viernes, 8 de marzo de 2013


Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha mi voz

Oseas, 14, 2-10; Sal. 80; Mc. 12, 28-34
‘Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha mi voz’, hemos repetido en el salmo rumiando en nuestro interior esta palabra del Señor que nos ama y nos invita a escucharle y a seguirle.
‘Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos, seré rocío para Israel… brotarán sus vástagos…’ Es hermosa esta descripción que nos hace el profeta Oseas del amor del Señor para con nosotros; un amor que no se acaba, nos llena de bendiciones expresadas en esas imágenes llenas de poesía y encanto que vienen como a rememorar lo que era aquel jardín en que Dios colocó al hombre cuando lo creó, como nos describen las primeras páginas del Génesis.
Un amor que el Señor nos ofrece cuando volvemos nuestro corazón a El, olvidando para siempre nuestros errores y pecados; nos corrige y olvida para siempre nuestros pecados. Nos ama y cuando nos convertimos a El nos llena de bendiciones.
¿Cómo no amar nosotros al Señor y amarlo sobre todas las cosas? En el evangelio hemos escuchado que un escriba se acercó a Jesús preguntándole: ‘¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ Si reconocemos que Dios es nuestro Señor, que Dios es un Padre bueno que nos ama, no puede haber otro mandamiento, no puede haber otra respuesta que el amor.
Jesús respondió citando textualmente el texto del Deuteronomio que todo judío se sabía muy bien porque era una proclamación de su fe en Yahvé como el único Señor y en consecuencia todo lo que había de ser su vida. ‘El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Y Jesús continuó: ‘El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos’.
Ese amor a Dios con todo nuestro ser, con toda nuestra vida, sobre todas las cosas y ese amor al prójimo, como diría luego el escriba, ‘vale más que todos los holocaustos y sacrificios’. No son cosas las que tenemos que ofrecer al Señor. Es nuestro corazón. Nuestro corazón todo para el Señor. No importan las cosas sino lo que importa es la vida. Importan las ofrendas que podamos hacer si no somos capaces de ofrecer nuestro corazón al Señor amándole sobre todas las cosas.
Y amar al Señor así, con un amor total, no significa que nos tengamos que olvidar de los demás. Todo lo contrario. Desde ese amor que le tenemos así al Señor con toda la radicalidad de nuestra vida es cuando aprendemos a amar y amar de verdad a los demás porque ya al prójimo comenzaremos a verlo como un hermano.
Por eso, a la réplica que le hace el escriba Jesús le dirá que no está lejos del Reino de los cielos, del Reino de Dios. Vivir el Reino de Dios es sentir que Dios es nuestro único Rey y Señor y para El todo nuestro amor; por eso cuando queremos comenzar a vivir el Reino de Dios de verdad comenzaremos a amar también de verdad a nuestros hermanos y comenzaremos a hacer ese mundo nuevo del amor, de la paz, de la comunión, de la justicia, de la alegría honda y verdadera. Será nuestro compromiso. Será la consecuencia del amor de Dios. Será la forma de proclamar que Dios es nuestro único Señor.
‘Yo soy el Señor, Dios tuyo; escucha mi voz’, comenzamos recordando lo que habíamos repetido en el salmo y recordábamos esa hermosa página de Oseas que nos hablaba del amor que el Señor nos tiene que nos colma de bendiciones. Escuchamos, pues, la voz del Señor y queremos amarle y amarle con todo el corazón, sobre todas las cosas. Escuchamos la voz del Señor y comenzamos a amar también al prójimo como a nosotros mismos. Escuchamos la voz del Señor y queremos vivir en el Reino de Dios con todas sus consecuencias.

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