sábado, 1 de diciembre de 2012


Dichoso quien tiene presente el mensaje profético contenido en este libro

Apoc. 22, 1-7; Sal. 94; Lc. 21, 34-36
‘Dichoso quien tiene presente el mensaje profético contenido en este libro’. Estamos terminando la lectura del Apocalipsis y ahora nos encontramos con un mensaje semejante al escuchado en los primeros versículos. ‘Dichoso el que lee y dichosos los que escuchan las palabras de esta profecía y tienen presente lo que en ella está escrito’, nos decía. ‘Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’, escuchamos de labios de Jesús en el evangelio.
Progresivamente el Espíritu del Señor nos ha ido conduciendo a través del mensaje del Apocalipsis, corrigiéndonos, enseñándonos, dándonos esperanza, anunciandonos que la victoria sobre el mal es posible. En las paginas finales del Apocalipsis se nos habla de ‘un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado y el mar ya no existe’. Se nos compara a la Iglesia con ‘la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se arregla para su esposo’, como tantas veces hemos escuchado y hubiera correspondido escucharlo ayer, si no hubiera sido la fiesta de san Andrés.
Se nos ha descrito la Jerusalén celestial que canta para siempre la gloria del Señor y llenos de esperanza en medio de nuestras luchas y tribulaciones hemos deseado el forma parte un día de ese cortejo celestial de los ciento cuarenta y cuatro mil que cantan en el cielo eternamente la gloria del Señor. Pero nuestra esperanza se ha despertado y engrandecido y tenemos la certeza de que un día así podremos cantar la gloria del Señor.
La creación entera ha sido renovada, el hombre ha sido hecho un hombre nuevo y ya vivimos para siempre el tiempo de la gracia y de la gloria del Señor. Por eso las ultimas páginas de la Biblia, el Apocalipsis es el último libro de la Biblia, conectan con las primeras páginas del Génesis que nos hablaban de la voluntad del Dios de crear al hombre para la dicha y la felicidad. La imagen del paraiso terrenal es la imagen de esa dicha para la que Dios creó al hombre, pero que el hombre con su pecado destruyó y sigue destruyendo.
Por eso ahora en el tiempo de la victoria definitiva del que nos habla el Apocalipsis vuelven a aparecer las mismas imágenes en ese rio de agua viva que atraviesa la ciudad, como atravesaba el jardín del Edén, ese ‘árbol de la vida, que da doce cosechas, una cada mes del año’ como signo de fecundidad y de vida. Ahora han desaparecido las tinieblas, ‘ya no habrá más noche’, y todo será luz y resplandor pero ‘no necesitará ni la luz de lámpara, ni la luz del sol, porque el Señor Dios irradiará su luz sobre ellos y reinarán por los siglos’.
‘¡Marana tha! Ven, Señor Jesús’, será el grito final del Apocalipsis que nosotros hemos repetido con el salmo, es el grito de este momento final del año litúrgico, como será el grito y la súplica que repetiremos ahora en el tiempo de Adviento que vamos a comenzar.
Ven, Señor Jesús, pedimos pensando en ese momento final de la historia en la segunda venida del Hijo del Hombre queriendo que ese encuentro con el Señor que viene sea para la dicha y para la gloria eterna junto a Dios. Ven, Señor, era la súplica llena de esperanza que hacía el pueblo creyente esperando la venida del Mesías Salvador, y que nosotros iremos repitiendo mientras nos preparamos para la celebración de su primera venida en su nacimiento en Belén para nuestra salvación.
Ven, Señor Jesús, será la súplica que vamos a hacer repetidamente durante el tiempo de Adviento que comenzamos, pero que es la súplica que continuamente hacemos al Señor cada día pidiendo que venga a nosotros, que sea nuestra fortaleza y nuestra vida, que nos llene de su gracia y de su salvación para que podamos alcanzar esa victoria final. Porque ese será el verdadero sentido que hemos de darle al tiempo del Adviento que vamos a comenzar a celebrar y vivir. Nos movemos entre su primera venida en la carne para redimirnos y salvarnos y su venida al final de los tiempos para el juicio definitivo de la historia, pero sabiendo y pidiendo cada día que se siga haciendo presente en nuestra vida con su gracia para que podamos vivir con todo sentido su salvación. ‘Dichoso quien tiene presente el mensaje profético contenido en este libro’.

