sábado, 24 de febrero de 2024

Sanemos las heridas del corazón, pongamos en nuestra oración a las personas que nos cuesta amar, seremos nosotros los enriquecidos con una nueva forma de amor

 


Sanemos las heridas del corazón, pongamos en nuestra oración a las personas que nos cuesta amar, seremos nosotros los enriquecidos con una nueva forma de amor

Deuteronomio 26, 16-19; Salmo 118; Mateo 5, 43-48

Amigo de mis amigos. Seguro que alguna vez habremos escuchado esta autodefinición en los perfiles de las redes sociales. ¿Solo amigo de mis amigos? ¿Tan reducido es nuestro marco de vida? Porque parece como si no abriéramos la puerta a nuevos amigos porque ya tengo mi círculo cerrado. Da que pensar.

Como el que dice que soy bueno con los que son buenos conmigo, ayudo a los que me ayudan. ¿Quién comienza? ¿Estaré esperando a que el otro comience y luego según yo vea decidiré si también lo voy a ayudar, también voy a ser amigo? Donde por otro lado decimos que somos amigos de todos, parece que no es tan cierto, porque ya estamos de entrada poniendo unas limitaciones.

De ahí fácilmente se pueden desprender muchas consecuencias. Y es que si alguien no se ha portado como amigo conmigo, es más, haya podido hacer algo que no me gusta o que me haya molestado, quizás hasta porque yo tenía un día malo, ya eso se lo estaremos guardando para siempre, crearemos distanciamientos y rupturas, ya será una persona a la que no aguanto y ya le puse una marca, por decirlo de alguna manera, y con él ya no voy a contar más.

Qué duro nos lo ponemos a nosotros mismos. ¿Sabes a quién le hace más daño ese resentimiento o ese rencor que le estás guardando a una persona? A ti mismo. Sí, porque esa posible herida que tengas en el alma no la has sabido curar, sino que más bien en tu resentimiento lo que haces es hurgar en esa herida y cada vez te va a doler más. Mientras no la cures cada vez que vas a pasar por aquel lugar o vas a tener un encuentro con esas personas lo que estarás haciendo es reavivar en ti esas heridas que seguirán siendo un tropiezo para tu vida, un pus que seguirá sacando lo peor de ti mismo haciéndote tú mismo desagradable para los demás.

Una herida infectada es a nosotros mismos a los que duele, pero además puede causar incluso repugnancia para los que están a tu lado. Cura esas heridas, sánate a ti mismo alejando de tu corazón esos malos recuerdos y esos resentimientos. Son heridas, es cierto, que cuesta curar, pero donde tienes que tener paz es en tu corazón, al que tienes que sanar es tu corazón, olvida, perdona, abre una página en blanco.

Pon una nueva apertura en tu corazón, emplea a borbotones la medicina del amor, saca a flote la capacidad de ternura que aun queda en tu corazón, comienza a mirar con ojos nuevos, no te fijes tanto en las debilidades de los demás sino mírate a ti mismo y reconoce cuantas debilidades hay en ti, cuántas cosas hay que te cuestan mucho, y comienza a dar pasos de vida.

Es de lo que nos está hablando hoy Jesús en el evangelio. Nos habla del amor y de un amor que tiene que ser universal y generoso; un amor que siempre será un regalo que ofrezco, como me siento regalado cuando me aman, me siento regalado cuando descubro todo el amor que Dios me tiene a pesar de tantas debilidades e infidelidades que hay en mi. Si así nos sentimos amados de Dios ¿por qué no amar con un amor generoso también a los demás, a todos sin distinción?

