sábado, 18 de agosto de 2018

No rompamos el candor de ese mundo feliz de los niños sino más bien aprendamos a ser como ellos que incluso con sus juegos están construyendo un mundo feliz



No rompamos el candor de ese mundo feliz de los niños sino más bien aprendamos a ser como ellos que incluso con sus juegos están construyendo un mundo feliz

 Ezequiel 18,1-10.13b.30-32; Sal 50; Mateo 19,13-15

Creo que todos nos sentimos cautivados por la ternura de un niño pequeño. Su inocencia, su mirada limpia de toda malicia, la sonrisa que se escapa de sus ojos, sus gestos sencillos y nunca calculados, su prontitud para responder al cariño que te le ofreces que él te devuelve multiplicado en generosidad, sus preguntas inocentes que nos llegan al alma porque simplemente quiere conocer, saber por qué, su disponibilidad siempre pronta para agradarte son algunos de esos gestos que nos cautivan y que nos llenan el alma porque con su ternura se adueña de nuestro corazón.
Qué lastima que la vida pronto lo vaya maleando y no se mantenga siempre esa inocencia en su mirada, porque nuestras respuestas y actitudes comienzan a encerrarlo en si mismo; es el mal ejemplo que le damos en un mundo que ellos quisieran siempre feliz, pero que descubren en nosotros esas malicias que nos rompen y nos enfrentan, que le hacen perder el brillo de su mirada porque pronto con nuestras actitudes les enseñamos a ser egoístas y ambiciosos. No rompamos el candor de ese mundo feliz de los niños sino más bien aprendamos nosotros a ser como ellos que incluso con sus juegos inocentes están construyendo un mundo feliz.
Es por lo que nos dice hoy Jesús en el evangelio que los que somos como niños podremos entender bien lo que es el Reino de Dios que el nos viene a anunciar y construir.
Las madres les habían llevado a sus hijos a Jesús para que los bendijese. Con sus juegos inocentes pronto se adueñarían de la escena, porque Jesús a quienes prestaba atención era a aquellos niños que le rodeaban. Pronto aparecerán por allí los discípulos muy celosos de la tranquilidad de Jesús sin llegar a comprender lo que Jesús estaba disfrutando de la presencia de aquellos niños. En ellos estaba viendo las características del Reino de Dios que anunciaba, un mundo donde en verdad todos fuéramos felices. 
Pero siempre aparecerá quien nos viene a agriar los mejores momentos; allí están los que no saben apreciar las cosas pequeñas y sencillas, sino que piensan que todo tiene que ser a lo grande, por eso no aprenderán a valorar a los que son pequeños en la vida que no solo son los niños, a los niños tampoco los valorarán. Les molesta lo pequeño y lo sencillo porque esos gestos quizá les están denunciando que con sus ambiciones grandiosas y llenas de orgullo no podrán nunca ser felices de verdad. Aquello que nos habla claramente nos molesta y lo queremos quitar de en medio.
‘No le impidáis a los niños que se acerquen a mi’, les dirá Jesús corrigiendo aquellos celosos ímpetus de sus discípulos. Os he hablado del Reino de Dios, un día en la montaña os llamé dichosos y felices no por poseer muchas cosas, sino que en vuestra pequeñez, con las pequeñas cosas, si ponéis ternura en el corazón, si quitáis toda malicia de vuestros sentimientos, si os manifestáis sencillos y cercanos, como lo hacen estos niños, podréis entender todo lo que os he dicho del Reino de Dios. Aquí tenéis la muestra de la felicidad que os ofrezco que llenará plenamente vuestro corazón. Tenéis que haceros como niños, tenéis que saber acoger y valorar a un niño y las cosas de los niños, así podréis poseer de verdad el Reino de Dios.
Ojalá nos hiciéramos de nuevo niños con nuestra ternura, en la sencillez de nuestras vidas, en la rectitud y limpieza de nuestro corazón del que desterramos toda malicia, en el saborear aquellas cosas que nos parece tienen poco valor pero que están muy llenas de amor, en esa cercanía que nos hace acoger a todos sin poner ninguna traba ni distinción, en el saber estar con todos valorando todo lo bueno que con ellos podemos disfrutar. Qué distinta seria nuestra vida, qué distinto sería nuestro mundo, qué felices seríamos todos.

