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sábado, 1 de octubre de 2016

Alegría que sentimos en nuestra fe, porque con sencillez y humildad vamos al encuentro del Señor y así abrimos nuestro corazón a Dios

Alegría que sentimos en nuestra fe, porque con sencillez y humildad vamos al encuentro del Señor y así abrimos nuestro corazón a Dios

Job 42,1-3.5-6.12-16; Sal 118;  Lucas 10, 17,24:

¿Mostraremos en verdad los cristianos con nuestro semblante que somos portadores de la alegría más honda y gozosa que un ser humano pueda disfrutar? Y cuando digo semblante, sí, me estoy refiriendo al semblante de nuestro rostro, pero es que el semblante de nuestro rostro no es solo la luz de una sonrisa sino que se va a expresar también en actitudes, en posturas, en maneras de acercarme a los demás, en la forma cómo afronto los problemas de la vida, etc.… Algunas veces los rostros de los cristianos no es eso lo que manifiestan, porque incluso en medio de celebraciones más hermosas pareciera que van llenos de amargura.
Y es que, como decíamos, tenemos todos los mejores motivos para ser las personas más alegres del mundo. Simplemente el hecho de sentirse amado de Dios tenía que hacer que estuviéramos dando saltos de alegría continuamente por donde vayamos. Aquellos saltos que daba la criatura en el seno de Isabel con la visita de María, que en el fondo era la visita de Dios en la presencia de María tendrían que ser los saltos de alegría que viviéramos continuamente los cristianos.
Ya es hora que desterremos esos rostros afligidos que parecen que esas personas fueran portadoras de corazones sin esperanza en tantos que incluso se dicen muy religiosos que parecieran que fueran repartiendo sequedad y amargura allá por donde van. Son cosas incompatibles con nuestra fe, una verdadera religiosidad y una profunda espiritualidad cristiana.
El evangelio que hoy nos ofrece la liturgia es toda una invitación a la alegría. Alegría vemos en los apóstoles que regresan de su misión contentos porque habían podido realizar aquellas mismas señales y signos del Reino que Jesús realizaba mientras hacían el anuncio de la Buena Nueva. Alegría a la que les invita a Jesús sobre todo porque sus nombres van a estar inscritos en el cielo. ‘Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’, les dice Jesús.
Pero es la alegría del Espíritu que siente Jesús y por lo que da gracias al Padre. Está contemplando Jesús, y un signo está también en lo que cuentan los apóstoles a la vuelta del cumplimiento de su misión, como la Buena Nueva de la Salvación, todos los misterios de Dios se revelan a los pequeños y a los sencillos, a los que son humildes de corazón, y saben ponerse en las manos de Dios. ¿Será la alegría que nosotros sentimos en nuestra fe, porque con sencillez y humildad vamos al encuentro con el Señor y así abrimos nuestro corazón a Dios?
Finalmente Jesús llama dichosos a sus discípulos por lo que pueden ver y contemplar, por todo ese misterio de Dios que se revela y del que ellos pueden dar testimonio. ‘¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron’. Tienen la dicha de estar con Jesús, escucharle, palparle por así decirle, estar a su lado, ser testigo de sus signos de amor. ‘¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!’, les dice. Motivo de alegría, de dicha, de felicidad. Son testigos del amor de Dios que se manifiesta en Jesús.
Pero nosotros somos testigos también, por la fe seremos capaces de ver lo que quizá nuestros ojos de la cara no pueden contemplar, pero sí podemos sentir allá en lo hondo del corazón esa cercanía y ese amor de Dios; con las obras de nuestro amor nosotros también nos convertimos en testigos, pero además haremos posible que otros puedan llegar a conocer y contemplar a Dios. Es lo que hemos de expresar con las obras de nuestra vida, con la alegría de nuestra fe.


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