Dejemos
que Jesús nos diga lo que tenemos que hacer y empecemos a hacer caminos de
humildad llenándonos de hermosos detalles que nos conducen al amor verdadero
1Samuel 26, 2. 7-23; Salmo 102; 1 Corintios
15, 45-49; Lucas 6, 27-38
Nadie tiene que decirme lo que tengo
que hacer, parece la pataleta de quien se comporta como un niño chico cuando
nos están recordando lo que tienen que ser las pautas de la vida; es la
rebeldía, decimos, de los jóvenes, pero es muchas veces también nuestra
rebeldía; lo hemos pensado nosotros mismos quizás muchas veces cuando no hemos
podido hacer lo que queríamos hacer, o lo hemos escuchado también más de una
vez a nuestro lado; y no son esas rebeldías juveniles, sino que es esa rebeldía
interior que nosotros mostramos también, aunque tratemos de disimularlo, cuando
se nos recuerdan los mandamientos o cuando se nos recuerda la altitud de miras
que como cristianos hemos de tener y en la forma como hemos de manifestarnos.
Sí, cuando no enfrentamos a un
evangelio como el que en este domingo nos ofrece la liturgia fácilmente decimos
eso es imposible, si actúo así me van a mirar como a un tonto, es que ante lo
que me hacen tengo que reaccionar de alguna manera y no puedo permitir que se
pongan sobre mí. Es lo que muchas veces pensamos cuando se nos habla del amor a
los enemigos, se nos habla de la comprensión y el perdón, cuando se nos dice
que tenemos que ser capaces de poner la otra mejilla, cuando se nos pone el
listón bien alto, porque en algo tenemos que diferenciarnos.
Tenemos que tomarnos en serio las
palabras de Jesús y no podemos ir haciéndonos nuestras interpretaciones y
nuestras rebajas, diciendo que eso son formas de hablar, pero que no es
necesario llegar a tanto. Realmente hemos de reconocer que el listón está bien
alto, pero ¿es que queremos seguir con mediocridades y rebajas? Los
presupuestos de nuestro corazón tenemos que cambiarlos. Por eso Jesús desde que
comenzó a anunciar la llegada del Reino de Dios nos pedía conversión para poder
creer en esa buena noticia que nos ofrecía. Por eso un cristiano no puede andar
con componendas.
Reconocer el Reino de Dios es reconocer
que Dios es nuestro único Señor, que Dios es un Padre que nos ama y nos ama a
todos por igual, un Dios del que somos hijos porque ese es el regalo que nos hace
cuando creemos en El pero igual que nosotros los somos Dios quiere que todos
sean sus hijos, lo que entraña que todos hemos de mirarnos como hermanos. Por
eso la regla básica, por así decirlo, que nos pone es la del amor. Es mi
mandamiento, nos dice, que os améis los unos a los otros como yo os he amado.
El modelo y estilo de ese amor lo tenemos en Dios, se nos manifiesta en Jesús.
Eso, así, que parece tan sencillo
realmente es algo grandioso y que va a cambiar todas nuestras perspectivas. Es
una nueva mirada, son unos nuevos ojos, es un nuevo corazón el que tiene que
latir. Es un nuevo sentido de nuestra relación, es una nueva forma de tratarnos
los unos a los otros, es un comenzar no a mirarnos a nosotros mismos sino
comenzar a mirar a los demás, mirar a los que nos rodean y con una mirada
nueva, la mirada del amor. Todo cambia.
Aunque en la vida tengamos nuestras
diferencias nunca podré mirar al otro como un adversario con el que me voy a
enfrentar, voy a mirar a un hermano con el que vamos a caminar juntos; las
diferencias se superar, las esquinas donde puedan surgir roces se liman, las
debilidades se comprenden porque también nosotros somos débiles, en los
momentos de tensión hacemos surgir dentro de nosotros la humildad, cuando hay
un contratiempo lo arreglamos, cuando nos sentimos molestos nos disculpamos y
ponemos comprensión. Y esto se hace desde los pequeños detalles, con la
delicadeza con que vamos a ir por la vida, con la mano tendida que siempre se
está ofreciendo para ayudar, con el olvido de aquellas cosas que pudiera
producirnos inquietud y tristeza, con la alegría del que se siente hermano y
quiere encontrarse con el hermano para hacer el camino juntos.
En Jesús tenemos el ejemplo y el modelo
de lo que tenemos que hacer; es la cercanía con que Jesús andaba con todos, es
la misericordia que derramaba su corazón para dejar que le tocaran el manto o
le lavaran los pies aunque fuesen personas consideradas impuras o pecadoras, es
la ternura con que se acercaba a los débiles para llegar junto al paralítico de
la piscina, es el impulso que significaba su presencia para que los que estaban
caídos quisieran levantarse, es el camino que hacía junto al que sufría o como
sabía detenerse a la orilla del camino para llamar al ciego que pedía limosna o
para decirle a Zaqueo que quería hospedarse en su casa. Podríamos seguir deteniéndonos
en muchas páginas del evangelio, pero escuchémosle pedir al Padre cuando lo
crucificaban que los perdonara porque no sabían lo que hacían.
¿Seremos capaces nosotros de una cosa así,
hacer ese mismo camino, vivir en ese mismo amor? Intentémoslo. Dejemos que
Jesús nos diga lo que tenemos que hacer. Empecemos a caminar caminos de
humildad que nos conducen al amor verdadero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario