sábado, 24 de agosto de 2019

La rectitud de la vida y la bondad del corazón un buen caldo de cultivo para encontrar el camino del Reino de Dios, que nos abre a lo trascendente, al misterio de Dios


La rectitud de la vida y la bondad del corazón un buen caldo de cultivo para encontrar el camino del Reino de Dios, que nos abre a lo trascendente, al misterio de Dios

Apocalipsis 21,9b-14; Sal 144; Juan 1,45-51
‘Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño’. Fue el saludo y la alabanza de Jesús a Natanael cuando le fue presentado. ¿Podríamos nosotros recibir también esa alabanza de quienes nos conocen? Creo que poder decir eso de una persona es algo maravilloso porque estamos hablando de la rectitud de una vida, de la bondad del corazón, de la madurez de sus sentimientos, de la autenticidad y sinceridad con que se vive. Ojalá pudiéramos ir dando esas bendiciones a todos cuantos encontramos en el camino de la vida.
Pero lo triste de la vida es que encontramos demasiadas sombras a nuestro alrededor y que nos pueden contagiar. Hipocresías, vanidades, orgullos destructores de la propia vida y de la de los demás, recelos y envidias que nos corroen por dentro y rompen la armonía y belleza de una amistad, corazones enfermos que se hacen insolidarios e injustos con los demás, exigencias cuando no somos capaces de exigirnos a nosotros mismos. El mundo necesita de una luz; nosotros necesitamos de una luz; no podemos permitir que esas sombras nublen nuestra vida y la visión de las cosas.
Hoy estamos celebrando a san Bartolomé, el Natanael del que nos habla el evangelio de Juan. Como hemos visto que mereció de entrada esa alabanza de Jesús por la rectitud de su vida. ‘En quien no hay engaño’, que le decía Jesús. Fue Felipe el que le habló de Jesús y ante las reticencias de Natanael, por aquello de los pueblos vecinos con sus luchas, Felipe insiste en que venga a conocer a Jesús. Pero se siente sorprendido por las palabras de Jesús. ‘¿De qué me conoces?’ le pregunta. ‘Cuando estabas debajo de la higuera…’ es la respuesta.
Fue suficiente para sentirse cautivado por Jesús. De tal modo que salta la chispa de la fe en su corazón para hacer un reconocimiento de Jesús muy hermoso. Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel’. Pero Jesús le anuncia que aun le queda por ver muchas cosas grandes. ‘¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores. Y le añadió: Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre’.
No quiero extenderme en muchos comentarios a que daría pie este breve texto del evangelio, pero sí quiero hacerme una consideración. La rectitud de la vida y la bondad del corazón son buen caldo de cultivo para encontrar el camino del Reino de Dios; un camino que nos lleva a una profundidad de la vida, pero que nos abre a lo trascendente, nos abre al misterio de Dios, porque solo en Dios es donde vamos a encontrar plenitud, en donde podremos vivir eso bueno que llevamos en el corazón pero sin sombras.
No es fácil muchas veces con tantas sombras que nos rodean y que podrían contagiarnos esa oscuridad. La fe nos va a dar esa fortaleza que necesitamos para mantener esa rectitud de nuestra vida y ese buen corazón y no dejarnos arrastrar por tantas insinuaciones que recibimos de nuestro entorno, de la misma manera que esa rectitud por la que luchamos y queremos mantener nos ayudará a buscar a Dios y su gracia.
Dejémonos sorprender por esa bondad de Dios que nos sale al encuentro y que a pesar de las sombras del mundo sin embargo podemos ver reflejada en tantos en nuestro entorno. Y es que los buenos ojos con que nosotros queremos mirar nos harán descubrir esa bondad de los demás, nos estarán abriendo a ese encuentro con los otros y en consecuencia a ese encuentro con Dios.

viernes, 23 de agosto de 2019

Tendríamos que preguntarnos cuánto es el amor que le tenemos a Dios viendo con qué amor amamos nosotros al prójimo


Tendríamos que preguntarnos cuánto es el amor que le tenemos a Dios viendo con qué amor amamos nosotros al prójimo