viernes, 17 de agosto de 2018

El espíritu del evangelio nos tiene que llevar a la comprensión y el respeto también de aquellos a quienes les cuesta alcanzar la meta del ideal cristiano



El espíritu del evangelio nos tiene que llevar a la comprensión y el respeto también de aquellos a quienes les cuesta alcanzar la meta del ideal cristiano

Ezequiel 16, 1-15.60.63; Sal. Is 12, 2-3.4bcd.5-6; Mateo 19, 3-12

La meta del ideal cristiano ha de estar siempre presente en nuestra vida, y por ella hemos de luchar, esforzarnos, tratar de superarnos en nuestras debilidades y dificultades de cada día, y nunca podemos perderla de vista. Es cierto que somos débiles y además tenemos tendencias por todos lados que nos arrastran y hacen que nos cueste más alcanzar ese ideal. Pero con nuestras limitaciones y debilidades tenemos que seguir caminando, poniendo toda nuestra buena voluntad, todo nuestro esfuerzo.
Somos un pueblo de santos, porque ese es nuestro ideal y en el bautismo hemos sido consagrados para ello, pero al mismo tiempo reconocemos que somos un pueblo de pecadores e individualmente cada uno cada día se siente pecador porque a pesar de que se esfuerza sin embargo tropieza y cae muchas veces alejándose de aquel ideal de santidad.
Malo sería, sin embargo, que aun siendo como somos, nos creyéramos tan santos que comenzáramos a despreciar a los demás, porque no vemos en ellos la santidad a la que aspiramos y que tendría que ser el ideal de cada cristiano. No podemos dejarnos arrastrar por esa soberbia, no puede haber nunca desprecio hacia nadie en nuestro corazón, siempre tenemos que ser comprensivos y misericordiosos porque nosotros los primeros nos sentimos pecadores.
Algunas veces nosotros mismos, y podemos verlo incluso hasta en nuestra iglesia en quienes tendrían que ser para nosotros verdaderos signos de misericordia, somos intransigentes con los demás y no le perdonamos la mínima en ninguna cosa. Creo que eso esta muy lejos del espíritu del evangelio. Ahí está nuestro ideal por el que luchamos, pero somos conscientes que no siempre podemos llegar a ese ideal porque pueden ser muchas las cosas que nos cerquen y nos lo hagan costoso.
Hoy en el evangelio se nos plantea lo que es el ideal cristiano del matrimonio. Algo que Jesús nos dejará bien sentado y muy claramente y creo que todos bien conocemos de su unidad y de su indisolubilidad. Pero ya en el evangelio, desde la practica de la vida de las dificultades que Vivian los propios judíos, aparece la debilidad en la consecución de tan hermoso ideal. Ya Moisés en determinadas circunstancias, por vuestra terquedad les dice Jesús, ha permitido la separación de quienes no podían vivir en aquella unión.
Son las dificultades que se siguen viviendo hoy con muchas y diferentes circunstancias a lo que contribuye no pocas veces la superficialidad con que vivimos la vida sin tomarnos bien en serio las cosas. Personas, por otra parte, con muy buena voluntad y para quienes esa ruptura muchas veces produce una ruptura interior acompañada de muchos dramas interiores, que no siempre se ven.
No es que nos acostumbremos a esas cosas pero sin perder lo que es nuestro ideal de vida cristiana también en el matrimonio tendríamos que ser muy comprensivos y actuar con mucho respeto con los sufrimientos y dramas que viven en este aspecto muchas personas a nuestro lado. ¿Lo habremos hecho siempre así? ¿Se habrá manifestado esa misericordia de la Iglesia con tantas personas que sufren en estos aspectos y circunstancias?
Creo que nos hace falta una buena dosis de misericordia en nuestros corazones que nos lleven a esa comprensión y a ese respeto, para saber caminar al lado de quienes sufren tales dramas. No es buscar soluciones fáciles, pero sí es saber caminar a su lado ofreciendo el brazo y corazón de nuestro apoyo, para hacerles presente siempre a todos esa bondad y esa misericordia del Señor. No somos perfectos, pero eso no nos tiene que alejar de la presencia del Señor porque es cuando más lo necesitamos.