Jesús nos habla de amor y de perdón, Jesús nos ama de que pongamos en nuestra oración a aquellos a los que nos cuesta amar, aquellos que quizás un día me ofendieron o me hicieron daño. No los podemos borrar de nuestro corazón, aunque esa sean la tentación que sintamos cuando por algo nos veamos defraudados. Seguro que cuando los pongamos en nuestra oración, comenzaremos poco a poco a amarlos también. Ya no será solo amar a los que me aman que eso lo hace cualquiera, ya no será el ser amigo solo de los que ya son mis amigos; nuestro círculo se va a abrir y los beneficiados somos nosotros que así nos vemos enriquecidos.


viernes, 23 de febrero de 2024

Qué bello es el corazón que saber disculpar y perdonar y de qué grandeza nos revestimos cuando tenemos la humildad de pedir perdón

 


Qué bello es el corazón que saber disculpar y perdonar y de qué grandeza nos revestimos cuando tenemos la humildad de pedir perdón

Ezequiel 18, 21-28; Salmo 129;  Mateo 5, 20-26

Parece que lo más grande o lo más aparatoso es lo que cuenta y que lo pequeño, el detalle, porque nos aparece insignificante no tiene tanta importancia, o que eso es algo que hace todo el mundo y por eso tiene menos valor, ya sea en lo bueno como en lo malo; no terminamos de caer en la cuenta de que esos pequeños detalles algunas veces se nos hacen más difíciles de realizar. Entramos en un mundo de rutinas, en los que parece que como es lo de siempre o lo que todos pueden hacer, es menos importante, pero eso que decimos rutina, nos puede convertir en seres amorfos que viven de cualquier manera, o con nuestras rutinas que se convierten en vacíos existenciales muchas veces hacemos perder humanidad y grandeza a la vida.

Hoy Jesús en el evangelio viene a prevenirnos frente a esa vida insulsa en la que podemos caer. Y tal es así que podemos dejarnos arrastrar por la superficialidad donde cubrimos con apariencias el vacío que puede haber en nuestro interior. Están claros los mandamientos del Señor, pero nos quedamos con las cosas que nos pueden parecer más fuertes y no tenemos en cuenta la delicadeza que hemos de poner en la vida en nuestras relaciones con los demás, donde la falta de delicadeza precisamente puede dañar mucho nuestro trato con los otros y la convivencia en armonía.

Recordamos fácilmente el mandamiento de ‘no matarás’, pero nos olvidamos que la falta de delicadeza en nuestras palabras, la falta de buenos detalles en nuestras relaciones enfrían y dañan nuestra relación con los demás. Y no podemos decir que estamos acostumbrados y ya no importa, que es la forma de hablar de la gente o la forma de tratarse habitualmente los unos a los otros, pero esa violencia de nuestras palabras no solo daña lo que es el amor que tendríamos que tenernos los unos a los otros  sino que implica también una falta de respeto grande a la dignidad de la otra persona.

Somos demasiado violentos en nuestras palabras, demasiados bruscos en nuestros gestos, poco delicados en los detalles y eso quieras que no va produciendo distanciamientos que luego son muy difíciles de rellenar y las fosas que se crean entre unos y otros crean un mundo en tensión. El amor tiene que ser delicado siempre, la ternura del corazón tiene que salir a relucir con facilidad, creando lazos, tendiendo puentes, creando cadenas de solidaridad y de amor, que no son ataduras sino expresiones de la más hermosa libertad.

Hoy Jesús nos insiste en la reconciliación. Importante para reanudar esos lazos de la amistad porque cuando nos abajamos hasta la altura del otro es cuando más cerca están los corazones para que pueden entrar entonces en una hermosa sintonía. Qué hermoso el ser generoso para disculpar siempre y para perdonar, y de qué valor y grandeza nos llena el corazón la humildad para reconocer nuestros errores pero también para saber pedir perdón por ellos.

Y nos viene a decir Jesús que no cabe una buena relación con Dios si no sabemos mantener una buena relación con los demás. De nada nos valen los golpes de pecho que nos demos si antes no buscamos el reencuentro y la reconciliación con los hermanos de los que nos sintamos deudores. El mejor mantel blanco para presentar nuestra ofrenda al Señor tiene que ser el de un corazón reconciliado porque ha buscado la paz con el hermano. Y en eso tenemos que ser siempre nosotros los que nos adelantemos; no podemos estar esperando a que el otro dé el primer paso, el coraje de amor de un corazón que quiere sentir el amor nos dará valentía para dar ese primer paso, sea cual sea la respuesta que podamos encontrar en el otro.

jueves, 22 de febrero de 2024

La fe, un regalo de Dios que nos eleva y que nos trasciende, que nos introduce en el misterio de Dios y que nos descubre el verdadero misterio del hombre

