Todos
los santos, hombres y mujeres como nosotros que vivieron en las cosas sencillas
de cada día la fidelidad del amor
Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; Salmo 23; 1Juan 3,
1-3; Mateo 5, 1-12a
Lo hemos escuchado no hace muchos días
en el evangelio en medio de la semana; algunos de los que acompañaban a Jesús
en su camino hacia Jerusalén al escucharle sobre el anuncio que Jesús les iba
haciendo en el camino, en una conversación distendida y llena de imágenes
sencillas, como Jesús solía hablarles, se atrevieron a preguntarle a Jesús si
eran muchos o eran pocos los que se salven.
Era también una pregunta muy frecuente
que le hacían quizás desde diferentes enfoques y por supuesto según el sentido
de salvación que ellos tenían, o desde aquellas discusiones que entre ellos se
tenían sobre todo en las escuelas teológicas donde se formaban los que habían
de ser futuros maestros de la ley el pedir como una pauta, unas reglas, unos
protocolos que diríamos hoy que tanto están de moda para todo, para alcanzar el
Reino de Dios. ¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna? ¿Cuál es el
mandamiento primero y principal? Son preguntas que se van repitiendo, algunas
veces también con la malévola intención de ver cómo podía cazar a Jesús por sus
propias palabras.
Nosotros también buscamos pautas y
reglas, aunque sea de mínimos porque no nos atrevemos a que se nos presenten
cosas muy exigentes. Hoy casi como al principio del evangelio y
cronológicamente de lo que fue la predicación de Jesús se nos da respuesta.
Pero no poniéndonos unos mandamientos; más bien sugiriéndonos unas actitudes que
marcarían y darían sentido a nuestras vidas.
Con toda solemnidad nos lo presenta el
evangelista, en lo que pudiera parecer una compilación de lo que fue el
conjunto de la predicación de Jesús. Sentado en el monte, con sus discípulos
alrededor, pero con una muchedumbre inmensa y variada repartida por las faldas
de la montaña y en la llanura. Pero a pesar de la solemnidad las palabras de
Jesús sorprenden. Porque no solo está hablando a aquella muchedumbre variada allí
reunida, sino que está hablando precisamente de esa misma muchedumbre. Habla de
pobres y de gente sencilla, habla de personas deseosas de un mundo nuevo pero
de personas que no han manchada la pureza, que hasta pudiera parecer inocente,
de sus corazones; habla de gente que sufre y que tiene hambre, habla de los que
son incomprendidos por las inquietudes que tienen en su corazón y también de
aquellos que intentan en la vida dejar a un lado. Y a todos y de todos les dice
que pueden ser felices, que, aun en esas situaciones que viven, son dichosos
porque de ellos es el Reino de los cielos.
¿Sorpresa en las palabras de Jesús? Un
bálsamo de esperanza, un despertar en los corazones la ilusión por algo nuevo
que pueden conseguir, que pueden vivir; un interrogante que se abre en sus
vidas pero que les hará buscar el modo, el camino ara hacer todo eso realidad;
un sentir que las esperanzas se pueden cumplir y que no todo en la vida es
negro y oscuro, sino que siempre pueden aparecer rayos de luz que nos ayudan a
caminar; un darnos cuenta que merecen la pena esas inquietudes que algunas
veces nos pueden llenar de sufrimiento y angustia porque nos parece que no se
puede salir de ellas, pero que ahora se dan cuenta de que es posible porque
algo nuevo se está gestando en la vida y en los corazones.
Pero eso no solo lo sintieron los que
aquel día estaban en la llanura y al pie del monte cuando Jesús pronunció estas
bienaventuranzas, sino que es algo que nosotros hoy también hemos de sentir
porque nos estamos dando cuenta de por donde ha de ir el camino del Reino de
Dios que queremos vivir. Es para nosotros también un rayo de luz y de
esperanza.
Y estamos escuchando este evangelio hoy
que celebramos la fiesta de todos los santos, en que contemplamos también esa
muchedumbre inmensa que nadie podría contar donde están todos esos de los que
nos ha hablado Jesús en el sermón del monte. Cuando pensamos en los Santos, o
cuando celebramos esta fiesta de todos los Santos podríamos pensar en quienes
realizaron obras grandes y maravillosas, con un poder taumatúrgico
extraordinario para realizar grandes milagros que salvarían a la humanidad,
pero tenemos pensar en esos pobres y pequeños de los que nos habla Jesús en el
evangelio, de quienes trabajaban allí donde estaban por la paz porque siempre
iban buscando armonía y entendimiento entre todos y de los que querían con su
mansedumbre ir sanando los corazones que sufrían no solo por unos males físicos
o corporales sino por esas cosas que amargan y atormentan el corazón, de quienes
buscaban el bien y se gastaban a si mismos por los demás aunque no fueran
comprendidos en la generosidad de su buen hacer.
Hombres y mujeres como nosotros pero
que supieron llenar sus vidas de amor, hombres y mujeres como nosotros con las
mismas tentaciones de cansancio y de desgana que tantas veces nosotros también
sufrimos, hombres y mujeres como nosotros que supieron ser fieles porque ponían
sí totalmente su confianza en Dios pero también querían vivir en fidelidad con
los que estaban a su lado haciendo el mismo camino. No hacían cosas
extraordinarias, sino que de forma extraordinaria vivían las cosas pequeñas de
cada día.
Es para nosotros un estímulo celebrar
esta fiesta de todos los Santos y no es necesario pensar en grandes nombres,
aunque nos venga por otra parte bien recordarlos para aprender de su ejemplo.
Son esos santos de la puerta de al lado, esos santos que encontramos por la
calle haciendo nuestros mismos recorridos, esos santos que encontraremos
barriendo el patio de sus casas o sentados en la plaza en animada conversación
con los amigos o en torno a una mesa donde reúnen a su familia, esos santos que
no hace ruido ni cosas extraordinarias pero que en silencio van dejando una
huella en el camino o nos van dejando el perfume de sus vidas. Abramos los ojos
para que sepamos descubrirlos.
A ellos los llama dichosos Jesús. A
nosotros también nos quiere llamar dichosos Jesús.
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