sábado, 9 de marzo de 2013


Vacío de sí mismo se vio envuelto en el amor y la misericordia de Dios

Oseas, 6, 1-6; Sal. 50; Lc. 18, 9-14
‘Este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Es el final y la conclusión de la parábola que Jesús propone de los dos hombres que subieron al templo a orar, el fariseo y el publicano, para enseñarnos cuál ha de ser la actitud con que nos presentemos ante Dios. Y ya el evangelista nos da la razón de la parábola cuando  nos dice que ‘por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’ les propuso Jesús esta parábola.
Quien se siente lleno de sí mismo seguro que no podrá llenarse de Dios. Tenemos ese peligro cuando nos creemos buenos y cumplidores. Es la actitud que vemos reflejada en la oración de aquel fariseo. ¿Venía a pedir a Dios o venía a justificarse diciendo lo bueno que era? Podríamos pensar que no era tan malo porque era cumplidor. También nosotros pensamos algunas veces,  ‘yo cumplo’, ‘yo hago esto y lo otro’, pero cuando ponemos demasiado el ‘yo’ por delante es porque estamos demasiado llenos de nosotros mismos. Pero ¿qué somos ante Dios?
Era cumplidor pero su cumplimiento era ficticio porque era solo apariencia cuando tenía su corazón lleno de orgullo y de desprecio hacia los demás. Nos lo refleja también la lectura del profeta Oseas que hemos escuchado. Era un pueblo lleno de presunción y de soberbia; no era una confianza humilde en el Señor. Hagamos lo que hagamos el Señor nos curará y nos sanará, se decían, y seguiremos con nuestra vida. Por eso el Señor les dice por el profeta ‘vuestra misericordia es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora’. La nube mañanera o el rocío de la madrugada no van a empapar la tierra sino que a la menor brisa o al más pequeño rayo de sol se va a evaporar y no vale para nada. Así será cuando vivimos la vida sin profundidad, dejándonos llevar solo por las apariencias.
‘Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’, nos dice el Señor. De nada nos valen nuestros sacrificios u ofrendas si en nuestro corazón no hay verdadero amor, misericordia, compasión para el hermano. Es el camino del verdadero culto cristiano. 'La religión pura e intachable a los ojos de Dios es socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades', que nos dice Santiago en su carta. Es la auténtica ofrenda que hemos de hacer al Señor. Es lo que en verdad nos hace gratos a Dios. Es en lo que en verdad vamos a parecernos a Dios y con lo que vamos a mostrar el rostro de Dios a los demás.
‘Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’, que orábamos con el salmo. Dios quiere el corazón, y por eso es necesaria una verdadera conversión interior. Que con humildad nos presentemos ante El reconociendo que no todo es limpio siempre en nuestro corazón.
Mucho polvo del camino se nos va pegando en el alma y nos contagiamos fácilmente de actitudes egoístas, insolidarias, vacías o llenas de orgullo. Hemos de aprender a vaciarnos de nosotros mismos, de nuestro ‘ego’, de nuestras vanidades y orgullos. Hemos de purificar nuestras intenciones, nuestras actitudes, nuestras palabras, nuestros gestos para que siempre estén llenos de humildad, de ternura, de misericordia, de amor para con los demás. Es lo que agrada al Señor.
La parábola de Jesús nos habla del publicano que humilde se quedó en el último rincón porque ‘no se atrevía a levantar los ojos al cielo, solo se golpeaba el pecho diciendo: oh Dios, ten compasión de este pecador’. Se vació de si mismo; en su corazón no cabían orgullos ni vanidades, solamente con humildad se sentía pecador. Porque supo vaciarse de sí mismo se vio envuelto por el amor y la misericordia de Dios.
¿Aprenderemos nosotros a hacerlo así? 