 


La fe, un regalo de Dios que nos eleva y que nos trasciende, que nos introduce en el misterio de Dios y que nos descubre el verdadero misterio del hombre

1Pedro 5, 1-4; Salmo 22; Mateo 16, 13-19

Para todo nos buscamos razonamientos, a todo queremos darle una explicación, queremos que todo entre dentro de nuestras razones y es así cómo queremos llegar a convencimientos que luego serán como normas o criterios para nuestra vida. Es bueno que utilicemos nuestra razón, que seamos capaces de dar razón de lo que pensamos o de lo que es el plan de nuestra vida; es el desarrollo de nuestra inteligencia y que tenemos que saber utilizar. Así se ha ido desarrollando el pensamiento del nombre, el pensamiento de la humanidad, y surgirán filosofías o ideologías, surgirán planteamientos de cómo queremos la vida y cómo queremos construir nuestra sociedad. Y entramos en diálogo con los otros y con sus maneras de ver la vida, y así también nos iremos mutuamente enriqueciendo. Ahí está el desarrollo de la persona, el desarrollo de la humanidad.

Pero hay cosas que hemos de reconocer que muchas veces nos superan, aunque parezca que eso nos pueda humillar porque no podemos llegar a comprender. En el fondo queda el misterio de la vida y el misterio de la trascendencia que le queremos dar a nuestra vida. Entramos en una órbita espiritual y podemos decir también, por qué no, sobrenatural, porque está por encima de lo que cada día caminamos; pero eso nos eleva, eleva nuestro pensamiento, le da también una trascendencia distinta a nuestra vida, y también podemos encontrar así una hondura que le pueda dar un valor y un sentido nuevo a la vida.

Estoy queriendo referirme al ámbito de la fe, donde ya no es solo los pasos que nosotros podamos dar, la profundidad que por nosotros mismos podamos darle a la vida, sino que es algo que se nos revela en nuestro corazón y a lo que hacemos el obsequio de nuestra fe, de nuestro decir sí aunque sea algo que nos supera y que va más allá. En la autosuficiencia que hemos ido adquiriendo con el desarrollo de nuestra razón, algunas veces nos cuesta aceptar ese misterio que hay en nuestra vida y que nos eleva hasta Dios. Por eso a muchos se les atraganta la fe y quieren vivir su vida apartados de esa sobrenaturalidad de nuestra existencia.

Ahí tendríamos que descubrir el regalo de Dios que es nuestra fe. Desde Dios es desde donde podemos encontrar esa dimensión, y para eso también necesitamos humildad para dejarnos conducir. Es en esa humildad, sin dejar de reconocer la grandeza de nuestra razón, de nuestra inteligencia con todo lo que podemos alcanzar, desde donde podemos abrirnos a ese misterio de Dios que se nos revela allá en lo hondo del corazón.

Me ha surgido esta reflexión desde lo que hoy he escuchado en el evangelio. Jesús les hace una doble pregunta a los discípulos más cercanos, a aquellos que siempre están con El, sobre lo que piensa la gente del  Hijo del Hombre y lo que piensan ellos. Recogen, es cierto, el sentir de las gentes que escuchan y siguen a Jesús, pero cuando tienen que mojarse con lo que ellos han descubierto será Pedro el que se adelantará a hacer una confesión de fe en Jesús.

‘Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo del Dios vivo’, es la respuesta de Pedro. ¿Desde donde Pedro ha podido llegar a esas hermosas conclusiones, a esa hermosa confesión de fe? Es cierto que todos estaban en la expectativa de la llegada del Mesías y contemplar las obras de Jesús, contemplar lo que Jesús iba suscitando en sus corazones podía despertar esas expectativas como para llegar a pensar que Jesús era algo más que un profeta, como la gente le tenía, y que realmente podía ser el Mesías. Pero Pedro de alguna manera se está adelantando a lo que un día descubrirán después de la muerte y resurrección de Jesús para confesarlo como ‘el Hijo del Dios vivo’.

