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domingo, 31 de enero de 2016

Jesús nos pide autenticidad, fidelidad y sinceridad para escuchar su Palabra que se traduzca en la vivencia de los valores del Reino de Dios

Jesús nos pide autenticidad, fidelidad y sinceridad para escuchar su Palabra que se traduzca en la vivencia de los valores del Reino de Dios

Jer. 1, 4-5. 17-19; Sal. 70; 1Cor. 12, 31-13, 13; Lc. 4, 21-30
¿Por qué seremos tan volubles, tan variables en lo que hacemos o pensamos? En un momento determinado nos entusiasmamos por algo, queremos hacerlo y hasta le decimos a todo el mundo lo estupendo y maravilloso que es, pero pronto nos cansamos, vamos perdiendo la intensidad, y terminamos por no hacerlo o hacer lo contrario; admiramos a una persona y todo lo que vemos en ella son maravillas, cualidades, valores y no sé cuantas cosas buenas, pero al menor contratiempo con esa persona porque no hizo lo que nosotros queríamos o no nos concedió lo que le pedíamos, nos volvemos en su contra, todo son defectos y cosas malas, la criticamos y si pudiéramos hasta la escachábamos. Podríamos poner más ejemplos  de esa manera nuestra de ser desde nuestras inconstancia, desde nuestros caprichos y orgullos, y desde la malquerencia que se nos mete fácilmente por dentro.
Tendríamos que pensarnos más las cosas, saber respetar y valorar las personas desde lo más hondo, no dejarnos conducir por nuestros caprichos, tener la humildad para reconocer que no siempre se nos puede dar lo que pedimos. De alguna manera parecemos niños caprichosos; indica muchas veces la poca madurez que puede haber en nosotros para mantener una fidelidad y una lealtad. Y eso nos sucede en todos los ámbitos de la vida y fácilmente nos vamos creando barreras que nos separan y que nos alejan.
Me hago esta reflexión preliminar – que nos viene bien para reflexionar sobre nuestra manera de hacer las cosas – porque es lo que vemos en el evangelio de hoy. Cuando Jesús fue a su pueblo y se levantó el sábado en la sinagoga para hacer la lectura del profeta y el comentario a la misma, todos los ojos estaban fijos en él y en principio todo eran alabanzas y orgullos, porque era uno de ellos con sus parientes allí en su pueblo, ‘admirados además de su sabiduría y de las palabras de gracia que salían de sus labios’.
Pero pronto aquellas alabanzas se tornaron en furias e improperios de manera que lo echaron fuera del pueblo y querían despeñarlo por un barranco. ¿Qué había pasado? Esperaban quizá al Jesús taumatúrgico que allí les hiciera muchos milagros para contentarlos, como habían escuchado que hacía en otras partes. Jesús quiere hacerles comprender que su mensaje es mucho más que unos milagros que se hagan y que no se pueden tomar como un juego. Recordamos como más tarde Herodes allá en Jerusalén cuando se lo envía Pilatos quería también que entretuviera a su corte con algunos milagros.
Es lo que les cuesta comprender a sus convecinos de Nazaret. Es necesario de verdad poner toda nuestra fe en Jesús y en la Buena Nueva que El anuncia, y eso será lo importante. Cuando había comenzado a predicar ese era su primer anuncio ‘convertios y creed en la Buena Noticia de la llegada del Reino’. Y esa conversión implicaba toda una vuelta del corazón, toda una vuelta de la manera de pensar y de entender lo que era el Mesías o lo que había de hacer un profeta.
El comenzaba a predicar el Reino de Dios allí entre su pueblo, el pueblo de Israel heredero de las promesas de Dios. Pero si no eran capaces de aceptar el mensaje de Jesús otros lo aceptarían aunque no perteneciesen al pueblo escogido. Y les recuerda lo sucedido en los tiempos de Elías, el gran profeta, y de Eliseo. En tiempos de hambre el Señor había realizado maravillas con aquella mujer fenicia, porque hubo desprendimiento en su vida y apertura del corazón a Dios. Y lo mismo sucedió con Naamán, el sirio, que se vio beneficiado por la acción de Dios a través de su profeta, siendo curado de la lepra. Y ninguno de los dos pertenecía  al pueblo de Israel.
Pero eso también lo podemos ver entre nosotros. Muchas veces nos encontraremos con gente que vive con mayor intensidad los valores del Reino de la justicia, de la solidaridad, de la autenticidad de una vida, de la generosidad del corazón para el compartir, del desprendimiento y de la austeridad, aunque no aparezcan nunca por la Iglesia, mucho más digo, que los que estamos pegados al altar todos los días, por decirlo de alguna manera.
Esas personas están más cercanas y abiertas al Reino de Dios que muchos de los que estamos todo el día en la Iglesia pero no somos capaces de desprendernos generosamente de algo para compartir con los demás o no nos queremos nunca comprometer en tareas que hagan mejor nuestro mundo. Y lo malo es que luego juzgamos, criticamos y hasta condenamos a esas personas porque no son de los nuestros.
Es una buena llamada de atención la que nos hace hoy la Palabra de Dios. Tenemos mucho que reflexionar y examinar nuestra vida, nuestras actitudes, nuestros comportamientos, nuestra manera de actuar. Decimos que creemos en Jesús y nos llamamos cristianos pero quizá no somos capaces de vivir un amor como el que nos pide Jesús y que vemos reflejado en su propia vida, y como nos describe hoy san Pablo en ese hermoso texto de la carta a los Corintios.
Amor de verdad que no sean solo palabras; amor paciente, afable, comprensivo, buscador siempre de la justicia y del bien; amor que no se queda en apariencias ni vanidades, que no se deja apagar por los orgullos o por el amor propio, que está siempre dispuesto a perdonar; amor que disculpa, que confía y cree en las personas, que no pierde nunca la esperanza, que nos hace vivir de una forma bien comprometida, que nos hace llegar hasta el final como nos enseñaría Jesús que no hay amor que el de aquel que es capaz de dar su vida por el hermano.
¿Será así nuestro amor? ¿No estaremos muchas veces poniéndole límites al amor, porque claro decimos, no nos vamos a quedar sin nada o esa persona no se lo merece? Miremos cuántos límites, cuántas reservas, cuántas discriminaciones vamos haciendo en la vida. Miremos esa malicia que no acabamos de arrancar del corazón para desconfiar, para no aceptar a todos de la misma manera, para mantener distancias, para no perdonar.
Ahora quizá podamos tener también la tentación de aquellas gentes de Nazaret, no nos gustan estas palabras, porque nosotros somos tan buenos… Tengamos la humildad de aceptar el mensaje de Jesús y dejarnos interpelar por su Palabra. Creemos en Jesús y queremos plantar su Palabra en nuestro corazón y en nuestra vida.

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