Rut 1,1.3-6 14b-16.22; Sal 145; Mateo 22,34-40
Me atrevería a decir que es algo que surge como espontáneo, y que me corrijan los sicólogos, pero cuando sentimos un amor grande por alguien, no solo lo valoramos y admiramos en las cualidades y cosas bellas que vemos en ella, sino que de alguna manera queremos como parecernos a esa persona y lo intentamos imitar en sus virtudes. El amor verdadero lleva a esa comunión profunda con el amado que de alguna manera nos quiere hacer uno con el, por eso queremos hacer las cosas como él y amar lo que él ama.
Por eso cuando entramos en la órbita del amor de Dios, consideramos la inmensidad de su amor, al sentirnos así amados por Dios queremos amarle de la misma manera, con ese mismo amor a pesar de nuestra limitación e imperfección. Un amor que nos hace sentir que El es el único Dios y Señor de nuestra vida, el centro y sentido de nuestra existencia, queriendo nosotros amarle como El nos ama y su amor es infinito y queriendo también nosotros amar todo lo que Dios ama.
Ese primero y principal mandamiento surge entonces desde el mismo reconocimiento de quien es Dios para mi vida cuando tanto nos ama y tendría que surgir casi como espontánea esa respuesta de amor por nuestra parte, un amor sobre todas las cosas, un amor con toda el alma y con todo el corazón, un amor con todo mi ser y con toda mi vida.
Moisés nos lo quiso dejar reflejado en un mandato por la dureza de nuestro corazón que hace que pronto olvidemos tantas veces el amor que recibimos. Así somos débiles y duros de corazón; así se nos tiene que recordar que Dios nos ama y con un amor semejante en lo que humanamente seamos capaces ya que no somos infinitos hemos de amar nosotros a Dios. Claro que el amor de Dios es infinito y nosotros somos seres limitados e imperfectos, pero en cuanto somos capaces queremos poner toda nuestra vida en el amor que hemos de tenerle a Dios.
Es lo que  hoy hemos escuchado en el evangelio. Viene un letrado queriendo poner a prueba a Jesús. La malicia que llena el corazón de los hombres y que les hace desconfiado de todo y de todos. Jesús se está manifestando con un Maestro en Israel al que todos escuchan, aunque no saben donde ha aprendido esas cosas, como un día dijeran sus convecinos de Nazaret. Pero ahora es un letrado, que parece como si sintiera que Jesús está ocupando su puesto. Hay que ponerlo a prueba. Y qué mejor que plantearle y preguntarle por lo principal, el primero de los mandamientos.
Pero Jesús responde, podíamos decir que al pie de la letra, con lo que está enseñado en la ley de Moisés y que todo buen judío aprende desde su niñez y repetirá muchas veces cada día. Pero Jesús añadirá algo más, que también está en la ley de Moisés, pero que ahora equipara al primer mandamiento.
‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas’.
 Quien ama a Dios ama también lo que Dios ama. Quien ama a Dios necesariamente tendrá que amar también al prójimo, aunque tantas veces nos cueste descubrir bien quien es nuestro prójimo. Por eso no podremos nunca separar el amor al prójimo del amor a Dios. Como decíamos al principio cuando amamos con un amor verdadero queremos parecernos con aquel a quien amamos y que sabemos cuanto nos ama. En esto tenemos que parecernos a Dios en nuestro amor a los demás, a quienes miraremos siempre como hermanos.
¿Por qué nos costará tanto? ¿Será acaso que no es tan grande el amor que le tenemos a Dios? Es fuerte este planteamiento, pero tenemos que revisarnos bien ese amor que decimos le tenemos a Dios viendo cómo es el amor que le tenemos al hermano.

jueves, 22 de agosto de 2019

Quienes no abren su corazón al amor y a la comunión verdadera no puede sentarse en la mesa de la hermandad


Quienes no abren su corazón al amor y a la comunión verdadera no puede sentarse en la mesa de la hermandad