Jesús alaba la confesión de Pedro, pero también le dice que si ha llegado a ello no ha sido porque eso haya nacido de sí mismo, sino porque el Padre del cielo se lo ha revelado en su corazón. Como se nos dice al principio del evangelio de san Juan, llegamos a ser hijos, no por la sangre ni por ningún amor humano, sino por el Espíritu que está en nosotros y nos hace hijos de Dios. ‘Eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos’, le dice Jesús. Pedro se había dejado conducir allá en lo  hondo de su corazón por el Espíritu Santo.

En este camino de cuaresma que estamos haciendo hoy la liturgia hace como un paréntesis para celebrar lo que se llama ‘la cátedra de san Pedro’. Es como una afirmación de nuestra pertenencia a la Iglesia, esa Iglesia que Jesús aposentó, por decirlo de alguna manera, sobre la fe de Pedro, al que le confió la misión de ser ese Maestro de la Iglesia Universal como Vicario de Cristo.

Una ocasión para hacer una reafirmación de nuestra fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia. Una ocasión, como hemos venido reflexionando, para considerar y agradecer ese regalo de la fe que tanto hemos de cuidar. Para vivir con humildad nuestra fe sintiendo que es ese don de Dios que nos trasciende y nos eleva, que nos hace mirar a lo alto pero que al tiempo va a darle una nueva profundidad a nuestra vida. Esa fe que no está reñida con nuestra razón sino que hemos de saber fundamentar debidamente para que el testimonio de nuestra fe sea luz en medio de nuestro mundo que nos eleve a la verdadera sabiduría.


miércoles, 21 de febrero de 2024

Sabemos interpretar los signos y señales de nuestras calles pero no sabemos interpretar los signos de Dios en nuestra vida que de tantas maneras se nos manifiestan

 


Sabemos interpretar los signos y señales de nuestras calles pero no sabemos interpretar los signos de Dios en nuestra vida que de tantas maneras se nos manifiestan

 Jonás 3, 1-10; Salmo 50;  Lucas 11, 29-32

En la vida casi sin darnos cuenta estamos rodeados de signos y señales que de alguna manera marcan lo que hacemos, a donde vamos, donde no podemos estar y muchas cosas así. ¿Queremos salir de un edificio? Buscamos la señal que nos indique donde está la puerta de salida; ¿queremos buscar una determinada cosa? Nos encontraremos señales que nos indiquen a donde debemos ir, donde debemos preguntar, y así muchísimas cosas más. Vamos por nuestras calles y caminos, y nos entraremos toda una serie de señales que nos dan direcciones, por donde podemos pasar o no, donde hay un peligro. Y vamos atendiendo a esas señales, y obedecemos esas señales que nos dan direcciones, prohibiciones o indicaciones de cómo debemos ir.

Pero ¿esas son las únicas señales o signos que nos vamos a encontrar en la vida? Decimos que tenemos que saber interpretar los signos de los tiempos, como aquellas cosas que podemos descubrir en la naturaleza que nos anuncian un tiempo meteorológico, o nos pueden prevenir incluso de posibles sucesos extraordinarios. Pero creo que pensando en signos de la vida, podemos o tenemos que saber descubrir mucho más. Hay cosas que nos pueden ayudar a descubrir la marcha de la humanidad, de la sociedad en la que vivimos, y por ahí andan los economistas haciéndonos anuncios de lo que nos puede devenir en el futuro, sociólogos que quieren interpretar la marcha de la sociedad, o personas visionarias que quizás unas veces de forma calamitosa, y otras con buen sentido nos hacen pensar en lo que estamos haciendo con la vida.

Pero creo que no nos podemos quedar ahí, ni perder solo en esas cosas. Como creyentes también hemos de tener como un sentido de Dios para descubrir señales que Dios pone en la vida, pone en nuestro mundo, pone en lo que sucede a nuestro alrededor y nos tendrían que hacer descubrir lo que Dios quiere de nosotros, a lo que Dios nos llama, el compromiso que como creyentes y cristianos también tendríamos que asumir en la vida.  Necesitamos tener una sintonía de Dios en nuestro corazón, necesitamos darle una visión profunda a nuestra vida desde una espiritualidad que vayamos construyendo en nuestro corazón.