jueves, 16 de agosto de 2018

La experiencia gozosa de los que se sienten amados y perdonados por la misericordia de Jesús comenzaran a vivir las nuevas actitudes y valores del amor y del perdón


La experiencia gozosa de los que se sienten amados y perdonados por la misericordia de Jesús comenzarán a vivir las nuevas actitudes y valores del amor y del perdón

Ezequiel 12,1-12; Sal 77; Mateo 18,21–19,1

Todos tenemos en nuestro interior alguna cicatriz, alguna pequeña herida que nos ha costado curar y que de vez en cuando nos vuelve a aparecer, o ante sensibilidad sentimos de nuevo su escozor y parece que nunca se termina de curar, ni nunca terminamos de olvidarlo. Realmente somos nosotros los que sufrimos aunque quizá quien nos produjo esa herida ya ni lo recuerde y, aunque no lo queramos porque realmente desearíamos vivir con paz en el corazón, vuelven a aparecer esos sentimientos negativos que tanto daño nos hacen.
Si con madurez afrontamos nuestra vida sabremos encontrar recursos para ocultar esos sentimientos y no se reflejen en actitudes que nosotros podamos tomar contra los demás; una de las cosas que pretenderíamos evitar es la desconfianza y no es ya solo a quien nos hizo daño un día, sino la desconfianza en general que podamos tener hacia cualquiera que está a nuestro lado y podríamos sospechar que nos quiere mal o nos quiere hacer algún daño.
Tristemente sin embargo vemos con frecuencia cuantas cosas en este sentido hay a nuestro alrededor, en familias que no se entienden y se llevan mal, desconfianzas entre vecinos y antiguos amigos a los que ahora queremos ver bien de lejos, gentes que se dejan de hablar por algún roce que un día tuvieron y que no supieron superarlos y que hará que incluso sean resentimientos heredados en las siguientes generaciones. Cuantos distanciamientos y desconfianzas encontramos entre vecinos y familiares que algunas veces ni sabemos bien por qué, pero que fueron generados por heridas en la vida mal curadas y que siguen con sensibilidad a flor de piel.
Cuantas cosas que se guardan en el corazón y que lo único que hacen es dañarnos; qué felices seríamos si nos pudiéramos liberar de esos pesos muertos que llevamos dentro; cuantas dramas y tragedias que se viven en lo secreto del alma y que a la larga no nos dejan ser felices de verdad, porque no hemos dejado llegar la paz al corazón.
Y es que no sabemos disfrutar de la experiencia del perdón y de la misericordia; sentirnos nosotros perdonados y sanados interiormente y ser capaces nosotros de vivir también la experiencia gozosa del perdonar y curar para siempre nuestras heridas y las heridas de los demás. Es algo que  nosotros los cristianos tenemos como una gran riqueza, un hermoso tesoro que algunas veces no sabemos disfrutar.
Los cristianos somos los hijos de la misericordia y lo que tenemos la bienaventuranza para nuestra vida cuando sabemos ser misericordiosos. Sí, tenemos que saber disfrutar lo que es la misericordia y el perdón divino sobre nuestras vidas. Es importante. Es algo que tendría que marcar nuestra existencia. En fin de cuentas la respuesta de la fe es la respuesta al amor y a la misericordia de Dios sobre nosotros. Hemos de aprender a saborear en nuestro corazón el gozo del perdón recibido y así aprenderemos a saborear el gozo del perdón concedido a los demás.
Pedro pregunta a Jesús por las veces que tenemos que perdonar reflejando así esas medidas humanas que nosotros siempre ponemos con nuestros plazos y cortapisas. Jesús responde con una parábola. Una parábola que nos refleja el amor de Dios, pero que nos refleja que no siempre nosotros lo saboreamos ni lo concedemos de la misma manera a los demás. Si el criado de la parábola se porto tan groseramente con su hermano no perdonando la deuda es porque no había saboreado en su corazón el perdón que a él le había concedido su amor y señor.
Es la experiencia gozosa que nosotros hemos de aprender a vivir. Y nuestras heridas se curarán de verdad y se acabaran las sensibilidades que nos traigan viejos recuerdos y resentimientos. El que sigue a Jesús y lo ama comienza a vivir en nuevas actitudes y valores.

