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domingo, 22 de marzo de 2020

No nos podemos quedar en la distancia del que está en la oscuridad sino que tenemos que acercarnos para caminar con él, tenderle nuestro brazo en el que se apoye



No nos podemos quedar en la distancia del que está en la oscuridad sino que tenemos que acercarnos para caminar con él, tenderle nuestro brazo en el que se apoye

1Samuel 16, 1b. 6-7. 10-13ª; Sal 22; Efesios 5, 8-14; Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38
¿Quién no desea ardientemente la luz? ¿Quién prefiere andar en la oscuridad de una ceguera y desecha alcanzar la luz? Que se lo pregunten a quien ha perdido la luz de sus ojos que se han quedado ciegos y sin poder ver; que se lo pregunten a un ciego de nacimiento que no sabe lo que es la luz y que permanentemente ha caminado toda su vida en tinieblas.
Pero entendemos muy bien que cuando hablamos de luz y de tinieblas, de visión o de ceguera no solo estamos refiriéndonos a la luz que podemos contemplar a través de los ojos físicos de la cara, sino que también hay otras cegueras en la vida cuando no queremos comprender, cuando nuestra mente se encierra, cuando no sabemos aceptar lo que otros desde su conocimiento o su experiencia de la vida pueden ofrecernos y darnos un sentido nuevo a lo que hacemos y a lo que vivimos. Y aquí sí tenemos que decir que nos podemos encontrar con quienes prefieren seguir en sus tinieblas de siempre y en su oscuridad.
Es lo que nos está planteando el evangelio en este tercer domingo de cuaresma en que tradicionalmente leemos este texto de la curación del ciego de nacimiento. Aquel hombre, aunque quizá pareciera resignado a su ceguera y a su pobreza pidiendo en las calles de Jerusalén deseaba la luz para sus ojos, pero no se quedó en el hecho de ir a lavarse a Siloé como le había pedido aquel desconocido para él sino que luego siguió buscando la luz verdadera, a pesar de la oposición de los que le rodeaban hasta que la encontró.
No entramos en la descripción del hecho que bien conocemos y tenemos bellamente descrito en el texto del evangelio. Sí vamos a seguir un camino, un camino lleno de obstáculos, que no eran solo ya los que en su ceguera habían encontrado siempre y había aprendido a sortear, sino en los nuevos obstáculos de los que se negaban a encontrarse con la luz. Porque quizá tendríamos que decir que los verdaderos ciegos en este relato son aquellos escribas, fariseos y sacerdotes de Jerusalén que no querían aceptar la luz que quería iluminarles.
Ya vemos todas las zancadillas que van poniendo al ciego curado al que finalmente hasta lo expulsan de la sinagoga por no querer reconocer la obra de Dios que allí se estaba manifestando. La luz verdadera que había venido a este mundo pero que las tinieblas rechazaban, como se nos expresa ya desde el principio del evangelio de Juan. Es la bella imagen con la que comienza el evangelio pero que se va entrelazando en los distintos momentos hasta que lleguemos en verdad a reconocer que Jesús es la verdadera luz de todos los hombres.  ‘Yo soy la luz del mundo y el que me sigue no camina en tinieblas’, que nos dirá Jesús en un momento determinado.
Muchas consideraciones nos podemos hacer a partir de este bello texto. Para nuestra vida que necesitamos iluminar de verdad, porque bien que hemos de reconocer que aunque nos decimos creyentes y queremos seguir a Jesús y su evangelio hay muchos momentos que en nosotros está esa lucha entre las tinieblas y la luz.
Nos llenamos de dudas en ocasiones y como el ciego que no ve y no sabe donde encontrar la luz nos ponemos a tantear a nuestro alrededor dejándonos encandilar por falsas luces que nos engañan; serán otras veces las pasiones y las tentaciones que nos arrastran y nos hacen tropezar llenándonos del barro de nuestros pecados que todo lo oscurece en nosotros. Cuántas zancadillas que nos engañan y nos hacen tropezar.
Pero algo más tenemos que pensar mirando al mundo que nos rodea. Aquel ciego allí al borde de la calle de Jerusalén que grita quizá en su pobreza pidiendo limosna, o que está esperando una mano amiga que le ayude a caminar sin tropiezos en la venida desde su casa o en su regreso, nos puede estar hablando de ese mundo que nos rodea envuelto en tanta oscuridad y que de alguna manera también nos está tendiendo una mano, solicitando la prestación de un servicio por nuestra parte.
Es cierto que podemos pensar en aquellos que andan ufanos en medios de sus tinieblas o sus luces engañosas y se creen no necesitar de una luz que ilumine con un sentido nuevo sus vidas a los que tampoco podemos dejar a su suerte. Como podemos pensar en los que realmente están ansiosos de una nueva luz que no saben donde encontrar y que de alguna manera están fijándose en nosotros a ver qué es lo que le podemos ofrecer.
Ya nos dice Jesús que tenemos que ser luz en medio del mundo. Es una misión y una tarea de la que no nos podemos inhibir. Tenemos que llevar esa luz aunque la tarea en uno o en otro caso siempre sea difícil y muchas veces podemos encontrar – de hecho encontramos – rechazo. Tenemos que mantener bien encendida esa lámpara en nosotros y mantener siempre el aceite suficiente para que la lámpara esté siempre encendida. Tenemos que cuidar nuestra luz, porque nos dejamos iluminar por Cristo que es la verdadera luz que tenemos que trasmitir.
‘Que vean vuestras buenas obras, nos dice Jesús, para que den gloria al Padre del cielo’. Las obras de la luz que tienen que resplandecer en nosotros en nuestro amor y en nuestra misericordia, en ese llevar a los ojos del ciego el barro amasado con nuestro amor para que lavándose en Siloé al abrir los ojos se encuentre de verdad con Cristo y también se llene de su luz.
No nos podemos quedar en la distancia. Tenemos que acercarnos al que está en la oscuridad para caminar con él, para tenderle nuestro brazo en el que se apoye. Tenemos que ir al encuentro del que está tanteando en su búsqueda para señalarle donde está la verdadera luz. Son los gestos que hoy vemos hacer a Jesús. No pasó de largo cuando lo encontró al borde de la calle, se interesó por él e hizo que los discípulos también se interesaran. Y cuando parecía que las zancadillas no se acababan para impedir que aquel hombre siguiera disfrutando de su nueva luz, Jesús le viene al encuentro para que creciera en verdad su fe. Cuántas cosas podemos hacer, cuántas cosas tenemos que hacer.

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