No es cuestión de buscar milagros, o cosas extraordinarias. Es saber descubrir, quizás desde pequeñas cosas, ese sentido nuevo para nuestra vida. Tenemos que saber afinar, por decirlo así, las antenas del alma para poder entrar en esa sintonía de Dios que nos hablará quizás muchas veces a través de pequeñas cosas. Son esos signos, son esas señales que Dios va poniendo a nuestro lado, en cosas que nos suceden, en personas que nos acompañan, en buenas palabras que escuchamos y pueden hacernos pensar, en testimonios que contemplamos a nuestro lado en personas sencillas y de humilde corazón pero que están llenas de Dios.

Hoy escuchamos en el evangelio la queja de Jesús sobre aquella generación que no hacía sino pedir signos y milagros, pero no sabían sin embargo descubrir el milagro de Dios, el signo de Dios que en Jesús tenían delante de ellos. Jesús les recuerda que los ninivitas supieron comprender el signo de Jonás que apareció predicando en medio de ellos y le escucharon y se pusieron en camino de conversión. Les recuerda aquella reina del Sur que desde lejos vino para conocer a Salomón por su sabiduría, pero ahora les dice que hay alguien delante de ellos que es mucho más que Salomón. Y Jesús les viene a decir que no hay más signo que el Hijo del Hombre, no hay más signo para ellos que Jesús mismo.

¿Estaremos pidiendo también nosotros milagros y cosas extraordinarias en nuestro tiempo? Bien sabemos que somos muy crédulos y somos capaces de ir de aquí  para allá porque nos dicen que aquel lugar es muy milagroso, que allí están sucediendo cosas extraordinarias, milagros y curaciones, pero no sabemos descubrir el signo de Dios que tenemos delante de los ojos, no sabemos apreciar todo lo que en la Iglesia podemos recibir, no sabemos apreciar la riqueza de la Palabra de Dios que cada día se nos ofrece, no sabemos apreciar la riqueza de gracia que son los Sacramentos donde Dios mismo se hace presente en nuestra vida.

Pero como decíamos, descubramos con ojos de fe esos signos sencillos pero maravillosos que de mil maneras Dios va poniendo en nuestro camino. Sepamos entrar en esa sintonía de Dios y dejémonos conducir por su Espíritu que de tantas maneras llega a nuestra vida. Sabemos interpretar los signos y señales de nuestras calles pero no sabemos interpretar los signos de Dios en nuestra vida.

martes, 20 de febrero de 2024

Nuestra oración, como nos enseñó Jesús, no puede ser otra cosa que disfrutar de la presencia y del amor de Dios que es nuestro Padre y nos ama

 


Nuestra oración, como nos enseñó Jesús, no puede ser otra cosa que disfrutar de la presencia y del amor de Dios que es nuestro Padre y nos ama

Isaías 55, 10-11; Salmo 33; Mateo 6, 7-15

Voy a comenzar preguntándonos, preguntándome para qué rezamos, por qué rezamos. Son tantas las necesidades, decimos, son tantas las cosas por las que tendríamos que pedir, y pensamos en nuestra salud, pensamos en la familia y en los amigos, pensamos en los problemas que tenemos, pensamos en el mundo en que vivimos donde vemos tantas cosas que no nos gustan y que quisiéramos que fueran mejor… y así seguimos haciéndonos una lista muy grande de las cosas por las que tenemos que rezar. Todo es pedir. Como si fuéramos al despacho de alguien muy poderoso en cuya mano está la solución de todas las cosas y llevamos nuestra instancia de peticiones.

¿Nos fijamos en que solo estamos pensando en pedir? Quizás nos ponemos un poco más espirituales y pedimos para que seamos buenos, o pedimos por la paz, o pedimos por aquellos que vemos en conflicto a nuestro lado para que las cosas se solucionen… y seguimos pidiendo y pidiendo.

Sí, ya sé que Jesús nos dice en el evangelio que pidamos y recibiremos, que llamemos y que se nos abrirá, que busquemos y que encontraremos, y nos insiste mucho en la constancia y perseverancia en nuestras peticiones, en nuestras oraciones.

