jueves, 22 de febrero de 2024

La fe, un regalo de Dios que nos eleva y que nos trasciende, que nos introduce en el misterio de Dios y que nos descubre el verdadero misterio del hombre

 


La fe, un regalo de Dios que nos eleva y que nos trasciende, que nos introduce en el misterio de Dios y que nos descubre el verdadero misterio del hombre

1Pedro 5, 1-4; Salmo 22; Mateo 16, 13-19

Para todo nos buscamos razonamientos, a todo queremos darle una explicación, queremos que todo entre dentro de nuestras razones y es así cómo queremos llegar a convencimientos que luego serán como normas o criterios para nuestra vida. Es bueno que utilicemos nuestra razón, que seamos capaces de dar razón de lo que pensamos o de lo que es el plan de nuestra vida; es el desarrollo de nuestra inteligencia y que tenemos que saber utilizar. Así se ha ido desarrollando el pensamiento del nombre, el pensamiento de la humanidad, y surgirán filosofías o ideologías, surgirán planteamientos de cómo queremos la vida y cómo queremos construir nuestra sociedad. Y entramos en diálogo con los otros y con sus maneras de ver la vida, y así también nos iremos mutuamente enriqueciendo. Ahí está el desarrollo de la persona, el desarrollo de la humanidad.

Pero hay cosas que hemos de reconocer que muchas veces nos superan, aunque parezca que eso nos pueda humillar porque no podemos llegar a comprender. En el fondo queda el misterio de la vida y el misterio de la trascendencia que le queremos dar a nuestra vida. Entramos en una órbita espiritual y podemos decir también, por qué no, sobrenatural, porque está por encima de lo que cada día caminamos; pero eso nos eleva, eleva nuestro pensamiento, le da también una trascendencia distinta a nuestra vida, y también podemos encontrar así una hondura que le pueda dar un valor y un sentido nuevo a la vida.

Estoy queriendo referirme al ámbito de la fe, donde ya no es solo los pasos que nosotros podamos dar, la profundidad que por nosotros mismos podamos darle a la vida, sino que es algo que se nos revela en nuestro corazón y a lo que hacemos el obsequio de nuestra fe, de nuestro decir sí aunque sea algo que nos supera y que va más allá. En la autosuficiencia que hemos ido adquiriendo con el desarrollo de nuestra razón, algunas veces nos cuesta aceptar ese misterio que hay en nuestra vida y que nos eleva hasta Dios. Por eso a muchos se les atraganta la fe y quieren vivir su vida apartados de esa sobrenaturalidad de nuestra existencia.

Ahí tendríamos que descubrir el regalo de Dios que es nuestra fe. Desde Dios es desde donde podemos encontrar esa dimensión, y para eso también necesitamos humildad para dejarnos conducir. Es en esa humildad, sin dejar de reconocer la grandeza de nuestra razón, de nuestra inteligencia con todo lo que podemos alcanzar, desde donde podemos abrirnos a ese misterio de Dios que se nos revela allá en lo hondo del corazón.

Me ha surgido esta reflexión desde lo que hoy he escuchado en el evangelio. Jesús les hace una doble pregunta a los discípulos más cercanos, a aquellos que siempre están con El, sobre lo que piensa la gente del  Hijo del Hombre y lo que piensan ellos. Recogen, es cierto, el sentir de las gentes que escuchan y siguen a Jesús, pero cuando tienen que mojarse con lo que ellos han descubierto será Pedro el que se adelantará a hacer una confesión de fe en Jesús.

‘Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo del Dios vivo’, es la respuesta de Pedro. ¿Desde donde Pedro ha podido llegar a esas hermosas conclusiones, a esa hermosa confesión de fe? Es cierto que todos estaban en la expectativa de la llegada del Mesías y contemplar las obras de Jesús, contemplar lo que Jesús iba suscitando en sus corazones podía despertar esas expectativas como para llegar a pensar que Jesús era algo más que un profeta, como la gente le tenía, y que realmente podía ser el Mesías. Pero Pedro de alguna manera se está adelantando a lo que un día descubrirán después de la muerte y resurrección de Jesús para confesarlo como ‘el Hijo del Dios vivo’.

Jesús alaba la confesión de Pedro, pero también le dice que si ha llegado a ello no ha sido porque eso haya nacido de sí mismo, sino porque el Padre del cielo se lo ha revelado en su corazón. Como se nos dice al principio del evangelio de san Juan, llegamos a ser hijos, no por la sangre ni por ningún amor humano, sino por el Espíritu que está en nosotros y nos hace hijos de Dios. ‘Eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos’, le dice Jesús. Pedro se había dejado conducir allá en lo  hondo de su corazón por el Espíritu Santo.

En este camino de cuaresma que estamos haciendo hoy la liturgia hace como un paréntesis para celebrar lo que se llama ‘la cátedra de san Pedro’. Es como una afirmación de nuestra pertenencia a la Iglesia, esa Iglesia que Jesús aposentó, por decirlo de alguna manera, sobre la fe de Pedro, al que le confió la misión de ser ese Maestro de la Iglesia Universal como Vicario de Cristo.

Una ocasión para hacer una reafirmación de nuestra fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia. Una ocasión, como hemos venido reflexionando, para considerar y agradecer ese regalo de la fe que tanto hemos de cuidar. Para vivir con humildad nuestra fe sintiendo que es ese don de Dios que nos trasciende y nos eleva, que nos hace mirar a lo alto pero que al tiempo va a darle una nueva profundidad a nuestra vida. Esa fe que no está reñida con nuestra razón sino que hemos de saber fundamentar debidamente para que el testimonio de nuestra fe sea luz en medio de nuestro mundo que nos eleve a la verdadera sabiduría.


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