Unos
gritos surgen al borde del camino que nos molestan en la tranquilidad de
nuestra vida pero que son una llamada de Jesús a despertar a la luz
Jeremías 31, 7-9; Sal. 125; Hebreos 5, 1-6;
Marcos 10,46-52
Jesús va de camino hacia Jerusalén
atravesando la ciudad de Jericó, era el camino de los que venían de Galilea
bajando el Jordán y subiendo luego esos desiertos kilómetros desde la hondura
del Jordán hasta las alturas de la ciudad santa. Pero alguien grita y todos se
sobresaltan. Parece una descortesía; nos han enseñado que no se habla a gritos
pero algunas veces tenemos que gritar, para hacernos notar, para que nos
escuchen desde nuestras necesidades o desde los peligros en que nos encontremos,
claro que también podemos gritar de alegría cuando nos salen bien las cosas,
cuando recibimos sorpresas en la vida, cuando nos dan una buena noticia o un
regalo. Al borde del camino está un ciego con sus gritos al que quieren hacer
callar.
¿Podemos o debemos hacer callar a quien
grita? Desde la comodidad donde nos hemos establecido en la vida nos molestan
los gritos que nos hacen despertar. Preferimos el silencio y la tranquilidad,
que no nos molesten. Desde nuestra tranquilidad - ¿o podemos decir desde
nuestra insensibilidad? – no queremos que haya voces que nos molesten, porque
eso no va con nosotros, que cada uno se las arregle como pueda que yo tengo mis
problemas, que nada nos perturbe porque nosotros queremos tener paz o nada nos
distraiga porque yo ahora tengo mis cosas que hacer, porque yo quiero escuchar
lo que me interesa no lo que venga con problemas que nos pueden hacer perder la
paz… tantos silencios que preferimos en la vida que aunque decimos de paz son
de insensibilidad.
Y Jesús no solo oyó sino que escuchó también
los gritos de aquel pobre ciego que estaba al borde del camino. Sí, al borde
del camino, porque el camino en su ceguera no era para él; ya quisiera él poder
hacer ese camino, poder subir también a Jerusalén con todos aquellos peregrinos
que por allí pasaban. Pero tenía que contentarse con estar con su manta tendida
en el suelo, su manto, para recoger algunas monedas que algunos compasivos
arrojasen a su paso.
Pero Jesús le llama para que se ponga
en camino. Y claro que a esta llamada de Jesús – le dicen, ‘Jesús te llama’
– el da un salto para ponerse en camino, para acercarse a Jesús. Algunos ahora
compasivos, aunque antes quisieran hacerlo callar, le ayudan porque él se
soltará de todo, deja atrás su manto y su bastón porque quiere llegar hasta
Jesús.
‘¿Qué quieres que haga por ti?’ es la pregunta de Jesús. ‘Señor, que vea’. Luz
para sus ojos, una luz que será vida para él porque podrá ya comenzar a valerse
de si mismo para salir de su pobreza, luz que le dará fuerzas para ponerse también
en camino, aunque ahora ya ha comenzado a sentir una nueva fuerza en él cuando
alguien se ha interesado por él y ha sido capaz de dar un salto. Qué importante
es que aprendamos a interesarnos por alguien, por los demás, por quien está al
borde del camino; es comenzar a valorarlos, comenzarán a sentirse valorados
porque alguien piensa en ellos, como el hijo de Timeo, que cuando escucha que
Jesús lo llama será capaz de levantarse del borde del camino para ir al
encuentro de la luz.
Claro que Jesús quiere poner luz en los
ojos de aquel hombre. Para eso ha venido para ser nuestra luz, luz de la
humanidad, luz del hombre nuevo que nace con Jesús, luz que nos saque de las
tinieblas, luz que mantengamos encendida para poder entrar en el banquete del
Reino. ¿No recordamos tantos otros pasajes del evangelio que nos están hablando
de esa luz de Jesús para nosotros? ¿Pero no podemos recordar también que Jesús
quiere que nosotros seamos luz para nuestro mundo?
Tendríamos que vernos reflejado en ese
hombre sentado al borde del camino, porque también nosotros nos falta luz, porque
nosotros también tantas veces nos quedamos anquilosados al borde y parece que
no somos capaces de hacer nada, porque caemos en nuestras rutinas y en nuestras
desganas y parece que lo que queremos es que tengan lástima de nosotros, porque
no solo estamos ciegos sino que también nos hacemos sordos y no llegamos a
escuchar que Jesús nos llama para que vayamos a El, porque son tantos nuestros
desánimos que ni siquiera nos dejamos ayudar porque quieres nos tienden una
mano para que nos levantemos, porque no llegamos a reconocer nuestras cegueras
porque nos hemos acostumbrado a nuestra abulia y aburrimiento. ‘Señor, que
yo vea’, tenemos también que pedir, tenemos también que gritar.
Hoy nos está diciendo muchas cosas el
evangelio. Nos hace ver nuestras cegueras, pero nos tiene que hacer ver que
muchas veces podemos ser obstáculo para los que están a nuestro lado gritando
desde las orillas del camino, con nuestra búsqueda de silencio y de
tranquilidad, con nuestros deseos que no nos molesten porque ya nosotros tenemos
nuestra vida, y tantas veces pasamos de largo y ni siquiera vemos a quien se
cruza con nosotros y que quizás van cargando con su pesada cruz de sus pobreza
o de sus sufrimientos, de las discriminaciones que sufren o de los abandonos de
la misma sociedad, pero no movemos ni un dedo para ayudar. ¿Seguiremos haciéndonos
sordos a los gritos de la humanidad que quiere paz, que grita debajo de los
horrores de la guerra, que nos pide clemencia desde su hambre y su miseria?
Aquel hombre cuando recuperó la luz de
sus ojos se puso en camino también detrás de Jesús. ¿Será lo que nosotros también
vamos a hacer para subir con Jesús a Jerusalén, para con Jesús ir a la
Jerusalén de la vida donde hemos de vivir también y celebrar la Pascua?
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