viernes, 30 de noviembre de 2012


Inquietud, generosidad, entusiasmo, valentía para llevar a los demás hasta Jesús como San Andrés

Rm. 10, 9-18; Sal. 18; Mt. 4, 18-22
Hay personas que parecen que tienen un brillo especial en su vida que se manifiesta en su manera de ser y actuar de manera que quienes están cerca de ellos se sienten cómodos con ellos para una confidencia, para una búsqueda en común de algo que pueda interesar o para saber descubrir quizá en una mirada allí donde hay una necesidad, un servicio que prestar, y una disponibilidad generosa en su vida. Son personas inquietas, por otra parte, que siempre buscan lo mejor y todo aquello que pueda das respuesta a sus interrogantes profundos; esto les hace ser abiertos y receptivos, con facilidad para la amistad y para el encuentro con los demás.
Me ha surgido este pensamiento tratando de contemplar y conocer un poco más, por lo que nos dice el evangelio, al apóstol que hoy estamos celebrando. Muchas veces al pensar en san Andrés nos quedamos en el hecho de que era hermano de Simón Pedro y poco más nos fijamos en él,
Yo pienso que Andrés es el hombre de la búsqueda de las cosas profundas que puedan llenar su vida pero también el hombre abierto que sabe dejarse encontrar por los demás. La primera vez que el evangelio nos habla de él nos lo sitúa junto a Juan el Bautista. Desde Galilea se había ido allá junto a la orilla del Jordán donde Juan se había presentado ante el pueblo como la voz que clama en el desierto para preparar los caminos del Señor.
En búsqueda de eso profundo que diera sentido a su vida allá había marchado Andrés, lo que nos habla de la inquietud de su corazón; pero nos habla también de la apertura de su corazón para dejarse conducir cuando el Bautista les señala a Jesús que pasa como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y Andrés junto con Juan el Zebedeo se va detrás de Jesús. ‘¿Dónde moras?’ es también la pregunta y la búsqueda para irse con Jesús aquella tarde. Y se quedaron con Jesús.
Pronto le veremos compartiendo aquello que había encontrado. La generosidad de su corazón le hacía abrirse a los demás pero para llevar todo lo bueno de lo que iba llenando su corazón. Se encuentra con su hermano Simón y ya le comunica que ha encontrado al Mesías y lo lleva hasta Jesús. Algo había encontrado él para contagiar a su hermano de aquello que él comenzaba a vivir.
¿Será por eso por lo que Felipe le vendrá a contar que allí hay dos griegos que quieren conocer a Jesús? Pero es el hombre de la acción inmediata para lo bueno. Los llevaron también hasta Jesús. Magnífico testimonio que nos va dando con su vida, con su generosidad, con su ser mensajero de evangelio. Generosamente se había tras Jesús cuando el lago los había invitado a ser pescadores de hombres, porque dejaron las redes y las barcas y se fueron ellos también con Jesús.
Es el hombre que no se cruza de brazos. Jesús les ha pedido que busquen cómo darle de comer a la multitud que se había reunido allá en el descampado y algo habrá aprendido de Jesús de que hay que tener en cuenta también las cosas pequeñas porque será el que vendría diciendo que había un muchacho con cinco panes y dos peces, que eran poca cosa para dar de comer a tantos pero allí lo traía hasta Jesús.
Creo que estos retazos de la vida de Andrés, tal como nos lo cuenta el evangelio, podrían hacernos reflexionar para nuestro seguimiento de Jesús. Inquietud, generosidad, disponibilidad, cercanía, capacidad también para contagiar entusiasmo, valentía para ir hasta Jesús pero también para llevar a los demás hasta Jesús, ¿serán cosas que nosotros estaríamos dispuestos a hacer? Estas actitudes y valores, ¿no nos harán que también nosotros nos hagamos preguntas por dentro? ¿seremos capaces nosotros también de dejarnos conducir y pero también de conducir a los demás hasta Jesús hablándoles a los demás de lo que nosotros hemos encontrado y de lo que nos ha llenado el corazón en nuestra fe en Jesús? 