Pero quería recoger algo que ahora mismo he recordado; nos decía que llamemos y se nos abrirá. ¿Para qué tocamos en una puerta y llamamos? ¿Porque queremos entrar y queremos estar? He aquí un aspecto muy importante de nuestra oración y que algunas veces olvidamos. Vamos a visitar a nuestra madre o a nuestro padre cuando ya nos hemos independizado y vivimos por nuestras propias casas y en nuestra propias cosas, porque queremos estar con ellos; y muchas veces simplemente es estar allí, en aquella casa que fue nuestra casa, allí donde están nuestros padres y nos sentamos a su lado, y hablamos y contamos como habrá momentos en que solo disfrutamos con el hecho de estar allí, de estar con ellos.

¿No tendría que ser algo así también nuestra oración? Estar, estar con el Señor que nos ama, que sabemos que nos ama, disfrutar de su presencia aunque estemos en silencio. ¿Nos habremos fijado bien en la manera de orar que Jesús nos enseño y que hoy nos trae el evangelio? Algunas veces porque nos la sabemos de memoria y la repetimos ya pensamos que tenemos hecha toda nuestra oración. Pero no lo hemos saboreado. Necesitamos saborear nuestra oración que es encuentro, que es estar en la presencia del Padre Dios que nos ama.

Lo que nos ha enseñado Jesús es como un saludo disfrutando de su amor cuando lo llamamos Padre pero para sentirnos a gusto estando con El, saboreando el encuentro porque estando con El nos sentimos llenos de su Espíritu. Estando con El nos sentimos santificados porque nos sentimos amados, estando con El nos gozamos porque queremos ser fieles y leales gozándonos en lo que El nos dice que tenemos que hacer, su voluntad, su reino que queremos vivir, que queremos realizar en nuestra vida.

Y para eso no hace falta decir muchas palabras, sino saborear mucho en el corazón. Estamos con El y nos gozamos de su presencia, hacemos silencio porque el amor se siente en silencio en el corazón.  ¿No te habrá sucedido alguna vez que llegaste a ese momento de oración y aunque te parecía que tenías tantas cosas que decir o que pedir, sin embargo te quedaste como transpuesto en silencio sin saber qué hacer o qué decir? Eso es oración.  Eso es hermosa oración.

Fijémonos que en la forma en que Jesús nos enseñó a orar, lo que hoy escuchamos en el evangelio, pocas son las cosas que pedimos y que vendrán en un segundo momento después de que hemos saboreado esa presencia del Señor. Es lo que luego surgirá de forma espontánea quizá porque nos sentimos en las manos providentes de Dios Padre. Y contamos, sí, con nuestras necesidades, el pan de cada día, y pedimos perdón y nos damos cuenta de que generosamente también nosotros tenemos que ofrecer perdón, y nos queremos ver liberados con la fuerza y la gracia del Señor de todo mal y de toda tentación. Pero es como una conclusión de todo aquello que antes habíamos disfrutado en la presencia del Señor. Después de estar así con el Señor tenemos la seguridad de que todo eso que necesitamos y mucho más nos va a dar Dios.

Para qué oramos, por qué rezamos, nos preguntábamos. Porque queremos entrar y estar, porque queremos disfrutar de la presencia y del amor de Dios.

lunes, 19 de febrero de 2024

Una nueva pauta, una nueva medida, un nuevo estilo y sentido porque estaremos haciendo vibrar la fibra del amor llenándonos de unos sentimientos para todos

 


Una nueva pauta, una nueva medida, un nuevo estilo y sentido porque estaremos haciendo vibrar la fibra del amor llenándonos de unos sentimientos para todos

Levítico 19, 1-2. 11-18; Salmo 18; Mateo 25, 31-46

No siempre vemos las cosas de la misma manera, ni aunque tengamos delante de los ojos las mismas cosas no todos lo vemos de la misma manera, por medio pueden estar muchas cosas, desde las perspectivas desde donde lo veamos, la cercanía o la lejanía en que estemos, el estado de ánimo en que nos encontremos, o el cristal que tengamos delante de los ojos.

Variemos la perspectiva, más allá o más acá, desde un ángulo o desde otro, acerquémonos para ver los detalles, quedémonos en la distancia, o mirémoslo en su conjunto, limpiemos o no el cristal de nuestras lentes y estaremos viendo las cosas de distinta manera. Hagamos vibrar las fibras de nuestro corazón, o desprendámonos de  aquellas cosas que nos crean disonancias y comenzaremos a sentir de manera distinta. Es lo que nos está enseñando hoy Jesús.