Jueces 11.29-39ª; Sal 39; Mateo 22,1-14
‘Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir’. Así nos dice Jesús en la parábola que proponía a sus discípulos y cuantos lo escuchaban. Mal se sentiría el rey que había preparado con mimo la boda de su hijo y había invitado a los que consideraba sus amigos, pero que ahora lo dejan en la estacada. Cada uno se fue por su lado, a sus cosas o a sus disculpas, como tantas veces nosotros hacemos en muchas situaciones de la vida. Casi vamos como normal la reacción llena de ira de aquel hombre.
Jesús les está hablando de una forma concreta aunque sea con las imágenes del banquete de bodas del Reino de Dios que El estaba proclamando, pero que puede ser muy bien una referencia a toda la historia de la salvación para el pueblo judío. Ahora no aceptan a Jesús, no quieren escuchar sus palabras o las malinterpretan, no quieren entrar en la órbita del Reino de Dios que les está proclamando como tantas veces también a través de la historia habían rechazado la Palabra que Dios les ofrecía a través de los profetas.
Ellos iban a su bola, como se dice en las jergas de hoy; tenían sus intereses en quienes estaban bien situados en la sociedad de su tiempo, vivían en sus rutinas de las que no querían salir y se conformaban con un culto tantas veces vacío y sin sentido, porque realmente no implicaba sus vidas, y así tantas y tantas cosas. Jesús quería hacerles cambian su manera de ver las cosas, darle otra visión a las realidades de la vida, buscar una profundidad a cuanto hacían para que todo tuviera un sentido y un valor. Jesús les estaba ofreciendo caminos de salvación que habían de pasar por caminos de cambio y de conversión, pero ellos se sentían bien en lo que estaban y no les parecía necesitar de lo nuevo que Jesús les ofrecía. Por eso estaban rechazando el banquete de bodas, estaban rechazando el sentido nuevo del Reino de Dios que Jesús les ofrecía.
Pero aunque Jesús encuentra ese rechazo por parte de algunos, El sigue anunciando el Reino de Dios, y se va por los caminos, por las aldeas, allá en la orilla de la playa del lago o por las montañas, allí donde está la gente sencilla y humilde que son los que en verdad se sienten necesitados y abren su corazón. La invitación que Jesús hace al Reino de Dios es universal, es para todos.
Todos están invitados. Solo es necesaria una cosa. Ponerse el traje de fiesta. ¿Qué significa ese ponerse el traje de fiesta? Es la conversión del corazón; hemos de dejar atrás los harapos de nuestra miseria, de nuestro pecado, de nuestros egoísmos e insolidaridades, de nuestros orgullos y vanidades, para sentir que han de haber unas actitudes nuevas, unos nuevos comportamientos, un nuevo sentido de la vida. No podemos colarnos en ese banquete de cualquier manera sino que hemos de aceptar ese cambio del corazón que Jesús nos está pidiendo siempre, porque quienes viven encerrados en si mismos no podrán sentarse en la mesa de la hermandad, porque realmente no se sienten hermanos.
Nos puede parecer duro en el relato de la parábola ese final en que uno que había querido sentarse a la mesa sin el traje de fiesta fuera arrojado fuera. Pero ya sabemos, quienes no abren su corazón al amor y a la comunión verdadera no puede sentarse en la mesa de la hermandad. Tendría que hacernos pensar, porque tantas veces seguimos encerrados en nuestros egoísmos y en nuestros orgullos y queremos sentarnos en la mesa de la Eucaristía creando una situación que es insostenible por si misma. Es la necesaria conversión del corazón.


miércoles, 21 de agosto de 2019

Ante el regalo de Dios que nos llama en las distintas horas de la jornada de la vida y nos regala siempre su amor hemos de estar agradecidos


Ante el regalo de Dios que nos llama en las distintas horas de la jornada de la vida y nos regala siempre su amor hemos de estar agradecidos