viernes, 8 de marzo de 2013


Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha mi voz

Oseas, 14, 2-10; Sal. 80; Mc. 12, 28-34
‘Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha mi voz’, hemos repetido en el salmo rumiando en nuestro interior esta palabra del Señor que nos ama y nos invita a escucharle y a seguirle.
‘Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos, seré rocío para Israel… brotarán sus vástagos…’ Es hermosa esta descripción que nos hace el profeta Oseas del amor del Señor para con nosotros; un amor que no se acaba, nos llena de bendiciones expresadas en esas imágenes llenas de poesía y encanto que vienen como a rememorar lo que era aquel jardín en que Dios colocó al hombre cuando lo creó, como nos describen las primeras páginas del Génesis.
Un amor que el Señor nos ofrece cuando volvemos nuestro corazón a El, olvidando para siempre nuestros errores y pecados; nos corrige y olvida para siempre nuestros pecados. Nos ama y cuando nos convertimos a El nos llena de bendiciones.
¿Cómo no amar nosotros al Señor y amarlo sobre todas las cosas? En el evangelio hemos escuchado que un escriba se acercó a Jesús preguntándole: ‘¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ Si reconocemos que Dios es nuestro Señor, que Dios es un Padre bueno que nos ama, no puede haber otro mandamiento, no puede haber otra respuesta que el amor.
Jesús respondió citando textualmente el texto del Deuteronomio que todo judío se sabía muy bien porque era una proclamación de su fe en Yahvé como el único Señor y en consecuencia todo lo que había de ser su vida. ‘El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Y Jesús continuó: ‘El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos’.
Ese amor a Dios con todo nuestro ser, con toda nuestra vida, sobre todas las cosas y ese amor al prójimo, como diría luego el escriba, ‘vale más que todos los holocaustos y sacrificios’. No son cosas las que tenemos que ofrecer al Señor. Es nuestro corazón. Nuestro corazón todo para el Señor. No importan las cosas sino lo que importa es la vida. Importan las ofrendas que podamos hacer si no somos capaces de ofrecer nuestro corazón al Señor amándole sobre todas las cosas.
Y amar al Señor así, con un amor total, no significa que nos tengamos que olvidar de los demás. Todo lo contrario. Desde ese amor que le tenemos así al Señor con toda la radicalidad de nuestra vida es cuando aprendemos a amar y amar de verdad a los demás porque ya al prójimo comenzaremos a verlo como un hermano.
Por eso, a la réplica que le hace el escriba Jesús le dirá que no está lejos del Reino de los cielos, del Reino de Dios. Vivir el Reino de Dios es sentir que Dios es nuestro único Rey y Señor y para El todo nuestro amor; por eso cuando queremos comenzar a vivir el Reino de Dios de verdad comenzaremos a amar también de verdad a nuestros hermanos y comenzaremos a hacer ese mundo nuevo del amor, de la paz, de la comunión, de la justicia, de la alegría honda y verdadera. Será nuestro compromiso. Será la consecuencia del amor de Dios. Será la forma de proclamar que Dios es nuestro único Señor.
‘Yo soy el Señor, Dios tuyo; escucha mi voz’, comenzamos recordando lo que habíamos repetido en el salmo y recordábamos esa hermosa página de Oseas que nos hablaba del amor que el Señor nos tiene que nos colma de bendiciones. Escuchamos, pues, la voz del Señor y queremos amarle y amarle con todo el corazón, sobre todas las cosas. Escuchamos la voz del Señor y comenzamos a amar también al prójimo como a nosotros mismos. Escuchamos la voz del Señor y queremos vivir en el Reino de Dios con todas sus consecuencias.

