Juan de manera que en Efeso nos encontraremos la casa de María como un testimonio de esa presencia de María siempre junto al discípulo amado que en la cruz se le había confiado como hijo.

Por eso hoy, cuando hemos concluido la Pascua con la fiesta del Espíritu en Pentecostés, la Iglesia nos invita a celebrar y a sentir esa presencia de María junto a nosotros en esta fiesta recientemente instituida con el título con que el papa Pablo VI quiso invocarla al final del concilio Vaticano II, María, Madre de la Iglesia.

¿Qué mejor que llamarla Madre de la Iglesia, cuando eso es lo que ella ha sido a lo largo de los siglos, a lo largo de toda la historia de la Iglesia? Como madre de Dios fue invocada y proclamada al finalizar el concilio de Nicea que definía a Jesús como verdadero Hijo de Dios en aquella primera espontánea procesión del pueblo de Dios junto a los padre del Concilio; pronto fueron proliferándose templos en su honor a lo largo y a lo ancho de la Iglesia y del mundo, aunque cada uno desde nuestro amor especial la invoquemos con distintos nombres que vienen a significar siempre su presencia de madre junto a nosotros.

María ha estado siempre junto al peregrinar del pueblo cristiano y su amor nos ha ayudado a mantener integra nuestra fe y nuestra pertenencia a la Iglesia. Justo es pues que la invoquemos como Madre de la Iglesia como en este día después de celebrar Pentecostés se nos invita a celebrar. Cuidemos nuestro amor y nuestra devoción a Maria que siempre nos conducirá hasta Jesús; sintamos con vivo agradecimiento de hijos ese amor de la Madre que así siempre ha cuidado nuestra fe, nos ha preservado de tantos peligros, y ha mantenida viva en nosotros la llama del fuego del amor.

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