Jueces 9,6-15; Sal 20; Mateo 20,1-16
Hay personas que parece que tienen siempre la sospecha y la desconfianza detrás de la oreja; están prontos para juzgar intenciones de la gente viendo cosas ocultas que quizá no haya, pero que seguramente es lo que llevan en su corazón y no soportan la bondad o las cosas buenas que puedan hacer los demás; como decimos están siempre con la sospecha de los intereses que pudiera haber detrás.
Cuesta tener una convivencia pacífica con personas que están siempre con la sospecha y el juicio condenatorio, incluso de aquellas cosas buenas que puedan ver en los otros; no se tiene confianza, comienzan las reservas, se crean distanciamientos y a la larga así no se puede convivir. Parece que están siempre con la vara de medir en la mano y a la larga también los hace inaguantables.
¿Por qué tienes que juzgar si yo quiero ser bueno con todos por igual? Algo así le responde el dueño de la finca de la parábola a aquel que andaba por allá murmurando y protestando. Aquel buen hombre había salido de mañana, pero lo había hecho también luego en distintas horas del día, a la plaza a buscar jornaleros para su viña. No tuvo suficiente con los conseguidos a primera hora y por eso volvió en distintas horas del día siempre encontrando gente desocupada que no había encontrado quien los llamara a trabajar. A todos los envió a trabajar en su finca. Ya a primera hora había ajustado lo que les iba a pagar y como a todos al final les pagó por igual es cuando surgen las murmuraciones y desconfianzas.
Muchas enseñanzas podemos deducir esta parábola para el camino de nuestra vida. Dios cada día nos ofrece una oportunidad con la vida misma a la que le hemos de dar un valor y un sentido con lo que hagamos y con la manera de hacerlo. Ese trabajo en el que realizamos nuestra vida no lo podemos ver como una carga pesada sino como una oportunidad de creación. En lo que hacemos vamos dejando nuestra impronta, nuestro ser; con el trabajo nos realizamos como personas y nos dignificamos; con el trabajo nos abrimos a los demás y al mundo que nos rodea porque además podríamos decir que estamos siendo como una prolongación de la obra de Dios creador que la puesto en nuestras manos para que continuemos realizando esa tarea de creación.
Ante el regalo de Dios tenemos que saber ser agradecidos. Si es regalo es gracia, no es merecido por nuestra parte sino que es don del amor que Dios nos tiene. Tenemos que descubrir esos regalos de Dios en nuestra vida que nos llegan de tantas maneras. Nos creemos tan merecedores que no somos capaces de valorar la gratuidad del amor que Dios nos tiene para que aprendamos también a responder con amor.
Con esa misma generosidad también tenemos que ir repartiendo amor, arrancando de nosotros tantas desconfianzas que como malas cizañas crecen tantas veces en nuestro corazón. Hemos de saber regalar ese fruto bueno de la amistad, de la confianza, del aprecio, de la valoración también siempre de lo bueno que vemos en los demás. Si vamos con un corazón lleno de amor sabremos descubrir también el amor y las cosas buenas de los demás y lejos de nosotros estarán los recelos y las envidias, siempre estaremos con la mano tendida ofreciendo nuestra confianza y nuestra amistad. Qué bella sería la vida si fuéramos capaces de entender y de vivirla así.

martes, 20 de agosto de 2019

Con tantas cosas que llevamos apegadas a nuestro corazón nunca podremos entender ni vivir lo que es el Reino de Dios




Con tantas cosas que llevamos apegadas a nuestro corazón nunca podremos entender ni vivir lo que es el Reino de Dios