jueves, 7 de marzo de 2013


Escucha mi voz y camina por mi camino para que te vaya bien

Jer. 7, 23-28; Sal. 94; Lc. 11, 14-23
‘Escucha mi voz… caminad por el camino que os mando, para que os vaya bien. Pero no escucharon ni prestaron oído, caminaban según sus ideas, según la maldad de su corazón obstinado, me daban la espalda y no la frente…’ Es la invitación de Dios a su pueblo a través del profeta, pero es la respuesta negativa de aquel pueblo a la llamada del Señor.
El profeta hace como un resumen de la historia de la salvación desde que habían salido liberados de Egipto recordando las maravillas del Señor y todos los profetas que a través de la historia Dios les fue enviando un día y otro; ‘pero no escucharon ni prestaron oído, endurecieron la cerviz, fueron peores que sus padres’.
En el salmo hemos recordado aquel episodio del pueblo de Israel en su peregrinar por el desierto cuando protestaron contra Dios porque no tenían agua que beber; incluso Moisés dudaba de alguna manera que el Señor pudiera escucharles y ser paciente con ellos en su rebeldía. Por eso hemos repetido con el salmista, porque de alguna manera refleja también lo que es muchas veces nuestra vida: ‘ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón’.
Ojalá escuchemos la voz del Señor y no nos endurezcamos en nuestro corazón. Tenemos el peligro y la tentación, pero hemos de saber poner nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor. Lo que nos va sucediendo en la vida puede endurecernos en el corazón si no estamos atentos y vigilantes. Problemas que nos surgen a los que  no vemos solución fácil, dudas que aparecen en nuestro interior que se nos vuelve oscuro, momentos difíciles por la situación que vivamos, las necesidades a las que no podemos atender, o porque la convivencia con los que están a nuestro lado se nos hace difícil, son muchas las cosas que en ocasiones pueden llenarnos de amargura, de desconfianza y endurecer nuestro corazón.
Hemos de saber descubrir la mano de Dios que está a nuestro lado, aunque los momentos sean duros u oscuros. Hemos de aprender a sentir la presencia de Dios que nos acompaña y nos lleva sobre la palma de su mano aunque nos pudiera parecer que vamos solos. Hemos de saber apreciar cuantas maravillas el Señor va realizando ante nuestros ojos aunque a veces nos parezca que estamos ciegos y no vemos esa acción de Dios. No  nos falta nunca esa presencia del Señor que nos acompaña con su gracia.
Pero es necesario saber estar vigilantes porque el enemigo malo va sembrando cizaña en la campo de nuestra vida para cegarnos y no sepamos descubrir esa acción del Señor. Jesús nos habla en una pequeña parábola del hombre fuerte y bien armado que guarda su palacio, pero que puede venir otro más fuerte que le asalta y le arranca su botín. Por eso no podemos creernos seguros por nosotros mismos por muy fuertes que nos creamos. Hemos de estar vigilantes y saber contar con la gracia del Señor. Todos seguro que tenemos la experiencia de que cuando  nos creíamos más seguros porque pensábamos que ya habíamos superación una tentación y ya nos creíamos buenos pronto vino de nuevo la tentación que nos hizo tropezar y caer.
El cristiano no puede dejar de estar vigilante, no puede nunca abandonar la oración que le une al Señor y le llena de fortaleza y de gracia. Y aunque seamos débiles y tropecemos muchas veces con más ganas hemos de ir al Sacramento que nos restaura y nos da la gracia que necesitamos para mantener nuestra lucha. Constancia en la oración y constancia en la vida sacramental  ha de mantener siempre el cristiano que quiera mantenerse en fidelidad y en gracia.
Escuchemos la voz del Señor y no endurezcamos nuestro corazón. Alimentémonos continuamente de la gracia del Señor.

miércoles, 6 de marzo de 2013


Amemos los mandamientos del Señor que son nuestra sabiduría y camino de felicidad