jueves, 29 de noviembre de 2012


La victoria, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios

Apoc. 18, 1-2.21-23; 19, 1-3.9; Sal. 99; Lc. 21, 20.28
En ocasiones cuando tenemos que enfrentarnos al mal que tenemos incluso en nosotros mismos a causa de nuestra condición pecadora nos sentimos tentados al desaliento cuando vemos que quizá no somos capaces de superarnos, de vencer la tentación, y que se van arrastrando en nuestras vida pequeñas cositas que son como una rémora que obstaculizan nuestra avance en la vida espiritual y en la vida de santidad que hemos de vivir.
Por otra parte miramos a nuestro mundo y, aunque es cierto que hay muchas cosas buenas y es necesario abrir bien los ojos para darnos cuenta de ello y también para dar gracias a Dios por tantas almas buenas, sin embargo vemos el avance del mal, la gente que vive sin Dios, la pérdida del sentido moral de la vida, el materialismo que todo lo invade y tantas cosas más; todo eso muchas veces nos desalienta, nos parece que no podemos avanzar en hacer ese mundo mejor como es nuestro sueño desde el espíritu del evangelio y tenemos la tentación y el peligro de vernos derrotados.
La Palabra que el Señor nos trasmite a través del Apocalipsis que venimos escuchando y meditando en estos días despierta en nosotros la esperanza en la victoria final del bien sobre el mal. Así se sentían animados en su espíritu y alentados en su esperanza aquellos primeros cristianos para los que fue escrito directamente el Apocalipsis que es hoy para todos Palabra de Dios. Aquellos cristianos de finales del siglo primero de la era cristiana vivían momentos difíciles porque se habían desatado con gran virulencia las persecuciones en especial desde los emperadores romanos. Pero ahora escuchaban como la gran Babilonia sería derrotada.
Es lo que trata de trasmitirnos hoy el texto sagrado del Apocalipsis. Se oye el gran grito. ‘Ha caído, ha caído Babilonia la grande’, y nos hace una descripción de desolación y de destrucción tras su derrota.
Por supuesto el mencionar la gran Babilonia, no se quería estar refiriendo de manera especial a aquella ciudad del Oriente medio, sino que era una forma de darnos la imagen de la Roma pagana, precisamente de donde surgían todas aquellas persecuciones. Hace una descripción de sus riquezas y de su arte, de su idolatría y de la maldad de todas aquellas alejadas de Dios, aunque quisieran tener muchos dioses, pero que era motivo de gran confusión.
Pero vendrá el canto triunfal de la victoria. ‘Aleluya. La victoria, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios, porque sus sentencias son rectas y justas…’ Es el triunfo sobre el mal que con Jesús podremos nosotros también alcanzar. No puede haber desaliento ni desesperanza. Con Jesús tenemos la victoria asegurada aunque tengamos que pasar antes por momentos oscuros y difíciles.
¿No le pedimos nosotros cada día al Señor cuando rezamos el padrenuestro ‘no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’? Tenemos que creernos estas palabras. No puede ser una oración que hagamos de rutina sin caer en la cuenta bien de lo que estamos pidiendo. Si le pedimos al Señor que no nos deje caer en la tentación es porque queremos confiar en su fuerza, ya que por nosotros mismos no podremos alcanzar la victoria. Pero con la gracia del Señor que no nos faltará tenemos asegurado que si podemos vernos libres del mal, podemos vencer la tentación. Nos sucede que aunque lo digamos muchas veces en el padrenuestro no lo decimos con verdadero convencimiento, lo hacemos con demasiada rutina, y nos falta la verdadera confianza.
No nos desaliente el  mal que contemplamos alrededor nuestro; no nos desaliente el que nosotros muchas veces nos sintamos débiles en nuestra lucha contra el pecado y no logremos la verdadera santidad a la que tenemos que aspirar. Sigamos confiando en el Señor. Hagamos nuestra oración con confianza, porque la gracia del Señor en nosotros lo puede todo.
‘Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero’. Nosotros somos esos invitados, sintamos esa dicha en nuestro corazón, sigamos avanzando en esos caminos de santidad.