miércoles, 15 de agosto de 2018

María de Candelaria, lucero del alba de la evangelización de nuestra tierra siga siendo Estrella de la evangelización y estimulo que con su presencia suscite esperanza en nuestros corazones


María de Candelaria, lucero del alba de la evangelización de nuestra tierra siga siendo Estrella de la evangelización y estimulo que con su presencia suscite esperanza en nuestros corazones

Apoc. 11, 19a; 12, 1. 3-6a. 10ab; Sal 44; 1Cor. 15, 20-27ª; Lc. 1, 39-56

Todos necesitamos en algún momento un estimulo que nos anime en nuestro camino, algo que suscite esperanza y nos haga ver las cosas sin negruras ni pesimismos sino que de alguna manera nos esté diciendo que es posible, que podemos, que hemos de tener ánimo para levantar el vuelo y no quedarnos ni en superficialidades ni en puro materialismo, que nos dé como un sentido nuevo que llene nuestro espíritu, llene nuestro ser y nos impulse a seguir caminando con ilusión y esperanza.
Algunas veces nos confundimos y podemos pensar en estimulantes efímeros que si nos dan quizá un poco de fervor se nos queda en algo momentáneo que luego nos dejará vacíos. Los estímulos no están en las cosas, los estímulos los podemos encontrar en personas que se convierten en tipo y figura de lo que tiene que ser nuestra vida y que con su ejemplo y testimonio no nos agobian ni nos hunden sino todo lo contrario  nos llenan de ilusión y esperanza nueva. En cuantas personas de nuestro entorno podemos encontrar ese ejemplo.
Un estimulo cierto lo tenemos en la cercanía y en el amor de nuestra madre que siempre estará a nuestro lado creyendo en nosotros a pesar de los errores o fracasos que algunas veces podamos cosechar en la vida. La presencia de la madre la tenemos desde nuestro nacimiento y nunca nos faltará. Aunque un día se adelante a nosotros en su muerte siempre sin embargo la podremos sentir junto a nosotros porque recordaremos su testimonio y recordaremos las palabras que quizás tantas veces nos repitió en vida y no le hicimos mucho caso, pero que ahora en soledades y momentos difíciles seguiremos haciendo presente en nuestro recuerdo.
Los discípulos de Jesús en nuestro camino de vida cristiana, en nuestro camino de seguimiento de Jesús tenemos el estimulo de cuantos antes que nosotros nos han precedido en el camino de la vida y con una vida ejemplar hoy son para nosotros ese espejo en el que nos miramos, esa imagen de lo que es vivir el evangelio convirtiéndose así en un recuerdo permanente de lo que ha de ser nuestra vida cristiana.
Pero tenemos sobre todo a María, la Madre de Jesús, que El quiso dejarnos también como esa madre que esté a nuestro lado siendo modelo estimulo para nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro compromiso en el amor. Por eso para los cristianos las fiestas en que conmemoramos a María tienen un especial significado. Las queremos llevar incluso físicamente junto a nosotros en sus sagradas imágenes por esos mismos caminos que nosotros tenemos que hacer en la vida cada día, porque así su recuerdo y su presencia se convierten en memoria y estimulo permanente.
Por eso nos llenan tanto de alegría las fiestas de María, porque con la madre nos regocijamos, a la madre celebramos, la presencia viva de la madre sentimos junto a nosotros y con ella queremos seguir haciendo el camino con ilusión y con esperanza. De ahí tantos y variados nombres con los que la invocamos, que como un rosario de piropos queremos dedicar a nuestra amada.