Deut. 4, 1.5-9; Sal. 147; Mt. 5, 17-19
‘Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño a cumplir: así viviréis… tomaréis posesión de la tierra que el Señor os va a dar… son vuestra sabiduría y vuestra prudencia ante todos los pueblos…’ Así hablaba y enseñaba Moisés al pueblo. Allí estaba le ley del Señor que iba a ser la norma y el sentido de su vida. Serían su sabiduría.
Nos cuesta a los hombres someternos a unos mandatos. Nos podría parecer que una vida sin ningún tipo de norma nos haría más libres y más felices. Es la tentación que sentimos, porque no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer. Pero la ley del Señor no es fruto de un capricho o de una imposición que nos llene de ataduras, ni es nada que pueda coartar nuestra libertad. La ley del Señor hemos de aprender a amarla y a cumplirla, porque como nos dice Moisés es nuestra sabiduría y nuestra prudencia. En la ley del Señor encontramos los mejores caminos para la felicidad y la realización de la persona humana en toda su plenitud.
Cuando en el catecismo nos aprendíamos los mandamientos terminábamos diciendo en nuestros tiempos en nuestra cantinela, ‘estos mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a ti mismo’. Eso es efectivamente lo que nos enseñan los mandamientos; nos dan la pauta de cómo hemos de manifestar el amor que le tenemos a Dios y de lo que hemos de hacer o lo que hemos de evitar para no dañar de ninguna manera al prójimo y en consecuencia amarlo como nos enseñará Jesús en el evangelio. Los mandamientos no son otra cosa que enseñarnos a vivir el amor a Dios y al prójimo que es lo que nos haría felices en verdad y nos llevaría a la mayor plenitud.
Benedicto XVI hace unos años nos comentaba los mandamientos diciéndonos: ‘Si con Cristo y su Iglesia releemos de nuevo el Decálogo del Sinaí… nos damos cuenta de que es… ante todo un Sí a Dios que nos ama y nos guía… y sin embargo n os deja nuestra libertad entera (los tres primeros mandamientos). Es un Sí a la familia (cuarto mandamiento), a la vida (quinto mandamiento), a un amor responsable (sexto mandamiento), a la responsabilidad social y a la justicia (séptimo mandamiento), a la verdad (octavo mandamiento), al respeto de los otros y de lo que les pertenece (noveno y décimo mandamientos). En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios vivo, vivimos este múltiple sí y al mismo tiempo lo llevamos como indicador de nuestro recorrido en el mundo’ (Marixell, 13/9/2007).
Hoy Jesús nos hablará en el evangelio de la importancia que tienen los mandamientos de Dios en nuestra vida y que El no viene a abolir. ‘No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas: no he venido a abolir sino a dar plenitud’. Es la plenitud que encontramos en la vida cuando la vivimos desde un amor sublime como El nos enseña.
Hemos de aprender a amar la ley del Señor. No es cosa para solo saberla de memoria, sino porque los hemos aprendido bien, los hemos medita y saboreado desde siempre se convierten en la sal de nuestra vida, nuestra sabiduría, en ese estilo que ya vamos a vivir casi de forma espontánea. Qué distinta sería nuestra vida, pero tendríamos que decir también, la vida de toda la humanidad sin en verdad nos dejáramos conducir por la ley del Señor. Es algo que no podemos olvidar, tiene que estar impreso en lo más hondo de nuestra alma de manera que en ellos encontremos el motivo, la forma de cuanto hagamos o vivamos.
Los mandamientos del Señor no hacen sino explicitarnos de forma concreta lo que está ya impreso en nuestra vida desde la ley natural que tendría que guiar la vida y la conducta de todos los hombres. Sin embargo prevalecen muchas veces en nuestra vida, en la vida de todos el egoísmo, el orgullo, la ambición que nos endiosa, y como Eva en el paraíso sentimos la tentación de hacernos dioses de nuestra propia vida; pero ya sabemos cuando nos endiosamos, pronto caemos en la peor de las esclavitudes, pronto se introduce la muerte y el mal en nuestro corazón. 
Amemos, pues, los mandamientos del Señor.

martes, 5 de marzo de 2013


¿Perdonamos como el Señor nos perdona a nosotros?