miércoles, 28 de noviembre de 2012


Queremos cantar el cántico nuevo del Cordero en la gloria del cielo

Apoc. 15, 1-4; Sal. 97; Lc. 21, 12-19
‘Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios soberano de todo… cantaban el cántico nuevo, el cántico del Cordero…’ Seguimos contemplando en el Apocalipsis la gloria de Dios, la gloria del cielo. ‘¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu nombre, si tú solo eres santo?’ Así queremos nosotros también cantar el cántico nuevo; como decíamos formar parte de ese cortejo celestial que canta la gloria del Señor.
Sabemos que todo  lo que hacemos o digamos ha de ser siempre para la gloria del Señor. ‘Ad maiorem Dei gloriam (para la mayor gloria del Señor)’ como proponía san Ignacio de Loyola como lema de nuestra vida. O como nos había enseñado san Pablo en sus cartas que todo lo que hiciéramos siempre ha de buscar la gloria del Señor.
Por otra parte sabemos donde está nuestra meta definitiva. Continuamente Jesús nos habla de la vida eterna y recordamos con qué ternura le decía a los apóstoles en la última cena que se iba al Padre para prepararnos sitio porque donde El estuviera quería tenernos a nosotros con El. Sin embargo vivimos tan enfrascados en las cosas de la tierra, tan absortos en las cosas materiales y en nuestros trabajos de cada día que tenemos el peligro de perder esa trascendencia que hemos de darle a nuestra vida.
Nos decimos creyentes y hombres de esperanza, pero da la impresión a veces por nuestra manera de actuar que todo concluyera en los días de nuestra vida terrena y todo se acabara después de la muerte. Hemos de despertar nuestra fe y nuestra esperanza. Nos viene bien el que contemplemos en estos días esas descripciones que nos hace el Apocalipsis de lo que es la gloria del Señor en el cielo y a la que nosotros estamos también llamados. Es nuestra vocación de vida eterna que no podemos perder de vista y que ha de darle sentido hondo a nuestra vida, a todo lo que hacemos y vivimos.
Contemplando lo que es esa gloria del Señor y el que nosotros podamos un día participar de ese coro celestial en la gloria del cielo va a dar sentido a lo que hacemos y en ello vamos a encontrar fuerza para esa lucha de cada día por mantener viva nuestra fe, pero por mantenernos en esa fidelidad en el amor que nos hará buscar siempre el bien, la justicia, la verdad, el amor.
En esa esperanza del cielo, de la gloria del Señor encontraremos fuerzas para nuestro amor que algunas veces tanto nos cuesta, porque nos sentimos tentados de mil maneras por el egoísmo, por el orgullo, por tantas reticencias que ponemos en nuestra vida para amar como debiéramos a los que están a nuestro lado. Si fuéramos capaces de mirar más a lo alto, seríamos capaces de elevar nuestro espíritu para llenar nuestra vida de auténtico amor. Si pensáramos más en esa gloria del cielo de la que estamos llamados a participar seguro que nos comprenderíamos más, seríamos capaces de perdonarnos con mayor generosidad y alejaríamos de nosotros tantas tentaciones de egoísmo y de insolidaridad. La contemplación del cielo nos estimula y nos da fuerzas.
Cuando ahora estamos terminando el año litúrgico y cuando comencemos el Adviento en el próximo domingo la liturgia nos ayuda a mirar a lo alto, quiere despertar la esperanza de nuestro corazón y nos hace pensar y reflexionar en esa venida final del Señor, su última venida al final de los tiempos, y en esa vida eterna que nos espera y a la que estamos destinados.
Si fuéramos capaces de pensar un poco más en la muerte como en ese paso definitivo a la vida con Dios en la eternidad, en ese cielo que el Señor nos tiene prometido, en ese poder llegar a disfrutar de Dios en toda plenitud, seguro que nuestra vida sería distinta, nuestro comportamiento sería otro, y aprenderíamos de verdad a guardar nuestros tesoros en el cielo y no en la tierra. Así sería benévolo para nosotros el juicio de Dios; así se manifestaría en todo su esplendor lo que es el amor y la misericordia de Dios; así buscaríamos entonces siempre en todo lo que hagamos lo que es la gloria del Señor.