¿Cómo miramos al que está a nuestro lado? ¿Por qué con unos nos sonreímos y sacamos la mejor expresión de nuestro rostro y pronto la conversación se hace amena y agradable, mientras que con otros nos mostramos adustos y ni a la fuerza somos capaces de sacar una sonrisa, y lo más que saldrá de nuestros labios son monosílabos entrecortados? Lo que decíamos, ¿cómo miramos al que está a nuestro lado?

No se trata solo de lo que no debemos hacer, en nombre del respeto que deberíamos tener a toda persona, simplemente por eso, por su dignidad que respetamos, sino lo que tendríamos que ser capaces de hacer cuando tenemos el corazón caldeado con el amor. Quizás solo desde el respeto evitaremos hacerle daño pero nuestras relaciones son frías y pueden quedarse en la distancia porque la fibra que tendría que vibrar no la hemos afinado lo suficiente desde el amor; es por donde tenemos que ir.

Si el que está a tu lado lo sientes como amigo seguro que esa fibra vibrará de una forma distinta; si aquel que está lejos, aunque no lo veamos claramente a causa de la distancia sabemos que es el amigo que viene a nosotros para con nosotros compartir el más pequeño detalle nos será reconocible y en la esperanza del encuentro nuestro corazón comenzará a destilar nuevos y bonitos sentimientos. Nadie será ya indiferente para mi vida.

Hoy Jesús en el evangelio, cuando está hablándoles a los discípulos, aquellos que siempre estaban con El y que incluso estaban dispuestos a todo por Jesús porque lo amaban, para decirles que su amor tiene que tener una cobertura más universal les dice que todo lo que le hagan a los demás es como si se lo estuvieran haciendo a El a quien tanto amaban. Les está haciendo cambiar la perspectiva de la mirada que han de tener con los demás, han de tener con todos. Si en el otro están viendo a Jesús estarán viendo a quien tanto les ama, y de ese amor de Jesús ellos se sienten bien seguros, y entonces como si dieran respuesta a ese amor de Jesús han de amar a los demás.

En el otro ya no vemos, no podemos estar mirando desde esas categorías humanas con las que nos catalogamos, con las que nos hacemos nuestros distingos y nuestras separaciones, en el otro estaremos viendo a Jesús, que nos llama amigos porque nos ama, que nos hace sentirnos hermanos porque comenzamos a ser una nueva familia, que nos hace vernos a nosotros mismos también de una forma distinta porque nos dice que somos hijos de Dios porque somos amados de Dios.

Otra es entonces la pauta, la medida, el estilo, el sentido que le damos al amor a los demás. Y lo que le pasa a los demás lo sentimos ya incluso como si nos pasara a nosotros mismos porque entramos en otras ondas de solidaridad.


domingo, 18 de febrero de 2024

Emprendamos camino de desierto en la cuaresma, busquemos y dejémonos envolver por el silencio, encontremos momentos de interiorización, entremos en la sintonía de Dios

 


Emprendamos camino de desierto en la cuaresma, busquemos y dejémonos envolver por el silencio, encontremos momentos de interiorización, entremos en la sintonía de Dios

Génesis 9, 8-15; Salmo 24; 1 Pedro 3,18-22; Marcos 1, 12-15

Muchos ‘arcoiris’ necesitamos que se levanten sobre nuestras cabezas en el camino de la vida y en el mundo de hoy. Esa señal luminosa que se forma sobre el horizonte como predicción de fecundas lluvias para nuestros campos, como anuncio de tormentas borrascosas que se alejan de nuestro entorno; una luminosidad llena de colorido cuya aparición siempre se convierte en anuncio gozoso al que quisiéramos alcanzar como un deseo de esa misma armonía que aparece en sus colores pero que tendría que llenar nuestros corazones.