Daniel, 3, 25.34-43; Sal. 24; Mt. 18, 21-35
‘¿No debías tener tú compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’ Así le replicaba el rey de la parábola a quien había sido perdonado y no había sido capaz de perdonar.
Podíamos decir que aquí está el meollo del mensaje de esta parábola que nos propone Jesús en el Evangelio. ¿No debemos tener compasión nosotros del hermano y perdonar como Dios tiene tantas veces compasión de nosotros y nos perdona? ¿Seríamos capaces de contabilizar las veces que le hemos pedido perdón al Señor y El nos ha perdonado? ¿Serás capaz de decir cuantas veces te has confesado en tu vida y recibido la absolución y el perdón en el Sacramento? Creo que puede ser una buena consideración.
Esta parábola que nos propone Jesús para enseñarnos cómo debemos perdonar siempre y el motivo y el ejemplo lo tenemos en el amor del Señor arranca de la pregunta de Pedro que es la pregunta de tantos, la pregunta que también nos hacemos porque reconocemos que nos cuesta perdonar. ‘¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿hasta siete veces?’ Y ya hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘No te digo siete veces sino setenta veces siete’.
Creo que para saber perdonar de verdad es necesario haber vivido intensamente la experiencia de sentirse perdonado. Quien ha sentido el gozo en su corazón de la comprensión y el amor de quien nos perdona, de quien nos sigue amando a pesar de nuestras ofensas, de quien sigue contando con nosotros porque por encima de todo está su amor, creo que necesariamente ha de actuar con la misma comprensión y con el mismo amor hacia los demás. Hablamos, por supuesto, del amor que el Señor nos tiene y nos perdona, pero también hemos de revivir experiencias que hayamos tenido en la vida en nuestra relación con los demás, padres, hermanos, amigos donde hayamos experimentado ese ser perdonados. Eso nos enriquece y nos motiva para nuestra capacidad de perdonar.
La parábola que nos propone Jesús es enriquecedora e ilumina en este aspecto tan importante nuestra vida. El perdón es la expresión más hermosa del amor. Y cuando nosotros hemos optado por el camino de Jesús significa que queremos vivir en su estilo de amor. Por eso contemplando a Jesús nos sentimos estimulados a amar como El y como El perdonar. El perdón nos hace grandes; el perdón manifiesta la grandeza de nuestro corazón y la valentía con que afrontamos nuestra vida para seguir con toda radicalidad el camino de Jesús; el perdón nos acerca a Dios y nos hace parecernos más y más al Señor que es compasivo y misericordioso.
Miramos a Jesús en la cruz en el momento de su máxima y suprema entrega que le lleva al sufrimiento y a la muerte y nos está mostrando ese camino de amor y de perdón concreto que hemos de vivir cada día y en cada circunstancia en nuestra vida. ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’ grita y proclama Jesús desde la cruz. Está derramando su sangre para el perdón de nuestros pecados pero ahí de una forma muy concreta y muy cercana nos está mostrando lo que es la grandeza de su amor y de su perdón. Allí le están clavando al madero de la cruz en tan terrible suplicio y no solo nos ofrece su perdón sino que incluso trata de disculpar nuestro pecado. ‘Perdónalos porque no saben lo que hacen’.
¿Seremos capaces de amar así? ¿seremos capaces de ofrecer nuestro perdón con igual generosidad para quienes nos hayan ofendido? ¿tendremos la valentía incluso de disculpar a aquellos que nos hayan podido hacer daño? Como decíamos antes, si nosotros hemos experimentado de forma viva en nuestra vida ese perdón que se nos ha ofrecido, tendremos la valentía y fortaleza para también nosotros perdonar.