martes, 27 de noviembre de 2012


Viene el Hijo del Hombre entre las nubes del cielo

Apoc. 14, 14-20; Sal. 95; Lc. 21, 5-11
La Biblia se comenta con la misma Biblia; la Palabra de Dios hemos de mirarla siempre con una visión de conjunto, por decirlo de alguna manera, porque no podemos tomar un texto aislado y quedarnos solamente en lo que literalmente nos ofrezca. Unos textos nos ayudarán a comprender otros de más difícil comprensión para llegar a captar lo que es el centro del mensaje que el Señor quiere trasmitirnos.
Todo eso además dejándonos conducir por el Magisterio de la Iglesia que asistida por el Espíritu Santo es la interpreta con mayores garantías la Palabra del Señor para alimento de toda la Iglesia, de todos los creyentes en Jesús. Es por eso también por lo que siempre hemos de acudir al texto sagrado de la Biblia con una actitud de fe y pidiendo la asistencia del Espíritu Santo que nos ilumine y nos ayude a comprender y vivir en toda su profundidad todo el misterio de Dios.
Me gusta, cuando me acerco a la Palabra de Dios tanto para reflexionarla para mi mismo, como para la reflexión que pueda o deba hacer para los demás, contar primero que nada con esa asistencia del Espíritu, pero luego cotejar unos textos con otros fijándome en paralelismos que pudiera haber con otros textos de la Sagrada Escritura.
Lo que estamos escuchando estos días de final del año litúrgico del Apocalipsis en la primera lectura seguramente en una reflexión honda que nos vayamos haciendo nos va haciendo rememorar otros momentos del evangelio y palabras de Jesús. Hoy  nos ha dicho: ‘Miré y apareció una nube blanca; estaba sentado encima uno con aspecto de hombre, llevando en la cabeza una corona de oro y en la mano una hoz afilada…’ Me recuerda diversos momentos del evangelio.
Ante la pregunta del Sumo Sacerdote ante el Sanedrín reunido en pleno a Jesús si era el Mesías o no, responderá: ‘Tú lo has dicho; y además os digo que veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Todopoderoso, y que viene sobre las nubes del cielo’.
Pero nos recuerda también con las imágenes en que nos habla hoy de la siega o de la vendimia la alegoría del juicio final: ‘Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria con todos sus ángeles, se sentará en el trono de su gloria. Todas las naciones se reunirán ante él…’
O nos podría recordar también la parábola del trigo y de la cizaña, en la que crecerán juntas la buena semilla y la cizaña, pero a la hora de la siega se separará la buena semilla de la cizaña, y mientras el trigo es guardado en los graneros, la cizaña será arrojada al fuego. ‘El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles que recogerán de su reino a todos los que fueron causa de tropiezo y a los malvados, y los echarán al horno de fuego… y los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre’.
Comprendemos ahora mejor lo que nos dice hoy el Apocalipsis con las imágenes de la siega y de la vendimia. ‘Ha llegado la hora de la siega pues la mies de la tierra está más que madura… vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque las uvas están en su sazón…’
¿Tendremos quizá que hacernos algunas preguntas? ‘El Señor llega a regir la tierra’, como decíamos en el salmo, y nosotros, ¿estaremos preparados para el juicio del Señor? ¿Estará madura la mies, estarán las uvas en su sazón? ¿Estaremos en verdad nosotros dando los frutos que el Señor nos pide?
El salmo, sin embargo, nos invita a alegrarnos con la llegada del Señor. ‘Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena, vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque delante del Señor que ya llega, ya llega a regir la tierra, regirá el orbe con justicia y a los pueblos con fidelidad’.
Que nos encuentre a nosotros en esa fidelidad; que no se haya mermado nuestra fe ni enfriado nuestra esperanza; que brillen los frutos del amor en nuestra vida para que podamos gozar para siempre de su Reino en plenitud.