Jueces 6,11-24ª; Sal 84; Mateo 19, 23-30
Es una apetencia que todos llevamos en nuestro interior; quizá desde el mismo instinto de supervivencia todos ansiamos tener unos bienes que nos faciliten la vida e incluso desearíamos estar sobrados de bienes para que nunca nos falta nada de lo necesario y podamos atender debidamente a los nuestros respondiendo a nuestras responsabilidades.
Podemos pensar en bienes materiales, lo que llamamos riquezas, pero al mismo tiempo va acompañado de un deseo de prestigio, de incluso poder ocupar una situación en la vida donde podamos manifestar nuestro poder o nuestras influencias; queremos tener esa aureola de influencias y prestigios porque así quizá podamos hacer que aquellas forma que tenemos de plantearnos la vida sea de alguna manera como se construya nuestra sociedad.
Deseos que pueden ser buenos en cuanto desarrollo de nuestras posibilidades y capacidades deseando esa vida mejor para nosotros y para los nuestros. Pero todo lo que significa cotas de poder, ya sea de la posesión de unas riquezas, desde esos lugares de prestigio o influencia que podamos ocupar tienen el peligro de ser un terreno muy resbaladizo, porque esas riquezas que nos pueden valer para vivir una vida digna pueden pronto convertirse en una avaricia por acaparar y por poseer cada vez más, aunque al final ni siquiera disfrutemos del beneficio de esas mismas posesiones.
Pronto nos podemos endiosar, caer por pendientes de vanidad e incluso llenarse nuestro corazón de ambiciones desmedidas y de orgullos que nos puedan llevar a quitar de en medio lo que pudiera obstaculizar esa posesión egoísta de las cosas. Al final terminamos que más que poseer nosotros las cosas, las riquezas nos poseen a nosotros creándonos apegos del corazón que terminar por encerrarlo en el egoísmo.
Terminamos poniéndonos nosotros como centro de todo porque el orgullo nos endiosará y nos creeremos llenos de poder de manera que nada ni nadie pudiera estar por encima de nosotros. Se nos cierran los ojos para ver mas allá de nosotros mismos, para descubrir un verdadero sentido de vida y para darle una autentica trascendencia a nuestra vida. No vemos más allá de lo que poseemos, endiosamos nuestro yo o terminamos convirtiendo en dioses de nuestra vida esas cosas que poseemos.
Fue el impacto que produjo en el corazón de los discípulos la escena que ayer contemplábamos. Un joven que parece venir con ansias de vida pero que ante el planteamiento que le hace Jesús da la vuelta y se marcha de nuevo a lo suyo, a sus cosas. Era rico. Y hoy escuchamos la respuesta de Jesús. Os aseguro, les dice, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios’.
Termina Jesús poniéndoles un ejemplo muy gráfico. Aquellas puertas estrechas de las ciudades que eran llamadas agujas, precisamente por lo estrechas que eran, por las que nunca podría pasar un camello que viniera con todas su cargas. Y Jesús les dice la paradoja de que le es más fácil entrar un camello cargado con sus mercancías por aquellas puertas estrechas que un rico entrar en el reino de los cielos.
Y tenemos que pensar cuales son esos apegos que nosotros tenemos en nuestra vida. Necesitamos un examen serio. Con los apegos de nuestras riquezas, de nuestros orgullos y de nuestro yo, de nuestros prestigios y aires de grandeza, de nuestros endiosamientos y de nuestras vanidades no podemos alcanzar el Reino de Dios, porque son esas cosas a las que hemos convertido en dioses de nuestra vida. Y Dios es único.
Así podemos entender el anuncio que Jesús hace del Reino de Dios, en que tenemos que reconocer de una forma hecha vida que Dios es el único Señor de nuestra vida; por eso lo llamamos Reino de Dios. Por eso desde el principio nos está pidiendo conversión, dar la vuelta a nuestra vida, desprendernos de todo eso que llevamos apegado a nuestro corazón. Al joven rico Jesús le había pedido que lo vendiera todo, lo compartiera con los pobres y así tendría un tesoro en el cielo.

lunes, 19 de agosto de 2019

Un plan de vida en el que hemos de dar pasos día a día para llegar a la meta final con desprendimiento y generosidad


Un plan de vida en el que hemos de dar pasos día a día para llegar a la meta final con desprendimiento y generosidad

