Una
tarea, una misión, un compromiso desde nuestro bautismo de seguir anudando los
lazos del amor y la amistad, de mantener encendida la luz de la vida y la
esperanza
Isaías 42, 1-4. 6-7; Salmo 28; Hechos de los
Apóstoles 10, 34-38; Lucas 3, 15-16. 21-22
Donde hay un pequeño rescoldo tenemos
que avivarlo para que crezca la llama y se encienda una luz, donde hay una
pequeña señal de cercanía, de entendimiento o de encuentro tenemos que poner un
lazo que una y acerque las partes para que no se produzca un roto mayor que
produzca un desgarro, donde aflore tímidamente una sonrisa tenemos que hacer
soplar vientos de alegría que haya comenzar el sentido de fiesta, donde
comience a sonar aunque sea tímidamente una canción hemos de prestar
prontamente nuestras voces y los instrumentos musicales que sean necesarios
para provocar un encuentro coral, los rayos de esperanza no los podemos nublar,
la suave luz que nos llegue de cualquier horizonte no la hemos de cubrir con
oscuras cortinas.
Suenan muy bonitas estas palabras pero
¿será eso realmente lo que vamos haciendo en la vida? Nuestro mundo está roto y
parece que nos empeñamos cada vez más en aumentar los abismos que nos dividen y
nos separan; contemplemos los rostros de los que encontramos en el camino o
incluso de aquellos que nos hablan prometiéndonos mil cosas y nos daremos
cuenta que aparece demasiado rápido la crispación y la falsedad de quien tiene
intereses ocultos y solo va buscando su lucimiento personal; muchas veces
sentimos la tentación del desaliento porque los mejores brotes que puedan hacer
florecer la armonía y el entendimiento que nos llevan a una convivencia de paz
pareciera que quienes están empeñados en quemarlos y destruirlos. Nos
contentamos con luces parpadeantes e ilusorias y no terminamos de dejarnos
iluminar por la luz que es verdadera salvación para nuestro mundo.
Claro que no quiero con pesimismo y
negatividad ser quien apague ese pequeño rescoldo que aún quede o ese sueño de
esperanza que aún permanezca en nuestros corazones. No puede ser nunca esa la
manera de actuar del que es seguidor de Jesús. Es la invitación que quiero
escuchar, que nos va a ofrecer la celebración de esto domingo, ultimo día de la
Navidad, en el Bautismo de Jesús en el Jordán.
Es a lo que nos ha invitado el profeta
Isaías en el texto hoy escuchado. ‘Mirad a mi Siervo, a quien sostengo; mi
elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la
justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La
caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará...’
Contemplaremos en el evangelio a ese elegido
de Dios en quien se complace y que viene lleno del Espíritu del Señor. Juan
bautizaba en el Jordán, allí estaba él queriendo hacer que aquellas tierras
yermas de desierto un día pudieran florecer; preparaba para el Señor que venía
un pueblo bien dispuesto, como había sido anunciado; era él ahora la Voz que
venía dar paso a la Palabra que plantaría su tienda entre nosotros para hacer
de nosotros ese hombre nuevo, ese mundo nuevo.
Y allí a ese desierto, a ese mundo roto
y dividido por el pecado que crea los peores abismos en los corazones había
llegado también Jesús. Nos podría parecer que Dios tendría que quedarse en lo
alto de los cielos para recibir gloria o tras las cortinas de humo de los
inciensos de las ofrendas de los templos. Pero el Dios que ha venido a nosotros
es Emmanuel, es Dios con nosotros, es Dios que planta su tienda entre nosotros,
Dios que camina allí donde está el dolor y el sufrimiento, allí donde están los
corazones rotos por los desánimos y desesperanzas, pero allí donde aún atisban
unos buenos deseos de algo mejor. Allí está Jesús en la fila de quienes se
sienten pecadores y quieren recibir como una señal de algo nuevo aquel bautismo
de Juan.
Y estando Jesús en oración allí junto
al agua del Jordán el cielo se abrió. Como nos dirá Juan en otro momento, él lo
vio, vio bajar al Espíritu de Dios desde el cielo y todos pudieron escuchar
aquellas palabras que lo señalaban como el Hijo amado, elegido y preferido del
Padre del cielo. Se nos estaba señalando al que venía como alianza de los
pueblos, como luz de las naciones, el que venía a tender esos lazos que nos
unirían fuertemente en el amor, el que venía a avivar esos rescoldos que aun
quedaban en nuestros corazón para encender la luz que iluminará a todas las
naciones.
Es lo que nosotros en esta fiesta y
celebración del Bautismo del Señor tenemos también que experimentar en
nosotros. También percibiremos esa presencia del Espíritu Santo que viene sobre
nosotros y escuchamos esa voz del cielo que en el día de nuestro bautismo también
a nosotros nos hablo y nos señaló una misión, la misma misión de Jesús, se
alianza y ser luz de las naciones y de los pueblos, ser alianza y ser luz allí
donde estemos, en la familia, en el trabajo, con los vecinos con los que
convivimos, con las demás personas que conformamos esta sociedad en la que
estamos. Estamos llamados a ser esos lazos de unión, esa luz encendida para
iluminar el camino de los otros, porque somos luz del mundo, porque
somos sal de la tierra, como escucharemos a lo largo del evangelio.
No nos vale quejarnos de que el mundo
está roto porque estamos llamados a recomponerlo; no podemos dejarnos envolver
por la acritud y la violencia porque estamos llamados a ser instrumentos de
paz; nos podemos dejarnos ensordecer por los tambores de la violencia y la
acritud porque tenemos que hacer sonar la música maravillosa del amor; no
podemos seguir arrastrándonos con nuestros desánimos y cansancios porque
tenemos el Espíritu de fortaleza que nos impulsa cada día a poner signos de
esperanza en nuestro mundo.
Es nuestra tarea, es nuestra misión de
la que no podemos desentendernos, es un compromiso de vida nacido de nuestra fe
en Jesús.
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