lunes, 26 de noviembre de 2012


Estos son los que buscan al Señor

Apoc. 14, 1-5; Sal. 23; Lc. 21, 1-4
‘Este es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob…’ Los que buscan al Señor… y contemplamos hoy en el Apocalipsis al ‘Cordero de pie sobre el monte Sión y con él ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban grabado en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre’.
Son los rescatados como primicias de la humanidad para Dios y para el Cordero’, nos decía más adelante el autor sagrado del Apocalipsis. Los que no se han contaminado con la idolatría; los que se mantienen puros y limpios en su fidelidad al Señor; los que, como nos dirá en otro lugar del Apocalipsis ‘han lavado y purificado sus mantos en la Sangre del Cordero’. Es el cortejo celestial de los que han vencido y participan de la gloria del Señor en el cielo.
El Apocalipsis nos va presentando a través de sus imágenes el drama de los que se encuentran en el dilema doloroso: fidelidad inquebrantable a Cristo, el único Señor, aún a costa de la vida, o doblegarse ante las pretensiones seudo divinas del imperio que presentaba sus dioses y que había que adorar incluso hasta el emperador.
Aún resuenan en nuestros oídos los cantos de alegría y de triunfo de la fiesta de Cristo Rey que ayer celebramos; queríamos proclamar a Jesús como nuestro único Rey y Señor frente a todas las tentaciones que en la vida soportamos y nos acechan queriendo alejarnos de ese camino de fidelidad al Señor. Queríamos, como decíamos ayer, proclamar no sólo con nuestras palabras sino con toda nuestra vida que Jesús es el único Señor. Optamos por ese camino del amor y de la humildad, de la solidaridad y de la generosidad, de la verdad y autenticidad de nuestra vida para que nada ni nadie tuerza nuestros corazones y nos pueda llevar a la idolatría de las cosas, del dinero, de la fama o del poder.
Hoy miramos a lo alto; el Apocalipsis nos hace mirar la gloria del cielo de la que ya participan todos aquellos que no se han dejado contaminar o han purificado sus vidas en la sangre del Cordero. Queremos forma parte un día de ese cortejo del Cordero, de esa corte celestial para cantar ese cántico nuevo. ‘Nadie podía aprender el cántico fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil, los rescatados de la tierra’. Tenemos la esperanza de que nosotros podamos aprender ese cántico porque formemos parte de ese cortejo celestial. Por eso ahora queremos hacer nuestro camino en la fidelidad y el amor. Siguiendo el camino de Jesús, siguiendo el camino del amor podremos aprenderlo y podremos cantar ese cántico nuevo.
Tenemos que entender que ese numero de ciento cuarenta y cuatro mil, que nos menciona repetidas veces el Apocalipsis, es un número simbólico, que nos habla de multitud innumerable y de plenitud; como dirá en otro lugar una multitud innumerable que nadie podía contar; es un número que juega con el doce como doce fueron las tribus de Israel fundamento y arranque del antiguo pueblo de Dios, y como doce fueron los apóstoles que quiso Cristo poner como fundamento de su Iglesia.
‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede entrar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos’, decíamos y meditábamos con el salmo. Queremos ser ese grupo que busca al Señor, que viene a su presencia con manos inocentes y puro corazón. Aunque conocemos nuestra debilidad y nuestro pecado, sabemos que en la sangre de Cristo podemos purificarnos para poder aprender y entonar un día ese cántico nuevo del cielo.

