Necesitamos
ser lavados, limpios de una cierta lepra que nos ha ido envolviendo nuestra
vida en todas esas actitudes no tan nobles apegadas a nuestros corazones
Tito 3, 1-7; Salmo 22; Lucas 17, 11-19
‘Es de bien nacido el ser
agradecido’, hemos escuchado más de
una vez. Desde pequeñitos nos lo enseñaron, ¿qué es lo que se dice? Se dice
gracias. Pero quizás algunas veces lo olvidamos. ¿Acaso nos creeremos
merecedores de todo? Sin querer hacer esa afirmación como si fuera una acusación,
sin embargo tenemos que reconocer que muchas veces nos pasa eso. Parece que nos
cuesta decir gracias, o mostrar nuestro agradecimiento de alguna manera; las
palabras son importantes, pero el gesto, la sonrisa, la mirada, la mano sobre
el hombre puede decir mucho. Porque la gratitud hay que llevarla en el corazón,
tiene que ser una actitud que tengamos en la vida, es una postura de relación.
Aunque no hacemos las cosas para que
nos den las gracias, ni estén repitiéndonos zalameros lo buenos que somos, sin
embargo para nosotros son una presencia agradable esas personas que llevan la
sonrisa de la gratitud en sus gestos y en la forma de mostrarnos su cariño,
como una correspondencia a lo que hayamos hecho por ellas. Mucho tendríamos que
revisar en la vida para tener esa tan necesaria nobleza del corazón. Confieso
que algunas veces cuesta, y demasiadas veces vamos de engreídos por la vida
queriendo creernos que nos lo merecemos todo.
El evangelio de hoy nos hace pensar, en
esas actitudes que hemos de tener con los demás, pero sobre todo en cómo es
nuestra relación con Dios. Jesús va de
camino hacia Jerusalén; de camino se encuentra con un grupo de leprosos de
lejos gritan y suplican compasión. Era el grito habitual que se escuchaba por
aquellos campos, en cierta lejanía de poblados y ciudades; los leprosos no
podían convivir en las poblaciones ni siquiera con sus familiares y vivían
confinados en esos lugares apartados; tenían que gritar si alguien se acercaba
que era un impuro para que no cayera también en esa impureza; pero su grito era
pidiendo compasión. ¿Sabían realmente que era el profeta de Galilea el que
encabezaba aquella marcha hacia Jerusalén?
‘Jesús, maestro, ten compasión de
nosotros’. Sabían lo que pedían y a
quien lo pedían. Y la compasión siempre estaba presente en el corazón de Jesús,
siempre compasivo y misericordioso. ¿Cuál iba a ser la respuesta? Para poder
incorporarse de nuevo a la comunidad necesitaban quien acreditara que estaban
sanos; por eso Jesús les manda presentarse ante los sacerdotes, quienes podían
dar esa certificación. No esperan más y corren para cumplir mientras ven sus
cuerpos sanos. Uno sin embargo se da la vuelta para postrarse ante Jesús. Ya
conocemos la alabanza de Jesús. Allí está la fe de aquel hombre que le hacía
tener ese reconocimiento ante Dios. ‘Se postró a los pies de Jesús, rostro
en tierra, dándole gracias’.
Nos dirá a continuación el evangelista
que era un samaritano. Jesús iba de camino entre Galilea y Samaría, nos había
dicho antes el evangelista. Para los judíos era considerado como un extranjero;
ya sabemos la discriminación que entre ellos había, pero el evangelio viene
romper barreras y fronteras, porque será ese ‘extranjero’ el que
merecerá la alabanza de Jesús por su fe.
Cuántas cosas nos va diciendo paso a paso el evangelio en este corto relato para alimento de nuestra fe. Actitudes que tenemos que revisar, discriminaciones que tenemos que hacer caer, barreras que tenemos que romper, nueva que tenemos que despertar, sentimientos de gratitud que tenemos que hacer resurgir. Merecería que nos fuéramos deteniendo en todas esas cosas que nos va señalando el evangelio. Es una buena nueva que tiene que transformarnos desde lo más hondo.
¿No necesitaremos también nosotros
ser lavados, ser limpios de una cierta lepra que se nos ha ido pegando en
nuestra vida en todas esas actitudes que no son tan nobles y que se han apegado
a nuestros corazones?
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