Hoy es una fiesta especial para ese estímulo y para animar nuestra esperanza, porque es el triunfo de María cuando la vemos glorificada como primicia ya en el cielo. En todos nosotros desde nuestra fe está la esperanza de la resurrección, pero a ella hoy la vemos como adelantada participando de la gloria de su Hijo en el cielo, es su Asunción, su glorificación, el contemplarla en cuerpo y alma en el cielo que es lo que expresamos en esta fiesta y es como un adelanto de la resurrección de la carne para María.
María se puso en camino, como  hoy nos dice el evangelio y hoy la vemos al término de ese camino en su glorificación en el cielo. Como María nos queremos nosotros también poner en camino, y aunque nos vamos a encontrar en la vida tantas veces ese dragón del maligno y de la tentación como la contemplamos en la imagen del Apocalipsis, a ella la vemos vencedora, y nosotros también podremos vernos un día vencedores para llegar a participar de la misma gloria en el cielo.
No siempre es fácil nuestro camino. Como decíamos al principio, necesitamos esos estímulos que nos den esperanza, que sean espejo en el que contemplarnos, y hoy nosotros miramos a María y con ella queremos seguir haciendo nuestro camino porque sabemos muy bien que ella viene con nosotros en nuestro caminar. Es la alegría y el gozo de la fiesta que hoy celebramos.
Nosotros los canarios miramos a María hoy con una mirada muy especial cuando la invocamos como Candelaria, la que antes incluso de la conquista de estas tierras ya su presencia estaba con nosotros siendo su imagen un preanuncio de evangelización para los moradores de la tierra canaria.
En nuestro tierra tinerfeña y podemos decir que en toda canarias, todos los caminos hoy conducen a Candelaria, todos los caminos conducen hasta María. Muchos incluso con grandes esfuerzos recorriendo a pie los caminos antiguos de la isla quieren acercarse hasta el Santuario y Basílica de la Morenita, como  nosotros cariñosamente la llamamos. Es toda una imagen ese camino.
Mucho esfuerzo quizá tengamos que hacer en el mundo que vivimos para mantener nuestra fe; María como estrella de la evangelización ahí está orientándonos en ese camino que tenemos que hacer, porque ella siempre apuntará al Norte verdadero de nuestra vida, porque ella siempre nos conducirá a Jesús. María es la Madre y Maestra de ese camino de nueva evangelización en el que queremos estar comprometidos con nuestra tierra y con el evangelio. Que en verdad sintamos la presencia, la fuerza de María, la gracia que ella nos trae de parte del Señor y no decaigamos por fuerte que sea el dragón fuerte de increencia o indiferencia que vamos a encontrar en muchos.
Que María de Candelaria, que fue lucero del alba de la evangelización de nuestra tierra, siga siendo esa estrella de la evangelización en quien nos sintamos estimulados para mantener firmes el legado de nuestra fe en nuestra tierra.

martes, 14 de agosto de 2018

Hacernos pequeños, hacernos los últimos, hacernos servidores de todos, el camino de los que nos llamamos seguidores de Jesús y en lo que tiene que resplandecer también nuestra Iglesia


Hacernos pequeños, hacernos los últimos, hacernos servidores de todos, el camino de los que nos llamamos seguidores de Jesús y en lo que tiene que resplandecer también nuestra Iglesia

