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martes, 19 de enero de 2010

Miremos con la mirada de Dios que mira el corazón

1Sam. 16, 1-13
Sal. 88
Mc. 2, 23-28


‘Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga valeroso…’
Buen resumen que nos hace el salmo del texto de libro de Samuel que nos habla de la elección y unción de David como rey de Israel. El texto nos ha dado las motivaciones – ‘he rechazado a Saúl como rey de Israel’ – y los detalles de su elección con la marcha de Samuel a la casa de Jesé y el desfile ante él, con sus correspondientes dudas, par descubrir quién era el elegido del Señor.
No puede Samuel dejarse engañar por las apariencias porque Dios para su elección se fija en el corazón del hombre y además, como vemos frecuentemente en la Biblia, Dios escoge más bien entre los pequeños y los sencillos. De ahí esa frase que nos puede quedar para nosotros como una sabia sentencia; esas frases lapidarias que siempre hemos de recordar y que son una hermosa sabiduría que nosotros hemos de saber aplicar en tantas circunstancias de la vida.
‘No mires su apariencia… La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón’.
Es cierto que sólo Dios es el que conoce el corazón del hombre y a Dios no lo podemos engañar con nuestras apariencias y vanidades. Aunque en nuestra mirada humana nos encandilemos con las apariencias, los fulgores externos, hemos de intentar tener esa mirada de Dios para tratar de discernir la verdad de la persona y tratar de fijarnos y conocer el corazón del hombre. Porque de lo que llevamos lleno el corazón lo reflejamos en nuestras actitudes y nuestra vida.
Es un don del Espíritu el discernimiento para conocer lo bueno y descartar lo malo. Hemos de pedir ese don al Señor para tratar de discernir a través de las obras de los hombres lo que de verdad hay en el corazón. Y un criterio que siempre podríamos tener es suponer lo bueno – no tenemos derecho a juzgar a los demás – y además procurar siempre fijarnos en lo bueno de las personas, que si nosotros tenemos también un buen corazón y están lejos de nosotros las envidias y las rivalidades, eso bueno común en unos y en otros es lo que tiene que unirnos, llevarnos al buen entendimiento y a la armonía.
Muchas veces en nuestra convivencia nos cuesta aceptarnos, bien porque recibimos desaires o nos hagan cosas que no nos agradan, o bien porque en ese fijarnos sólo en lo externo no nos gusta la persona o nos cae mal. Y muchas veces vivimos en un ámbito donde tenemos que estar tropezándonos con esa persona y se nos puede poner difícil la cosa, la convivencia. ¿Sabéis una cosa que me ayuda mucho a mí en esas circunstancias? Me pongo a rezar por esa persona, no a pedir de una forma interesada para que esa persona cambie y no me moleste, sino simplemente rezando por esa persona, pidiendo la gracia del Señor para ella en lo que ella necesite, y al mismo tiempo que yo aprenda y sepa aceptarla. Siempre encuentro que con la ayuda del Señor, luego las cosas son más fáciles. La gracia del Señor no nos defrauda.
Tratemos, pues, de tener esa mirada de Dios en nuestra relación con los que nos rodean, con aquellos con los que convivimos, o con los que en el camino de la vida en distintas circunstancias vamos encontrando.

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