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miércoles, 15 de abril de 2015

¿Quién es capaz de entregar lo que más quiere de si mismo por salvar a otro? Es lo que hizo Dios

¿Quién es capaz de entregar lo que más quiere de si mismo por salvar a otro? Es lo que hizo Dios

Hechos,  5, 17-26; Sal 33; Juan 3, 16-21
Qué distintos son los parámetros y las medidas que usamos los hombres. Nos es muy fácil el juicio sobre los demás que como en una pendiente tiende siempre a la condena y a la desconsideración del otro. Quizá porque no nos miramos a nosotros mismos y nos queremos convertir poco menos que en el centro de todo y como la referencia para los demás. Así discriminamos, apartamos de nosotros o de nuestra relación, fácilmente miramos desde ese alto pedestal donde nos queremos situar.
Es una tentación fácil que tenemos en nuestras relaciones personales, que así se hacen bien difíciles, pero es también algo de lo que vamos impregnando las relaciones de nuestra sociedad y hasta pueden convertirse en forma de actuar de nuestras instituciones hasta las que podríamos considerar como más sagradas.
No es esa la manera de actuar de Dios. Dios es amor y lo que buscará siempre es el bien, lo bueno, ofreciendo siempre su amor misericordioso y su perdón. ¿Quién es capaz de entregar lo que más quiere de si mismo por salvar a otro? Es lo que hizo Dios. Nos entregó a su Hijo por amor y para darnos a nosotros la salvación.
Es lo que nos dice hoy el Evangelio. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna’. Porque lo que quiere Dios para nosotros es la vida, aunque nosotros no lo merezcamos. Por eso nos continuará diciendo que no busca nuestra condena sino nuestra salvación. ‘Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él’. Nosotros habíamos preferido las tinieblas y en ello estaría nuestra condenación, pero Dios nos ofrece su luz, y nos la ofrece regalándonos a su Hijo para salvarnos, para arrancarnos de esa condena en la que nos habíamos metido,  para ofrecernos su salvación.
Decíamos antes que nos sentíamos tentados al juicio y a la condena porque no nos miramos a nosotros mismos en nuestra propia realidad, o porque mirándonos demasiado lo hacemos con los ojos velados por el orgullo que nos levantan en pedestales. Pero creo que hay algo más; tendríamos que mirar más, contemplar en toda su hondura lo que es el amor del Señor para que en verdad ése sea el parámetro de nuestra vida, el modelo, el sentido de nuestro actuar. Porque si consideráramos todo lo que nos ofrece el Señor en su amor, creo que aprenderíamos a ser más comprensivos con los demás y a llenar más nuestro corazón de misericordia para nunca juzgar, para nunca condenar, para nunca discriminar.
El pasado domingo celebrábamos el domingo de la misericordia y el Papa nos convocaba a un año jubilar de la misericordia. Ojalá este año nos sirva para, mirando con mayor profundidad lo que es la misericordia de Dios, aprendamos nosotros a llenar nuestro corazón de misericordia. Y eso a todos los niveles, en nuestra vida personal, pero que se vaya traduciendo en lo que sea el estilo y el sentido de todo. Que seamos signos de la misericordia del Señor.
Que la Iglesia se impregne de verdad de esa misericordia del Señor y sea realmente esa Madre de Misericordia para todos los hombres. Demasiadas veces en nuestro ámbito eclesial nos convertimos en jueces que condenan y no en signos de misericordia. Que en verdad quienes se acerquen a la Iglesia ya sea en el ámbito sacramental o ya sea en cualquier otro momento de la vida siempre encuentre esa mirada con ojos de misericordia, ese oído atento y comprensivo, ese corazón misericordioso que acoge siempre con amor y que se convierte en todo momento en signo de la misericordia del Señor. Algunas veces nos puede faltar mucho de todo esto y podemos ser un obstáculo para que algunos o muchos se puedan encontrar de verdad con el Señor.

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