sábado, 9 de marzo de 2013


Vacío de sí mismo se vio envuelto en el amor y la misericordia de Dios

Oseas, 6, 1-6; Sal. 50; Lc. 18, 9-14
‘Este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Es el final y la conclusión de la parábola que Jesús propone de los dos hombres que subieron al templo a orar, el fariseo y el publicano, para enseñarnos cuál ha de ser la actitud con que nos presentemos ante Dios. Y ya el evangelista nos da la razón de la parábola cuando  nos dice que ‘por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’ les propuso Jesús esta parábola.
Quien se siente lleno de sí mismo seguro que no podrá llenarse de Dios. Tenemos ese peligro cuando nos creemos buenos y cumplidores. Es la actitud que vemos reflejada en la oración de aquel fariseo. ¿Venía a pedir a Dios o venía a justificarse diciendo lo bueno que era? Podríamos pensar que no era tan malo porque era cumplidor. También nosotros pensamos algunas veces,  ‘yo cumplo’, ‘yo hago esto y lo otro’, pero cuando ponemos demasiado el ‘yo’ por delante es porque estamos demasiado llenos de nosotros mismos. Pero ¿qué somos ante Dios?
Era cumplidor pero su cumplimiento era ficticio porque era solo apariencia cuando tenía su corazón lleno de orgullo y de desprecio hacia los demás. Nos lo refleja también la lectura del profeta Oseas que hemos escuchado. Era un pueblo lleno de presunción y de soberbia; no era una confianza humilde en el Señor. Hagamos lo que hagamos el Señor nos curará y nos sanará, se decían, y seguiremos con nuestra vida. Por eso el Señor les dice por el profeta ‘vuestra misericordia es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora’. La nube mañanera o el rocío de la madrugada no van a empapar la tierra sino que a la menor brisa o al más pequeño rayo de sol se va a evaporar y no vale para nada. Así será cuando vivimos la vida sin profundidad, dejándonos llevar solo por las apariencias.
‘Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’, nos dice el Señor. De nada nos valen nuestros sacrificios u ofrendas si en nuestro corazón no hay verdadero amor, misericordia, compasión para el hermano. Es el camino del verdadero culto cristiano. 'La religión pura e intachable a los ojos de Dios es socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades', que nos dice Santiago en su carta. Es la auténtica ofrenda que hemos de hacer al Señor. Es lo que en verdad nos hace gratos a Dios. Es en lo que en verdad vamos a parecernos a Dios y con lo que vamos a mostrar el rostro de Dios a los demás.
‘Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’, que orábamos con el salmo. Dios quiere el corazón, y por eso es necesaria una verdadera conversión interior. Que con humildad nos presentemos ante El reconociendo que no todo es limpio siempre en nuestro corazón.
Mucho polvo del camino se nos va pegando en el alma y nos contagiamos fácilmente de actitudes egoístas, insolidarias, vacías o llenas de orgullo. Hemos de aprender a vaciarnos de nosotros mismos, de nuestro ‘ego’, de nuestras vanidades y orgullos. Hemos de purificar nuestras intenciones, nuestras actitudes, nuestras palabras, nuestros gestos para que siempre estén llenos de humildad, de ternura, de misericordia, de amor para con los demás. Es lo que agrada al Señor.
La parábola de Jesús nos habla del publicano que humilde se quedó en el último rincón porque ‘no se atrevía a levantar los ojos al cielo, solo se golpeaba el pecho diciendo: oh Dios, ten compasión de este pecador’. Se vació de si mismo; en su corazón no cabían orgullos ni vanidades, solamente con humildad se sentía pecador. Porque supo vaciarse de sí mismo se vio envuelto por el amor y la misericordia de Dios.
¿Aprenderemos nosotros a hacerlo así? 

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