lunes, 4 de marzo de 2013


Sedientos de Dios dejemos que Dios se nos revele

2Reyes, 5, 1-15; Sal. 41; Lc. 4, 24-30
‘Mi alma está sedienta del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?’ Tenemos ansias de Dios; queremos conocer a Dios, lo buscamos. Ansias y deseos de plenitud, ansias y deseos de Dios. Acudimos a El desde nuestras necesidades y queremos sentir su auxilio.
Pero ¿cómo buscamos a Dios? ¿qué es lo que realmente buscamos? Porque algunas veces nos quejamos de que no nos atiende o no nos concede aquello que le pedimos. Tenemos la tentación de convertir nuestra oración en una exigencia. Queremos a Dios, es una tentación, y de alguna forma pareciera que queremos manipularlo, porque las cosas tienen que ser como a nosotros nos parece, nos tiene conceder las cosas tal como nosotros se las pedimos, nos imaginamos a Dios tal como a nosotros nos parece. ¿No podemos pensar que Dios está mucho más allá de nuestras imaginaciones o deseos?
Cuando comentábamos ayer el texto del encuentro de Moisés con Yahvé en medio de la zarza ardiente veíamos cómo Dios le pedía a Moisés descalzarse porque la tierra que pisaba era una tierra sagrada. Ya hacíamos algún comentario de lo que podía significar ese descalzarse. Y decíamos que teníamos que descalzarnos de nuestros prejuicios o ideas preconcebidas.
Sí, cuando queremos ir a conocer a Dios, nos descalzamos porque estamos en tierra sagrada; Dios es mucho más que lo que nosotros podamos imaginarnos o las ideas preconcebidas que tengamos que Dios; hemos de descalzarnos, despojarnos de esos nuestros pensamientos, de esa nuestra manera de ver las cosas para poder llegar al misterio de Dios que se nos revela. No es lo que nosotros pensemos sino lo que Dios nos dice de sí mismo; porque Dios no quiere ser un misterio escondido, sino que ha querido revelársenos, dársenos a conocer; para eso nos ha enviado a su Hijo, revelación de Dios, Palabra viva de Dios.
Miremos lo que nos dice hoy la Palabra del Señor, la Palabra que El hoy quiere decirnos. En Nazaret - este texto de hoy viene a ser la conclusión de aquella su primera visita a Nazaret - la gente reacciona ante Jesús. Como hemos visto en otros momentos, primero admirándose de las palabras de gracia que salían de sus labios, luego con el orgullo de sentir que Jesús era uno de los de ellos, porque era de Nazaret, allí se había criado y allí estaban sus parientes; pero finalmente le van a rechazar porque no les hace lo que ellos pensaban que iba a hacer allí. ‘No hizo ningún milagro por su falta de fe’, nos dirá el evangelio en otro momento. Y como hemos escuchado hoy les recuerda aquellos episodios de Elías y Eliseo, en que los beneficiarios no fueron precisamente judíos, sino una fenicia y un sirio. ‘Lo empujaron fuera del pueblo, con intención de despeñarlo’.
En este sentido podemos comentar también este hecho de Eliseo y aquel leproso, Naamán, venido de Siria. Le habían dicho que había un profeta en Israel que podría curarlo. Y ¿Cómo se presenta? Cargado de joyas y riquezas como si con ello pudiera comprar la acción de Dios que le devolviera la salud - pensemos en lo que hacemos nosotros con Dios con nuestras promesas y regalos con las que queremos ganarnos la voluntad de Dios -.
Y, por otra parte, cuando el profeta la manda simplemente lavarse en el río Jordán, ya hemos visto su reacción. ¿Qué esperaba? Acciones espectaculares que realizase el profeta para que de una forma mágica recobrara la salud de su cuerpo. El profeta no era el mago que venía allí con sus ritos mágicos para curarlo. Cuánto nos gustan a nosotros también las cosas espectaculares y en cierto modo teatrales.
¿Cuándo en verdad va a recobrar la salud por la acción de Dios? Cuando tenga humildad en el corazón y se despoje de sus orgullos y vanidades abajándose para lavarse como uno más en el agua del Jordán. Necesitó despojarse de sus vanidades y de su orgullo. Necesitó descalzarse, por recordar la imagen que antes mencionábamos, para quitarse las sandalias de sus ideas preconcebidas y poder encontrarse de verdad con la gracia y la acción de Dios.
Buscamos a Dios, pero escuchemos a Dios. Quitemos las cantinelas que tengamos en nuestra vida que nos hacen ruido y nos aturden, que nos distraen o no nos dejan escuchar la voz de Dios que nos habla en el corazón. Por algo hemos venido repitiendo también a lo largo de este tiempo de cuaresma de ese silencio y soledad al que tenemos que ir para escuchar a Dios, para poder dejarnos inundar por Dios.