Jueces 2,11-19; Sal 105; Mateo 19,16-22
En la vida a veces queremos alcanzarlo todo por así decirlo de un golpe. Queremos alcanzar una cosa, y ya. Como si todo fuera como nos sucede con las nuevas tecnologías, que tocamos un botón y automáticamente nos aparece en pantalla aquello que queríamos. Nos sucede que la tecnología algunas veces nos falla y las cosas no son tan automáticas como deseamos, y nos desesperamos en la espera, aunque solo unos cuentos segundos más.
Pero esa vida nuestra, que queremos que sea vivir de verdad y no de formas automáticas o virtuales, sabemos que las cosas llevan su curso, que hemos de tener la paciencia de ir por partes, de ir poniéndonos metas – aunque la meta final la tengamos en mente y no la olvidemos – pero metas cercanas, metas que vamos consiguiendo en el día a día. Será así como en verdad nos superamos, iremos limando esas asperezas de la vida que son nuestras debilidades y las cosas – las piedras – en las que tropezamos una y otra vez para ir superándonos y creciendo con sólidos fundamentos.
No podemos pretender un titulo universitario si previamente no hemos ido superando las enseñanzas medias que nos van capacitando para poder llegar a la profundidad de unos estudios universitarios.  Quien dice esto, hemos de pensarlo en ese día a día de nuestra vida en donde tenemos que ir dando los pasos necesarios para nuestro crecimiento humano y espiritual que dé madurez a nuestra vida. Esos pasos intermedios, esos pasos del día a día algunas veces nos resultan más costosos de lo que pensábamos, pero necesitamos darlos.
Hoy vemos en el evangelio que llega hasta Jesús un joven que está buscando el camino de una meta final. En su corazón hay inquietud y deseos de algo grande. Realmente es alguien que quiere darle trascendencia a su vida y no se contenta con metas de aquí abajo. Busca la vida eterna. Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?’ Claro que algunas veces buscamos recetas o soluciones rápidas o automáticas, como si haciendo o cumpliendo con algunas cosas buenas ya podemos conseguirlo. ¿Qué de hacer de bueno...?’ le pregunta a Jesús. Y Jesús le irá haciendo ver que hay que ir dando pasos.
La respuesta de Jesús nos señala el camino de buscar y realizar en nuestra vida lo que es la voluntad de Dios para nosotros. No es cuestión de ir haciendo cositas sin conformar nuestra vida con lo que es el plan de Dios. Un plan de Dios para nosotros que buscar siempre el bien del hombre y en consecuencia así conseguiremos la gloria del señor. No es simplemente que cumplamos con unas reglas que nos prohíben algo poniendo como limitaciones a nuestra vida, sino que sepamos buscar siempre lo que es el bien del hombre y de todo hombre porque así logramos, como decía, la gloria de Dios. No son prohibiciones así porque si, sino metas que se proponen a la vida. Todo cuanto hizo Dios lo hizo bueno y lo hizo para poner en el centro de su creación al hombre, como se nos dice ya en la primera página de la Biblia.
‘Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’ le dice Jesús y ante la insistencia del joven Jesús se los detalla. Pero aquel joven es un hombre bueno que eso ha tenido por norma en su vida desde siempre. ‘Todo eso lo he cumplido desde mi niñez’, le responde. Y es ahora cuando Jesús le pide dar un paso más. Había posibilidades en aquel corazón bueno, sin embargo veremos luego que hay unos apegos de los que es difícil desprenderse. ‘Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo’.
Fue un paso que no fue capaz de superar. Era rico. Había muchos apegos en su corazón. Se fue muy triste y Jesús se le quedó mirándolo. Llegar hasta el final estaba exigiéndole algo en lo que le iba a sangrar el corazón y ya no fue capaz. No son recetas mágicas, son plan de vida que envuelve toda nuestra vida, lo que somos y lo que tenemos. Es un plan de vida que da profundo sentido a lo que somos y a lo que tenemos. Es un plan de vida de generosidad y de amor, de desprendimiento y despego de las cosas, de búsqueda de lo que es esencial y de liberación de ataduras. Es un plan de vida que nos conduce hasta el final. Y no podemos llegar al final si no damos esos pasos intermedios.
¿Seremos nosotros capaces de ir dando esos pasos que día a día nos pide el Señor? ¿Tenemos un corazón abierto y un corazón libre de ataduras para poder correr hasta la meta? Si queremos correr hasta alcanzar una meta que nos lleve al triunfo – vida eterna – tenemos que correr sin ataduras, sin pesos muertos que nos limiten y nos resten fuerzas para poder llegar hasta el final. ¿No vemos a los corredores en el estadio?

domingo, 18 de agosto de 2019

Nos preguntamos si el anuncio del evangelio tiene la novedad de ser un fuego que prende el mundo o nos contentamos con decir solo lo que el mundo quiere escuchar


Nos preguntamos si el anuncio del evangelio tiene la novedad de ser un fuego que prende el mundo o nos contentamos con decir solo lo que el mundo quiere escuchar

