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martes, 14 de enero de 2025

Acoger con fe la Palabra de Dios, escuchémosla con respeto y admiración, llenos de gratitud demos gracias porque en ella nos sentimos sanos y salvados

 


Acoger con fe la Palabra de Dios, escuchémosla con respeto y admiración, llenos de gratitud demos gracias porque en ella nos sentimos sanos y salvados

Hebreos 2,5-12; Salmo 8; Marcos 1,21-28

Nos prometieron que aquella conferencia iba a estar muy interesante, que era un elocuente orador y en la publicidad que hacían hablaban de su preparación en prestigiosos centros de estudios, pero cuando fuimos a escucharlo salimos defraudados, ni era tan elocuente orador y nada nos había dicho, nos quedamos con las ganas, nos quedamos vacíos porque nada nuevo pudimos escuchar que nos enriqueciera culturalmente; todo habían sido vaciedades, cosas sabidas y repetidas intentadas decir con bonitas palabras pero que no entusiasmaron al auditorio. Nos damos cuenta cuando solo hay palabras pero no hay nada en el fondo, nada que te impulse a algo nuevo, que te comprometa de alguna manera, que renueve de alguna manera tus ideas o tus ilusiones.

Como nos narra el evangelista ya desde el principio del evangelio aquel profeta que había aparecido por Cafarnaún y por los pueblos y aldeas de Galilea sí había despertado los corazones de sus oyentes. No era solamente la curiosidad innata de los pueblos cuando algo nuevo surge, pero que luego pronto se enfría, sino que estaban comenzando a reconocer que quien les hablaba lo hacia con autoridad, no como los escribas y maestros de la ley que cada semana ocupaban la tribuna de la sinagoga para dirigir la oración.

Y Jesús hablaba con autoridad, porque si estaba anunciando el nuevo Reino de Dios, estaba también dando señales de que ese Reino era posible, ese Reino allí entre ellos ya se estaba realizando; se estaba realizando porque sus corazones se movían a la esperanza, una luz nueva estaba brillando en sus días; las palabras de Jesús encendían sus corazones y cada día querían escucharle más y tras El se irían caminantes y peregrinos por los caminos de Galilea para escucharle.

Pero también aquello que se había anunciado en la sinagoga de Nazaret y se había dicho que ya en el hoy de sus vidas se estaba realizando, ellos lo veían también palpable entre ellos; los oprimidos por el mal eran liberados, como fue este primer endemoniado – como así los llamaban entonces – allí en la propia sinagoga de Cafarnaún donde Jesús les había estado enseñando. Ante la luz que estaba comenzando a brillar en Jesús las tinieblas del mal ya querían comenzar a rechazarle; fijémonos en el sentido del dialogo que se establece con Jesús, pero la autoridad con que Jesús libera a aquel hombre de la opresión del mal; por eso pronto serán muchos los que le traigan a sus enfermos aquejados de toda clase de dolencias para que Jesús les sane.

Las palabras de Jesús no son huecas ni vacías, las palabras de Jesús son vida, nos llenan de vida, nos liberan desde lo más hondo de nosotros mismos. Es la autoridad de Jesús que es la misma Palabra de Dios. No nos ha de extrañar que más tarde un centurión romano venga a decirle a Jesús que no es necesario que vaya a su casa, que basta que lo diga de palabra, porque con la autoridad de su Palabra su criado quedará sano. 'Poderoso en obras y palabras', lo definirían más tarde los discípulos de Emaús.

En aquella gente se estaba despertando la fe verdadera y acogían con corazón generoso la Palabra de Dios y estaban entrando en caminos de salvación. Nos tendría que llevar a nosotros a pensar con qué fe acogemos la Palabra de Dios, con qué respeto y admiración la escuchamos, con qué humildad abrimos nuestro corazón y nos dejamos sanar por esa Palabra, con qué gratitud damos gracias por la riqueza y sabiduría de vida que Jesús en su Palabra nos está trasmitiendo, cómo acogemos la salvación de Dios que nos llega por su Palabra. Dios me dé ese espíritu de Sabiduría para mejor compartirla.

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