domingo, 25 de noviembre de 2012


Mi reino no es de este mundo… mi reino no es de aquí

Dan. 7, 13-14; Sal. 92; Apoc. 1, 5-8; Jn. 18, 33-37
‘¿Eres tú el rey de los judíos?... ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?’ Es el diálogo que se inicia entre Pilatos y Jesús. Creo que esto nos ayudaría y nos haría reflexionar mucho cuando hoy, en el último domingo del año litúrgico, estamos celebrando esta Solemnidad de Jesús, Rey del Universo.
Ser rey de los judíos no tenía el mismo significado en lo que pudiera pensar Pilatos, lo que soñaban los judíos que fuera el sentido del Mesías y cómo realmente Jesús se presentaba como rey. Claro que Pilatos, representante en Palestina del emperador romano, pudiera tener sus prejuicios y sus miedos en que alguien se presentara como Rey de Israel; es por eso por lo que los judíos aprovechan para llevar a Jesús ante el pretorio con esta acusación. Pero por otra parte sabemos bien del sentido triunfalista que tenían ellos del Mesías que esperaban.
Sin embargo, hemos de reconocer que a nosotros también nos pudiera pasar de manera semejante, porque muchas veces podemos presentar a Jesús como Rey de una manera triunfalista y a la manera de lo que son los reyes de este mundo, y no cómo Jesús es realmente, el Rey y Señor de nuestra vida. ¿Nos habremos creado una imagen distorsionada de Jesús como Mesías y como Rey de Israel?
‘Mi reino no es de este mundo… mi reino no es de aquí’, proclama Jesús. Sí, su reino no es de este mundo, a la manera de los reinos de este mundo. Su reino no es un reino de ejércitos ni un reino que se imponga por la fuerza. Es de otra manera. Pilato ahora no lo comprenderá cuando Jesús le dice ‘tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y he venido al mundo; para ser testigo de la verdad’. Y la verdad de Jesús nos hace libres; la verdad de Jesús nos lleva a la plenitud; la verdad de Jesús pasará por los caminos del amor y del servicio. Eso no lo entenderán los poderosos. A nosotros en realidad, aunque lo sepamos, nos cuesta entenderlo muchas veces.
Es cierto que en todo el evangelio Jesús nos hace otra cosa que hablarnos del Reino de Dios, pero nos dirá que lo poseerán los pobres, los sencillos, los humildes, los que buscan la verdad y el bien, incluso los que son perseguidos por su causa. Recordemos una vez más el mensaje de las bienaventuranzas. Por eso nos dice que su reino no es de aquí, porque la plenitud no la alcanzaremos nunca en esta vida ni en este mundo, porque la plenitud solo podremos obtenerla en Dios, en la plenitud de vida junto a Dios en el cielo.
Cuando los discípulos encandilados por los poderes de este mundo y soñando con el Mesías triunfador comiencen a suspirar por primeros puestos o lugares de honor, les dirá que entre ellos no puede suceder de ninguna manera como con los poderosos de este mundo. ‘Entre vosotros no será así’, les dice. Poseerán el Reino y ocuparán primeros lugares en él, los que se hacen los últimos, los esclavos y servidores de todos. El, que es el Señor, se puso a los pies de los apóstoles para lavárselos con un simple y vulgar sirviente, y nos enseñó que así tendríamos que hacer nosotros. Esto es una constante en su enseñanza.
Hoy nosotros estamos celebrando a Jesucristo, como nuestro Rey y como nuestro Señor. En verdad que Jesús lo es. El nos ha rescatado derramando su sangre por nosotros para que tengamos vida. El abajándose hasta someterse a una muerte de Cruz a nosotros nos ha levantado con El para llenarnos de su vida y al hacernos partícipes de su vida divina, nos ha hecho hijos de Dios.