domingo, 3 de marzo de 2013


Nos descalzamos para ir al encuentro del misterio de Dios que nos envía a hacer anuncios de liberación

Ex. 3, 1-8.13-15; Sal. 102; 1Cor. 10, 1-6.10-12; Lc. 13, 1-9
Como música de fondo seguimos teniendo en este tercer domingo de Cuaresma el desierto, la soledad, el silencio, la montaña. Ya hemos venido diciendo que no hemos de rehuir el desierto ni la montaña, que no hemos de tener miedo a ese silencio y a esa soledad. Son un camino muy hermoso que nos harán profundizar dentro de nosotros mismos y nos llevarán a Dios. En ese silencio se cultivan las almas grandes,  capaces de grandes cosas, de grandes misiones, porque ahí tienen ocasión de ir a lo más hondo de sí mismos para encontrarse con Dios.
Siempre recuerdo desde hace muchos años a una persona a quien buscábamos y a quien deseábamos escuchar porque desde su sencillez sabia trasmitirnos hermosos pensamientos que nos llevaban a Dios. Era en un movimiento apostólico en cuyas reuniones siempre se buscaba su palabra y su reflexión. No era sino un simple cabrero, pero cuando le preguntábamos de donde sacaba aquellas reflexiones nos decía que del silencio y de la soledad cuando iba cuidando sus cabras por aquellos campos del sur de nuestra isla, entonces sin tanto desarrollo como ahora - lo conocí a principios de los setenta - y sí con muchos espacios abiertos que le facilitaban el silencio y la reflexión.
Hoy la Palabra de Dios nos ha hablado de ‘Moisés que llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar al Horeb, el monte de Dios’. Allí tiene una experiencia maravillosa y profunda de la presencia de Dios en su vida. Lo hemos escuchado, la zarza ardiendo sin consumirse, Moisés que se acerca preguntándose su significado y la voz que le llama por su nombre y la habla desde el cielo. ‘Quítate la sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado’.  Se siente inundado de la presencia de Dios. Y lleno de Dios se siente enviado a liberar a los israelitas de la opresión de Egipto.
Nos sentimos invitados nosotros a acercarnos al misterio de Dios en este camino de cuaresma que estamos haciendo. Nos sentimos invitados a mirar con una mirada nueva y distinta cuanto nos sucede o cuanto sucede en nuestro mundo al que tenemos también que dar una respuesta. Y es que con la mirada de Dios - Jesús nos enseña a ello - hemos de saber mirar nuestro mundo, ese mundo concreto en el que vivimos con sus problemas.
El Señor desde la zarza ardiendo le decía a Moisés que había visto la situación en que vivía su pueblo en Egipto y sus sufrimientos. Era necesario dar una respuesta. Por su parte, en lo que hemos escuchado en el evangelio, vienen a contarle a Jesús unos sucesos acaecidos en Jerusalén y en el templo con la represión con que habían obrado las autoridades romanas contra unos galileos. Y Jesús les hace mirar esas situaciones y esos problemas con una mirada distinta, porque han de ser una llamada a sus conciencias para un cambio de vida.
El Señor nos quiere enseñar a mirar también nuestra situación, los problemas que vivimos hoy en nuestra sociedad, la angustia y el sufrimiento de tanta gente por la situación social que vivimos en estos momentos, la desorientación de tantos que no saben quizá qué rumbo tomar en su vida, o la vida insulsa y frívola en que viven tantos otros porque solo se dejan llevar quizá por el momento presente o por lo más placentero.