Ezequiel 2,8–3,4; Sal 118; Mateo 18,1-5.10.12-14

En la vida parecemos muchas veces niños, pero niños peleones, que estamos en constantes luchas los unos contra los otros con la ambición del poder. Sea como sea queremos prevalecer por encima de los otros; ser más, ser más poderosos, ser más influyentes, ser mas ostentosos en nuestras riquezas o en lo que tenemos; todo sea por estar por encima, ser el primero, llevarme los méritos, recibir las alabanzas. Somos ambiciones, de poder y de influencias, que nos llevan a la manipulación, al desprecio, a la humillación.
No es que quiera ser negativo, pero vemos demasiado de esto en nuestro entorno social, político, muchas veces incluso familiar; cuantos desencuentros, porque nos parece que perdemos influencias, porque nos parece que nos humillaron porque nos pusieron por detrás, en un segundo plano, y no salimos en la foto queriendo parece que somos el centro del mundo.
Claro que sabemos que no todos somos así, pero si reconocemos que es una gran tentación que a todos nos puede aparecer. Humanamente creo que tendríamos que reconocer que la vida tiene otro sentido, no es una lucha, no son enfrentamientos, no es quitarte a ti para ponerme yo; hemos de aprender que tenemos que caminar juntos porque juntos tenemos que construir el mundo en el que vivimos, que la grandeza del hombre ha de ir por otros caminos, por lo que bueno que hacemos, por la rectitud de nuestra conciencia, por lo que seamos capaces de colaborar juntos para hacer que nuestro mundo mejor, en una palabra, por nuestro espíritu de servicio.
El servicio no lo podemos ver como una humillación; ser servidores no nos hace menos sino todo lo contrario, nos hace verdaderamente grandes; es el ofrecer lo que soy no solo por mi riqueza personal, sino porque lo que yo puedo enriquecer a los demás con mis valores, con mi servicio, con todo lo bueno que puedo aportar. Y eso nos hace más felices a todos.
Sin embargo esa tentación de la ambición, de la arrogancia, del poder, de la vanidad aparece muy fácilmente en la vida, en todos los aspectos de la vida y en todos los grupos y personas; también nos aparece demasiado en la Iglesia, porque muchos en su arrogancia se ven prepotentes, porque muchas veces más que convencer lo que queremos hacer es imponer, porque demasiado marcamos diferencias entre unos miembros y otros de la Iglesia, porque fácilmente gustan los pedestales y los escalones superiores. Demasiada vanidad se nos mete muchas veces también en nuestra iglesia, que no es la Iglesia de los pobres que nos enseñó Jesús, sino en la que parece que solo brillan los que tienen más poder de arrogancia o de ostentación. Hemos de ser humildes para reconocerlo.
Ya los discípulos pasaron también por esa situación de tentación, cuando entre ellos andaban peleándose sobre quien iba a ser mayor, quien iba a ser el primero. Y Jesús cuando los escuchó puso un niño en medio de ellos, y nos hablo de la sencillez y sin malicia de un niño, de esa generosidad de corazón que les hace correr para prestar un servicio cuando se lo piden o cuando ve que hay una necesidad, que tendría que ser modelo para nuestro estilo de vida. Hacernos pequeños, hacernos los últimos, hacernos servidores de todos. Un camino bien distinto que hemos de vivir quienes seguirnos a Jesús.

lunes, 13 de agosto de 2018

Hay momentos en la vida que tenemos que vivirlos con sentido de pascua, a la manera de Jesús, para llegar a encontrar su sabor y su sabiduría


Hay momentos en la vida que tenemos que vivirlos con sentido de pascua, a la manera de Jesús, para llegar a encontrar su sabor y su sabiduría

