jueves, 29 de noviembre de 2012


La victoria, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios

Apoc. 18, 1-2.21-23; 19, 1-3.9; Sal. 99; Lc. 21, 20.28
En ocasiones cuando tenemos que enfrentarnos al mal que tenemos incluso en nosotros mismos a causa de nuestra condición pecadora nos sentimos tentados al desaliento cuando vemos que quizá no somos capaces de superarnos, de vencer la tentación, y que se van arrastrando en nuestras vida pequeñas cositas que son como una rémora que obstaculizan nuestra avance en la vida espiritual y en la vida de santidad que hemos de vivir.
Por otra parte miramos a nuestro mundo y, aunque es cierto que hay muchas cosas buenas y es necesario abrir bien los ojos para darnos cuenta de ello y también para dar gracias a Dios por tantas almas buenas, sin embargo vemos el avance del mal, la gente que vive sin Dios, la pérdida del sentido moral de la vida, el materialismo que todo lo invade y tantas cosas más; todo eso muchas veces nos desalienta, nos parece que no podemos avanzar en hacer ese mundo mejor como es nuestro sueño desde el espíritu del evangelio y tenemos la tentación y el peligro de vernos derrotados.
La Palabra que el Señor nos trasmite a través del Apocalipsis que venimos escuchando y meditando en estos días despierta en nosotros la esperanza en la victoria final del bien sobre el mal. Así se sentían animados en su espíritu y alentados en su esperanza aquellos primeros cristianos para los que fue escrito directamente el Apocalipsis que es hoy para todos Palabra de Dios. Aquellos cristianos de finales del siglo primero de la era cristiana vivían momentos difíciles porque se habían desatado con gran virulencia las persecuciones en especial desde los emperadores romanos. Pero ahora escuchaban como la gran Babilonia sería derrotada.
Es lo que trata de trasmitirnos hoy el texto sagrado del Apocalipsis. Se oye el gran grito. ‘Ha caído, ha caído Babilonia la grande’, y nos hace una descripción de desolación y de destrucción tras su derrota.
Por supuesto el mencionar la gran Babilonia, no se quería estar refiriendo de manera especial a aquella ciudad del Oriente medio, sino que era una forma de darnos la imagen de la Roma pagana, precisamente de donde surgían todas aquellas persecuciones. Hace una descripción de sus riquezas y de su arte, de su idolatría y de la maldad de todas aquellas alejadas de Dios, aunque quisieran tener muchos dioses, pero que era motivo de gran confusión.
Pero vendrá el canto triunfal de la victoria. ‘Aleluya. La victoria, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios, porque sus sentencias son rectas y justas…’ Es el triunfo sobre el mal que con Jesús podremos nosotros también alcanzar. No puede haber desaliento ni desesperanza. Con Jesús tenemos la victoria asegurada aunque tengamos que pasar antes por momentos oscuros y difíciles.
¿No le pedimos nosotros cada día al Señor cuando rezamos el padrenuestro ‘no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’? Tenemos que creernos estas palabras. No puede ser una oración que hagamos de rutina sin caer en la cuenta bien de lo que estamos pidiendo. Si le pedimos al Señor que no nos deje caer en la tentación es porque queremos confiar en su fuerza, ya que por nosotros mismos no podremos alcanzar la victoria. Pero con la gracia del Señor que no nos faltará tenemos asegurado que si podemos vernos libres del mal, podemos vencer la tentación. Nos sucede que aunque lo digamos muchas veces en el padrenuestro no lo decimos con verdadero convencimiento, lo hacemos con demasiada rutina, y nos falta la verdadera confianza.
No nos desaliente el  mal que contemplamos alrededor nuestro; no nos desaliente el que nosotros muchas veces nos sintamos débiles en nuestra lucha contra el pecado y no logremos la verdadera santidad a la que tenemos que aspirar. Sigamos confiando en el Señor. Hagamos nuestra oración con confianza, porque la gracia del Señor en nosotros lo puede todo.
‘Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero’. Nosotros somos esos invitados, sintamos esa dicha en nuestro corazón, sigamos avanzando en esos caminos de santidad.

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