Jeremías 38,4-6.8-10; Sal 39;  Hebreos 12,1-4; Lucas 12,49-53
‘¡La cosa está que arde…!’ No es el momento más oportuno para decirlo, cuando en nuestra tierra estamos pasando una tremenda ola de calor, provocando incendios uno tras otro. Pero creo que entendemos que esta expresión ahora tiene otro sentido, como solemos emplearlo habitualmente cuando vemos situaciones de conflicto y surgen las diatribas de todo tipo, cuando aparece alguien que parece que quiere poner todo patas arriba buscando reformas y cambios en leyes o en costumbres y al final parece que nadie nos entendemos. Situaciones de tensión habremos vivido en alguna ocasión, enfrentamientos por la manera de ver las cosas o por la manera de entender la solución de los problemas en cualquier comunidad humana o de cara a la misma sociedad en general. Mucho en este sentido se puede decir.
Pues algo así viene a decir Jesús hoy en el evangelio. He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!’ Estaba subiendo a Jerusalén; en el evangelio de Lucas la subida de Jesús a Jerusalén viene a ser como eje vertebral de todo su evangelio. Jesús ha ido anunciando lo que significa aquella subida. El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres.
Aunque hay momento en el evangelio que parece que todos siguen a Jesús y le aclaman vamos viendo continuamente la oposición que surge ante sus palabras y sus mensajes. Por allá andan los fariseos, los sumos sacerdotes, los escribas atentos a cuanto dice y hace Jesús. Están al acecho. Y Jesús es conciente, pero su decisión de subir a Jerusalén se mantiene. En algún momento parece que corre en esa subida, otros momentos como ahora va instruyendo a sus discípulos más cercanos sobre cuanto ha de suceder aunque ellos no terminan de entenderle. Y en ese panorama surgen las palabras que hoy escuchamos a Jesús.
Busca la paz, porque además es el príncipe de la paz y en ello se ha de manifestar el Reino de Dios anunciado, pero en torno a El va a surgir la división; será incluso entre los más cercanos, porque uno de los suyos incluso le va a entregar traicionándole. No nos extrañen las palabras de Jesús de que los mismos miembros de la familia van a estar divididos unos contra otros.
Y es que Jesús ya había sido anunciado como signo de contradicción. Recordamos al anciano Simeón allá cuando la presentación en el templo. Ante Jesús hay que decantarse. O le seguimos o no le seguimos, o estamos con El o estaremos contra El. Ya nos lo repetirá en otros momentos del evangelio. Y ya vemos como Jesús se muestra exigente con aquellos que le quieren seguir. Que no busquen honores ni lugares importantes, que no busquen poder y el estar por encima de los demás, que no piensen que todo se les va a solucionar fácilmente y estar con El es garantía de éxito.
Les dice en su subida a Jerusalén que el Hijo del Hombre va a ser entregado y va a morir, aunque al tercer día resucitará; les enseña que su camino ha de pasar por la humildad y el servicio para hacerse los últimos y los servidores de todos; les recuerda que el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza; se muestra exigente en la hora del amor y del darse por los demás compartiéndolo todo; les manifiesta que no son las riquezas ni los poderes de este mundo los que los harán grandes, sino que han de ser capaces de desprenderse de todo para compartir, vender lo que tienen para poder tener un tesoro en el cielo.
Y todo eso es como un tesoro por el que hay que darlo todo, porque el que no se niegue a si mismo para tomar su misma cruz no será digno de El. Resulta una paradoja el mensaje de Jesús. No siempre es fácil entenderlo y queremos muchas veces darle vueltas y vueltas para hacernos unas explicaciones pero el mensaje de Jesús tiene una radicalidad que no podemos dejar de lado. Por eso la presencia y la palabra de Jesús revoluciona, produce inquietud, no nos deja dormir tranquilos, no podemos ir con medias tintas ni con remiendos, se necesitan unos odres nuevos para ese vino nuevo, se necesita una vestidura nueva para ese hombre nuevo.
Prende fuego en el mundo, prende fuego en nuestros corazones. Es la fuerza con la que tenemos que anunciarla. ¿Lo estaremos haciendo así? ¿O andaremos con rebajas? Porque si no produce ese impacto en los que la escuchan o en el mundo al que la anunciamos, seguramente algo estaremos haciendo mal. Y es que el profeta siempre resulta incomodo, como escuchamos a Jeremías hoy. Tendríamos que revisarnos para ver si le damos toda la fuerza que en si misma tiene.
Es peligroso que estemos edulcorando el evangelio; es peligroso que digamos muchas cosas que son las que quiere escuchar el mundo, pero que no estemos anunciando a Jesús y su evangelio. Hay el peligro que al final no estemos anunciando a Jesús, sino quizá a nosotros mismos o solamente aquello que el mundo quiere escuchar. Y entonces ese no es el evangelio de Jesús. Por eso no produce ese impacto que nos interroga y que interroga al mundo.
Es un peligro en el que puede caer también la Iglesia hoy a pesar de todas las cosas bonitas que decimos de renovación y de nueva evangelización. Tenemos que estar muy atentos.