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domingo, 30 de enero de 2011

Las bienaventuranzas, un mensaje de esperanzas entonces y hoy


Sof. 2, 3; 3, 12-13;

Sal. 145;

1Cor. 1, 26-31;

Mt. 5, 1-12

Hasta ahora en estos primeros domingos del tiempo ordinario que nos han ido presentando a Jesús en sus primeros momentos de su vida pública casi no hemos oído hablar a Jesús. Invitaba a la conversión porque llegaba el Reino de Dios; el evangelista nos decía que iba por las sinagogas enseñando y ha llamado a seguirle a los primeros discípulos, ‘venid conmigo y os haré pescadores de hombres’, pero pocas son las palabras que le hemos escuchado hablándonos en concreto del Reino de Dios anunciado y cuya aceptación requería la conversión.

¿En que consistía el Reino de Dios que anunciaba? El evangelista Mateo nos dice hoy: ‘Al ver Jesús el gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos y El se puso a hablar enseñándoles…’ Es el llamado sermón del monte que viene a ser como un compendio de todo el mensaje de Jesús. El escenario, por decirlo de alguna manera, nos recuerda a Moisés también en lo alto del monte, para traer las tablas de la ley del Señor. Sentado como un maestro enseña a sus discípulos dándoles las características de ese Reino de Dios anunciado y que llegaba. Nos dice cuáles han de ser nuestras actitudes y valores, cuál ha de ser el estilo de vida y comenzará haciéndonos el anuncio gozoso de las bienaventuranzas. Tendremos oportunidad este año, en los domingos que nos restan hasta que llegue la Cuaresma, de escuchar prácticamente entero el sermón del monte.

Comienza, decíamos, haciendo el anuncio gozoso de las bienaventuranzas. Palabras de dicha y de gozo, palabras que suscitan esperanza, palabras que nos hacen levantar la mirada hacia una vida nueva. Porque nos anuncia dicha y felicidad, - ¿quién no quiere ser dichoso y feliz? -; porque para todos aquellos que tienen inquietud en el corazón se les abre una puerta que los conduce a una dicha de plenitud; porque para los que se sienten atormentados por el dolor o la pobreza se les promete consuelo y esperanza de algo nuevo; porque nos abren un camino que nos lleva a la plenitud de un Dios que nos mira como hijos y que colmará todas nuestras más hondas esperanzas; porque nos dice que es posible la luz de la dicha y la felicidad a pesar de las negruras de nuestros sufrimientos.

¿Quiénes son los que escuchan a Jesús aquel día? ¿a quiénes dirige su mensaje? Ya conocemos la situación del pueblo por lo que vemos en el resto del evangelio. Son los pobres y los humildes; los enfermos y los que sufren por tantas causas; los que sienten arder su corazón en el deseo de algo nuevo; los que están ansiosos de paz y de misericordia porque sienten que les duele el corazon por la violencia o el mal que han dejado meter en él, pero los que también la desean y la buscan para los demás; los que quieren caminar con rectitud, pero que se les hace difícil por el ambiente perturbado por el mal que los rodea; los que algunas veces son incomprendidos y, como un anuncio profético de lo que van a padecer sus discípulos, son perseguidos a causa de la verdad y la justicia.

Pobres, enfermos aquejados de diversos males – las listas que nos ofrecen los evangelistas son bien largas -, muchos marginados a causa quizá de su propio mal – recordemos los leprosos o cualquier discapacitado encerrado en su soledad sin que nadie le tuviera en cuenta -, la gente sencilla y humilde de Galilea, pero también los que han venido de lejos. En medio o al margen, como queramos mirarlos, tantos otros que sólo quieren mirar desde la distancia como si aquello no fuera para ellos, porque se sienten justos y se sitúan por encima de los demás. Sus esperanzas, si las tienen, van por otro camino porque son otras las satisfacciones que buscan, aunque para ellos es también este mensaje de Jesús. Es un variopinto panaroma el que ofrecen todos aquellos que al pie del monte le escuchan.

Pero quizá no sólo tengamos que preguntar por quienes entonces le escucharon, sino por quienes hoy le escuchamos y a quien nos dirige hoy también su mensaje. Mirémonos a nosotros y veamos o seamos conscientes de nuestra propia realidad. ¿En qué lado nos ponemos de toda esa variopinta gama de personas que vinieron a escuchar a Jesús entonces? Seamos de verdad de aquellos a quienes nos llena de esperanza el mensaje de Jesús a pesar, o por eso mismo, de que nos veamos abrumados por tantas cosas que quizá nos hagan sufrir.

No vengamos hasta Jesús con un corazón saciado y complacido en sí mismo; no nos pongamos a analizar las palabras de Jesús como quien mira desde la distancia, sino vayamos con un corazón pobre y humilde, siendo conscientes de nuestras carencias y de tantas cosas que nos hacen que nos duela el alma; sintamos primero que nada que necesitamos esa misericordia y compasión porque somos los primeros pecadores, pero que eso nos haga tener también un corazón sensible y delicado para compadecer y para perdonar, para consolar y buscar simpre primero el bien del otro; que el ansia que sintamos en el corazón no sea por la posesión de cosas sino la búsqueda del bien y de la verdad, de la paz y de la justicia para todos, aunque eso nos haga sufrir o eso tenga consecuencias para nuestra vida. Es Jesús el que nos saciará plenamente, el que nos hará alcanzar misericordia, el que nos llenará de Dios para verle y poder ser sus hijos. ‘Verán a Dios… se llamarán hijos de Dios… de ellos es el Reino de los cielos’.

Sólo así podremos sentir el consuelo que Jesús nos ofrece a nuestras lágrimas y sufrimientos; sólo con ese corazón limpio seremos capaces de conocer y de ver a Dios que se nos manifiesta y llega a nuestra vida; sólo así seremos dignos del Reino de los cielos que Jesús nos promete y es como alcanzaremos la plenitud que nos anuncia; sólo así podremos aspirar a esa recompensa eterna, esa herencia eterna que nos promete, porque sabemos que sólo allí junto a El, en el reino de los cielos podremos alcanzar esa vida y esa dicha sin fin.

Para nosotros es también el mensaje de Jesús. Para nosotros es esa dicha y felicidad que nos promete. También nuestro corazón tiene que llenarse de esperanza cuando oímos a Jesús. Escuchémosle con sinceridad de corazón, con espíritu abierto, con humildad y con muchos deseos de conocer a Dios y todo el misterio que Jesús nos revela. ‘Buscad al Señor los humildes… buscad la justicia… dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor’, nos decía el profeta Sofonías.

Dejémonos soprender por el mensaje de Jesús y no caigamos en la rutina de los que ya todo se lo saben. Escuchemos su mensaje como si fuera la primera vez que se nos proclamara. Además no es un mensaje para escucharlo una vez y luego pasar página para ir a otra cosa. Es un mensaje que tendremos que rumiar con calma una y otra vez en lo hondo de nosotros mismos y cada día descubriremos algo nuevo, un paso más que dar, una actitud nueva que poner en el corazón. Repasemos de nuevo sin cansarnos ese maravilloso texto de las bienaventuranzas.

Por algo cuando comenzó su predicación a lo primero que nos invitaba era a la conversión y a creer en El. Si lo hacemos así se nos moverá y conmoverá de verdad el corazón, tendremos deseos de seguirle, surgirá ese compromiso entonces de luchar por ese mundo nuevo que llamamos Reino de Dios.

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