viernes, 23 de agosto de 2019

Tendríamos que preguntarnos cuánto es el amor que le tenemos a Dios viendo con qué amor amamos nosotros al prójimo


Tendríamos que preguntarnos cuánto es el amor que le tenemos a Dios viendo con qué amor amamos nosotros al prójimo

Rut 1,1.3-6 14b-16.22; Sal 145; Mateo 22,34-40
Me atrevería a decir que es algo que surge como espontáneo, y que me corrijan los sicólogos, pero cuando sentimos un amor grande por alguien, no solo lo valoramos y admiramos en las cualidades y cosas bellas que vemos en ella, sino que de alguna manera queremos como parecernos a esa persona y lo intentamos imitar en sus virtudes. El amor verdadero lleva a esa comunión profunda con el amado que de alguna manera nos quiere hacer uno con el, por eso queremos hacer las cosas como él y amar lo que él ama.
Por eso cuando entramos en la órbita del amor de Dios, consideramos la inmensidad de su amor, al sentirnos así amados por Dios queremos amarle de la misma manera, con ese mismo amor a pesar de nuestra limitación e imperfección. Un amor que nos hace sentir que El es el único Dios y Señor de nuestra vida, el centro y sentido de nuestra existencia, queriendo nosotros amarle como El nos ama y su amor es infinito y queriendo también nosotros amar todo lo que Dios ama.
Ese primero y principal mandamiento surge entonces desde el mismo reconocimiento de quien es Dios para mi vida cuando tanto nos ama y tendría que surgir casi como espontánea esa respuesta de amor por nuestra parte, un amor sobre todas las cosas, un amor con toda el alma y con todo el corazón, un amor con todo mi ser y con toda mi vida.
Moisés nos lo quiso dejar reflejado en un mandato por la dureza de nuestro corazón que hace que pronto olvidemos tantas veces el amor que recibimos. Así somos débiles y duros de corazón; así se nos tiene que recordar que Dios nos ama y con un amor semejante en lo que humanamente seamos capaces ya que no somos infinitos hemos de amar nosotros a Dios. Claro que el amor de Dios es infinito y nosotros somos seres limitados e imperfectos, pero en cuanto somos capaces queremos poner toda nuestra vida en el amor que hemos de tenerle a Dios.
Es lo que  hoy hemos escuchado en el evangelio. Viene un letrado queriendo poner a prueba a Jesús. La malicia que llena el corazón de los hombres y que les hace desconfiado de todo y de todos. Jesús se está manifestando con un Maestro en Israel al que todos escuchan, aunque no saben donde ha aprendido esas cosas, como un día dijeran sus convecinos de Nazaret. Pero ahora es un letrado, que parece como si sintiera que Jesús está ocupando su puesto. Hay que ponerlo a prueba. Y qué mejor que plantearle y preguntarle por lo principal, el primero de los mandamientos.
Pero Jesús responde, podíamos decir que al pie de la letra, con lo que está enseñado en la ley de Moisés y que todo buen judío aprende desde su niñez y repetirá muchas veces cada día. Pero Jesús añadirá algo más, que también está en la ley de Moisés, pero que ahora equipara al primer mandamiento.
‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas’.
 Quien ama a Dios ama también lo que Dios ama. Quien ama a Dios necesariamente tendrá que amar también al prójimo, aunque tantas veces nos cueste descubrir bien quien es nuestro prójimo. Por eso no podremos nunca separar el amor al prójimo del amor a Dios. Como decíamos al principio cuando amamos con un amor verdadero queremos parecernos con aquel a quien amamos y que sabemos cuanto nos ama. En esto tenemos que parecernos a Dios en nuestro amor a los demás, a quienes miraremos siempre como hermanos.
¿Por qué nos costará tanto? ¿Será acaso que no es tan grande el amor que le tenemos a Dios? Es fuerte este planteamiento, pero tenemos que revisarnos bien ese amor que decimos le tenemos a Dios viendo cómo es el amor que le tenemos al hermano.

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