miércoles, 6 de marzo de 2013


Amemos los mandamientos del Señor que son nuestra sabiduría y camino de felicidad

Deut. 4, 1.5-9; Sal. 147; Mt. 5, 17-19
‘Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño a cumplir: así viviréis… tomaréis posesión de la tierra que el Señor os va a dar… son vuestra sabiduría y vuestra prudencia ante todos los pueblos…’ Así hablaba y enseñaba Moisés al pueblo. Allí estaba le ley del Señor que iba a ser la norma y el sentido de su vida. Serían su sabiduría.
Nos cuesta a los hombres someternos a unos mandatos. Nos podría parecer que una vida sin ningún tipo de norma nos haría más libres y más felices. Es la tentación que sentimos, porque no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer. Pero la ley del Señor no es fruto de un capricho o de una imposición que nos llene de ataduras, ni es nada que pueda coartar nuestra libertad. La ley del Señor hemos de aprender a amarla y a cumplirla, porque como nos dice Moisés es nuestra sabiduría y nuestra prudencia. En la ley del Señor encontramos los mejores caminos para la felicidad y la realización de la persona humana en toda su plenitud.
Cuando en el catecismo nos aprendíamos los mandamientos terminábamos diciendo en nuestros tiempos en nuestra cantinela, ‘estos mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a ti mismo’. Eso es efectivamente lo que nos enseñan los mandamientos; nos dan la pauta de cómo hemos de manifestar el amor que le tenemos a Dios y de lo que hemos de hacer o lo que hemos de evitar para no dañar de ninguna manera al prójimo y en consecuencia amarlo como nos enseñará Jesús en el evangelio. Los mandamientos no son otra cosa que enseñarnos a vivir el amor a Dios y al prójimo que es lo que nos haría felices en verdad y nos llevaría a la mayor plenitud.
Benedicto XVI hace unos años nos comentaba los mandamientos diciéndonos: ‘Si con Cristo y su Iglesia releemos de nuevo el Decálogo del Sinaí… nos damos cuenta de que es… ante todo un Sí a Dios que nos ama y nos guía… y sin embargo n os deja nuestra libertad entera (los tres primeros mandamientos). Es un Sí a la familia (cuarto mandamiento), a la vida (quinto mandamiento), a un amor responsable (sexto mandamiento), a la responsabilidad social y a la justicia (séptimo mandamiento), a la verdad (octavo mandamiento), al respeto de los otros y de lo que les pertenece (noveno y décimo mandamientos). En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios vivo, vivimos este múltiple sí y al mismo tiempo lo llevamos como indicador de nuestro recorrido en el mundo’ (Marixell, 13/9/2007).
Hoy Jesús nos hablará en el evangelio de la importancia que tienen los mandamientos de Dios en nuestra vida y que El no viene a abolir. ‘No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas: no he venido a abolir sino a dar plenitud’. Es la plenitud que encontramos en la vida cuando la vivimos desde un amor sublime como El nos enseña.
Hemos de aprender a amar la ley del Señor. No es cosa para solo saberla de memoria, sino porque los hemos aprendido bien, los hemos medita y saboreado desde siempre se convierten en la sal de nuestra vida, nuestra sabiduría, en ese estilo que ya vamos a vivir casi de forma espontánea. Qué distinta sería nuestra vida, pero tendríamos que decir también, la vida de toda la humanidad sin en verdad nos dejáramos conducir por la ley del Señor. Es algo que no podemos olvidar, tiene que estar impreso en lo más hondo de nuestra alma de manera que en ellos encontremos el motivo, la forma de cuanto hagamos o vivamos.
Los mandamientos del Señor no hacen sino explicitarnos de forma concreta lo que está ya impreso en nuestra vida desde la ley natural que tendría que guiar la vida y la conducta de todos los hombres. Sin embargo prevalecen muchas veces en nuestra vida, en la vida de todos el egoísmo, el orgullo, la ambición que nos endiosa, y como Eva en el paraíso sentimos la tentación de hacernos dioses de nuestra propia vida; pero ya sabemos cuando nos endiosamos, pronto caemos en la peor de las esclavitudes, pronto se introduce la muerte y el mal en nuestro corazón. 
Amemos, pues, los mandamientos del Señor.

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