¿Será algo que hoy necesitamos? Tentados nos sentimos demasiado en el mundo que vivimos a rupturas y desencuentros, porque son demasiados los tintes negros que nos rodean en la misma situación de nuestro mundo, muchos desencantos vamos sufriendo en la vida tanto en nuestras mutuas relaciones, como en esa espiral de tensión y de violencia que cada día parece que nos envuelve más.

Sentimos inquietud en nuestro corazón; desearíamos que esos no fueran los derroteros por los que circule nuestra vida; queremos hacer algo desde nuestra voluntad y algunas veces nos sentimos impotentes; muchos con su vida loca e insensata parece que nos están gritando que dejemos a un lado esas preocupaciones y que vivamos la vida que total son dos días; algunas veces parece que queremos meternos también en esa riada de la vida queriendo aprovecharnos de todo, buscando placeres o buscando poderes, dejándonos influenciar por las vanidades de la vida, o por ese estilo de vida de los viven despreocupados por todo y que nos parecen más felices. ¿Qué hacer? ¿Nos dejamos arrastrar por esa vorágine de la vida que contemplamos a nuestro lado o buscamos que nos dé otro sentido y otra profundidad a la vida?

Necesitamos detenernos en esa loca carrera; necesitamos un tiempo que nos haga encontrarnos con algo distinto a lo que nos está ofreciendo la locura del mundo; necesitamos mirarnos a lo más profundo de nosotros mismos, pero también elevar nuestra vida bien a lo alto, más allá de las estrellas para encontrar lo que eleve nuestra vida y lo que nos de otra trascendencia. Necesitamos quizás irnos al desierto, hacer desierto y hacer silencio, porque hay sonidos de los que en medio de esos ruidos no podemos disfrutar.

En este primer domingo de cuaresma, mientras en el ambiente externo se sigue con un ruido ensordecedor – en nuestra tierra sigue y seguirá sonando el bullicio de los carnavales – el evangelio sin embargo nos habla de desierto. Se nos puede hacer difícil escuchar esta Palabra. Pero es una Palabra que de parte de Dios quiere llegar a nuestro corazón y a nuestra vida. El evangelio nos dice que ‘el Espíritu empujó a Jesús al desierto y se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás, vivía con las fieras y los ángeles le servían’.

¿Tendremos que sentir eso mismo en el hoy de nuestra vida? El Espíritu también quiere guiarnos, también quiere hoy conducirnos al desierto, pero no sé si nos dejaremos guiar, nos dejaremos conducir. ¿Acaso le tendremos miedo al desierto? ¿Acaso le tendremos miedo al silencio que allí vamos a encontrar? ¿Acaso no es que estaremos viviendo lo mismo porque también nosotros vivimos entre tentaciones de muchas cosas que nos quieren arrastrar? ¿En qué mundo vivimos? ‘Vivía con las fieras’ decía el evangelio de Jesús en el desierto. ¿Y nosotros? ¿No recordamos lo que antes decíamos de ese mundo que nos envuelve?

‘Los ángeles le servían’, dice el evangelista. ¿No habrá también un ángel del Señor que nos sirve, que nos inspira, que nos acompaña, con el que sentimos que no nos falta la fuerza del Señor? ¿No llegaremos a descubrir esa luz nueva que nos ilumina y esa fuerza que nos alimenta?

Emprendamos este camino de desierto, este camino de Cuaresma que hemos iniciado el pasado miércoles de ceniza. Dejémonos envolver por ese silencio, busquemos ese silencio, encontremos esos momentos de interiorización, entremos en la sintonía de Dios para escucharle, para escuchar su Palabra que sea nuestro alimento y nuestra vida, que sea esa luz que necesitamos. Es ese ‘arcoiris’ anuncio de algo nuevo, prefiguración de victoria, senda de armonía y de paz. Lo anunciaba el Señor a Noé después del Diluvio porque era anuncio de que el amor de Dios no nos faltaría nunca, porque nunca Dios quiere la muerte sino la vida. Ese ‘arcoiris’ que veremos brillar sobre la cruz del calvario porque nos llega la luz de la Pascua. Es para lo que ahora en la cuaresma nos vamos preparando, es el camino que queremos ir haciendo.

Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio’. Es la Buena Noticia que seguimos escuchando, es el Evangelio que con el testimonio de nuestra vida nosotros tendremos también que anunciar.