Despertemos
que somos nosotros los que andamos dormidos, no temamos ir a la otra orilla con
Jesús, merece la pena porque sabemos quien está con nosotros siempre
Hebreos 11,1-2.8-19; Sal. Lc. 1,69-75;
Marcos 4,35-41
Estar en camino tiene sus riesgos, es
tener metas claras, es afrontar peligros o cometer errores, en la incertidumbre
que siempre llevamos por dentro si acaso nos hayamos equivocado, nos exige
esfuerzo, deseos de búsqueda y de superación, es encontrarnos con algo nuevo
que pueda ser desconocido y tenga unas nuevas exigencias. Pero es la vida;
quedarnos anquilosados no es vivir, encerrarnos en un cascarón es como volver
para atrás, no podemos acallar los sueños que nos hacen buscar algo distinto,
aunque tenga sus riesgos.
Es la vida, decíamos; es el camino también al que nos lleva la fe, es la apertura que pone en nuestra vida el estar con Jesús, el decir que somos sus discípulos. Aunque en ocasiones haya momentos en que nos parezca que estamos solos. Es de lo que nos está hablando hoy el evangelio. Jesús que les dice a los discípulos ‘vamos a la otra orilla’.
Y hay
un montón de circunstancias en torno a esta invitación de Jesús. Han de
atravesar el lago. Pero es también el atardecer y cruzar la distancia hasta la
otra orilla cuando ya pueden comenzar a aparecer las sombras de la noche, puede
ser que no sea plato de buen gusto. Pero en esta ocasión no fueron solo los
nubarrones oscuros de la noche sino también los nubarrones de la tormenta que
se levantó cuando iban a medias en la travesía. Las olas y los vientos batían
contra la barca y comenzaron a tener miedo de zozobrar. Y Jesús dormía.
Quien había levantado a los
discapacitados de sus camillas, quien había hecho recobrar la vista a los
cielos, quien había limpiado a los leprosos, quien se había manifestado con
poder frente a los espíritus inmundos. ¿Ahora no podía o no quería hacer nada
para sacar a sus amigos de la posible zozobra en medio de aquella tempestad?
Jesús dormía. Parecía no importarle nada de lo que estaban pasando.
¿Se atreverían a despertarle?
¿Acudirían a El pidiendo socorro como lo hacían los enfermos y los paralices,
los ciegos y los leprosos, los que se veían azotados por aquella posesión del
maligno? Acudirían ellos también a despertarle. ‘Maestro, ¿no te importa que
nos hundamos?’
¿Serán también las dudas que algunas
veces nos puedan atormentar en esa travesía de la vida cuando nos sentimos sin
fuerzas, nos parece que estamos abandonados, el cielo de la vida se nos llena
de nubes oscuras, tenemos los vientos en contra? Es cierto que así nos sentimos
en muchas ocasiones cuando se nos hace difícil la vida, cuando el camino se nos
hace oscuro, cuando nos entran dudas por dentro, cuando también se nos tambalea
la fe.
Quizás nos metimos en la boca del lobo,
porque se nos debilitó nuestro espíritu, no cuidamos suficientemente nuestra
fe, nos dejamos arrastrar por las pendientes de las tentaciones y no pusimos
suficiente cuidado; nuestras debilidades nos fueron envolviendo, nos dejamos
influir por el ambiente pagano que nos rodea, fuimos perdiendo un sentido
sobrenatural y religioso en nuestra vida porque fuimos abandonando muchas cosas
buenas que nos hubieran ayudado a mantener la llama de nuestra fe encendida, y
ahora nos cuesta levantarnos, ahora andamos cegados de tal manera que no somos
capaces de darnos cuenta que el Señor no nos deja solos; y nos quejamos de que
está dormido, que no nos escucha, que no atiende a nuestras suplicas cuando
fuimos nosotros los que no le escuchamos porque preferimos entretenernos con
otros cantos de sirena.
Tenemos que sentir una sacudida muy
fuerte dentro de nosotros que nos haga despertar; somos nosotros los que
estamos dormidos, o peor aun, como muertos en la situación a la que hemos
llegado. Despertemos y no temamos decirle a Jesús, aunque parezca una
recriminación, ‘Maestro, ¿es que no te importa que nos hundamos?’ Cuando
lleguemos a ser capaces de decir eso es porque ya estamos nosotros despertando
y comenzando a darnos cuenta de donde tenemos que dirigir nuestros pasos.
Jesús va a estar ahí, junto a nosotros,
para ponerse en pie y calmar la tormenta. Y vendrá una gran calma. Sentiremos
de nuevo la paz, porque estaremos sintiéndonos inundados de su amor.
Despertemos que somos nosotros los que andamos dormidos. No temamos ponernos en
camino, ir a la otra orilla con Jesús. Es un riesgo que merece la pena porque
sabemos quien está con nosotros siempre.