Y si podemos proclamar en verdad que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre, sentimos cómo a nosotros nos ha redimido, nos ha comprado, como dice san Pedro, no a precio de oro ni de plata, sino al precio de su Sangre derramada para el perdón de nuestros pecados. ‘Aquel que nos ama, nos decía el libro del Apocalipsis, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre’.
‘A El la gloria y el poder por los siglos de los siglos’. Sí, queremos cantar la gloria del Señor, queremos reconocer la maravilla que ha realizado en nosotros y queremos darle gracias y cantar eternamente la alabanza del Señor. Hoy, para los que creemos en Jesús y le proclamamos como nuestro Rey y Señor, es un día grande, una gran solemnidad y con toda la Iglesia nos alegramos, y con la liturgia queremos cantar la mejor alabanza al Señor. ‘Quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo, pedimos que podamos vivir eternamente con El en el cielo’, como diremos en una de las oraciones de la liturgia.
Pero, ¿sabéis cuál es el mejor cántico de alabanza? ¿Cómo es que en verdad podamos nosotros reconocer que Jesús es el Señor y el Rey del universo? ¿Cómo podemos pertenecer a su Reino?
Proclamaremos en verdad que Jesús es el Señor y Rey del universo cuando nos impregnemos de todos esos valores que Jesús nos enseña en el evangelio. No tendrían que caber ya en nosotros nunca más ni las actitudes violentas y dominadoras que nos alejarían de su Reino de paz, ni la prepotencia ni el orgullo pueden ser acompañantes de nuestra vida cuando queremos pertenecer a su reino de amor y de justicia.
Será por los caminos de la humildad y de la sencillez, por los caminos del servicio y de la solidaridad, por los caminos del amor que nos llevarán a aceptarnos y respetarnos mutuamente, a buscar siempre por encima de todo el bien del otro y a poner de nuestra parte todo lo necesario para vivir unidos y en comunión con los demás, cuando estemos viviendo y realizando en nuestra vida y en nuestro mundo ese Reinado de Dios.
Cuando sepamos perdonarnos y aceptarnos humildemente como somos, cuando nos respetemos y nos comprendamos sinceramente, cuando aprendamos a olvidarnos de nosotros mismos siendo humildes y no importarnos ser los últimos y valorando primero que nada todo lo bueno que hay en los demás, cuando vivamos con autenticidad y sinceridad nuestras relaciones con los demás alejando de nosotros todas las caretas de la falsedad y de la hipocresía, entonces estaremos ya viviendo en el Reino de Dios y estaremos proclamando con nuestras vida que Jesús es el único Señor de nuestra existencia.
La proclamación que queremos hacer en este día de que Jesús es el Rey del Universo y nuestro único Señor no la hacemos solamente con palabras, sino que lo estaremos proclamando desde la autenticidad de nuestras obras y desde nuestro compromiso real de amor.
‘Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre’, proclamaremos hoy con toda intensidad con la liturgia. Pero no serán solo palabras, sino que será con toda nuestra vida como lo vamos a hacer. Lo haremos con fuerza, porque con fuerza queremos hacer de nuestra vida y de nuestra tierra el Reino de Dios; lo haremos con fe porque confesamos radicalmente que Jesús es nuestro único Señor; pero lo haremos con esperanza porque deseamos alcanzar, y tenemos la certeza de que lo podremos alcanzar, la plenitud del cielo, la plenitud del Reino eterno de Dios, compartir la vida eterna y poder cantar eternamente las alabanzas del Señor.