¿Habrá una luz? ¿Habrá algo que pueda cambiar esa sociedad en la que estamos para darle una mayor profundidad, mayor plenitud a la vida? ¿Nos podemos desentender los cristianos dando por imposibles de resolver esas situaciones? ¿Qué tendríamos que hacer para despertar las conciencias dormidas, los corazones cerrados e insolidarios, o los espíritus ahogados por el vicio y por el mal?
Dios envió a Moisés a Egipto con la misión de liberar a su pueblo de aquella esclavitud. Jesús nos pide transformar nuestros corazones para que en verdad busquemos lo  verdaderamente es más importante. San Pablo nos dice que todas esas cosas suceden como para escarmiento nuestro, para hacernos pensar y reflexionar, para que vayamos en búsqueda del verdadero alimento espiritual de nuestra vida.
Es todo un misterio de amor el que se nos revela cuando nos acercamos a Dios para conocerle más. Pero algunas veces  nos es difícil conocerle y conocer ese misterio de amor en el que Dios quiere introducirnos para transformar nuestra vida y para que seamos capaces de ir también a ayudar a nuestros hermanos en esas situaciones difíciles en que se encuentran. Nos da miedo como Moisés que se tapó la cara temeroso de morir por alcanzar a ver a Dios. Pero no moriría porque Dios llenaba de forma nueva su vida y le confiaba una misión. Pero antes el Señor le pedía descalzarse.
¿Querrá significar algo esto que el Señor le pide? Sí, hemos de descalzarnos de nuestras ideas preconcebidas y nuestros prejuicios; hemos de descalzarnos de nuestros miedos y cobardías; pero hemos descalzarnos también de nuestras autosuficiencias y nuestros orgullos pensando que somos nosotros los salvadores de la humanidad; hemos de descalzarnos para sentir que Dios está con nosotros y que si recibimos una misión, si llegamos a hacer alguna cosa buena es porque Dios está con nosotros y no nos faltará su gracia, porque somos unos enviados de Dios y el Señor nos dice que está con nosotros.
Pensemos, sí, de cuantas cosas hemos de descalzarnos porque bien sabemos donde están nuestras limitaciones, nuestras rutinas, todas esas cosas en las que tropezamos una y otra vez. Hemos de descalzarnos para convertir de verdad nuestro corazón al Señor; hemos de descalzarnos para llegar a descubrir que si podemos llegar a dar frutos es porque en el Señor abonamos nuestra vida con su gracia y con humildad hemos de ir hasta El en los sacramentos que nos renuevan y nos fortalecen, nos alimentan y nos llenan de vida.
Jesús en el evangelio nos propondrá la pequeña parábola del hombre que venía a buscar fruto en su higuera, pero que, al no encontrarlo, aún la cavará una vez más y la abonará y regará para seguir esperando que llegue a dar fruto. Es lo que el Señor sigue haciendo con nosotros que tan remisos somos en tantas ocasiones para dar los buenos frutos que nos pide el Señor. Sigue ofreciéndonos su gracia, sigue iluminando nuestra vida con su Palabra, sigue alimentándonos con los sacramentos para que al final cambiemos, nos convirtamos a El y terminemos también por ir a los demás a llevar esa luz de la gracia que a todos ilumine.
En ese silencio que sepamos hacer en nuestro interior, allá en la soledad de nuestro corazón escuchemos la voz del Señor que nos llama y nos llama por nuestro nombre, porque así de personal es su amor; sintamos cómo el Señor viene a nuestra vida y nos está pidiendo la conversión de nuestro corazón; descubramos que si se nos revela este misterio del amor de Dios es para que nosotros vayamos a los demás para ayudarles a transformar sus vidas, a liberarse de tantas cosas que les oprimen allá en su interior y puedan encontrar la paz y la dicha de vivir en el Señor.