Ezequiel 1,2-5.24–2,1ª; Sal 148; Mateo 17,22-27

Nos llega la noticia de que alguien a quien nosotros apreciamos mucho las cosas no le van bien, ya porque se haya visto envuelto en problemas y situaciones difíciles, ya porque la enfermedad le está afectando a él o a uno de los suyos, ya fuera cualquier otra cosa desagradable que le pueda suceder y nos sentimos preocupados, desearíamos poder tener más noticias o poner de nuestra parte lo que sea para ayudarle, y cuando nada podemos hacer nuestra preocupación se trastoca en tristeza, en cierta desolación y hasta angustia por lo que le pasa a nuestro amigo o ser querido.
Puede ser la tristeza que sintamos ante la despedida ante una marcha inminente que se nos anuncia; hay traumas que se quedan gravadas en el alma y que son difíciles de superar por esas despedidas que quizá en la niñez sufrimos en nuestros seres queridos; son cosas que vivimos duramente en nuestra tierra, por ejemplo, en aquellos años difíciles en que nuestros padres o nuestros hermanos mayores tenían que emigrar – en nuestra tierra la emigración era a América – con la incertidumbre de lo que se podían encontrar aunque fueran queriendo buscar mejor vida.
¿Qué hacemos? Quisiéramos mostrarle nuestra solidaridad; quisiéramos estar a su lado aunque no tengamos palabras con lo que consolarle, sentiríamos la necesidad de la cercanía y buscar la forma de manifestarle nuestro afecto y hacernos uno con él en su situación. Quizá nos refugiamos en nuestra soledad llorando calladamente nuestra pena porque no siempre tenemos con quien compartirlo y lo pueda comprender. Pero también podríamos preguntarnos qué hacer cuando nos encontramos a alguien que está pasando una situación de tristeza semejante. Puede ser que vayamos pasando por la vida veamos alguien triste a nuestro lado y sigamos nuestro camino como si eso no nos compitiera también a nosotros.
Es la situación que pasan los discípulos cuando Jesús hace los anuncios de la pascua y de la pasión. No comprenden nada, quieren quitarle esas ideas de la cabeza a Jesús porque eso no le puede pasar, se ponen tristes en su incomprensión y su impotencia. Pero era la Pascua que Jesús y la Pascua en la que ellos iban a verse también implicados.
¿No será una manera de pascua aquellas situaciones de las que comenzamos hablando y las que tenemos que asumir en nuestra vida dándole un sentido?
A los discípulos les costó comprender lo que le iba a pasar a Jesús y solo lo comenzaron a comprender después de la resurrección y de la presencia del Espíritu en sus corazones. Encontrar un sentido al dolor y al sufrimiento es algo que nos cuesta mucho. No queremos aceptar el dolor en nuestra vida. Justo es que queramos ser felices y que todo marche bien. Pero también para nuestras limitaciones, nuestro dolor, nuestras impotencias, las debilidades y problemas que tenemos que afrontar en la vida hemos de saber encontrar un sentido.
Solo desde la cruz de Jesús, desde su pascua, podremos encontrarle verdadero sentido. No es un sufrimiento masoquista el que tenemos que soportar y asumir; hemos de saber convertirlo en una ofrenda, pero también es un libro abierto que nos enseña mucho en la vida para que le demos valor a lo que verdaderamente lo tiene. Hemos de entender también aquello que no hace mucho hemos meditado del grano de triga enterrado o triturado para dar una nueva vida. Un nuevo pan o una nueva espiga.
Mucho nos queda que meditar en estos aspectos. Mucho nos queda por hacer también en nuestra relación con los que están en la vida pasando por situaciones así. Hemos de aprender a vivir la vida con sentido de pascua, a la manera de Jesús, para aprender a saborearlo y llenarnos de verdadera sabiduría.

domingo, 12 de agosto de 2018

Le comemos cuando le escuchamos, le comemos cuando abrimos nuestro corazón y dejamos que El se posesione de nosotros, le comemos y nos alimentamos de su Sabiduría y de su vida


Le comemos cuando le escuchamos, le comemos cuando abrimos nuestro corazón y dejamos que El se posesione de nosotros, le comemos y nos alimentamos de su Sabiduría y de su vida

1Reyes 19, 4-8; Sal. 33; Efesios 4, 30–5, 2; Juan 6, 41-52
Tengo un amigo que de repente un día desaparece y no sabemos de él durante todo el día y cuando lo volvemos a encontrar le preguntamos qué le ha pasado, dónde ha estado y simplemente nos dice ‘me fui a caminar’. Busca estar solo, poner en orden quizá sus cosas en su interior, una válvula de escape tras alguna tensión que ha vivido por el trabajo o por sus problemas, pero quizás a la vuelta lo encontramos mas relajado, no asoman por ningún lado los signos de tensión que haya podido estar viviendo, o tiene más claras sus ideas. Ese salirse de su rutina, de la tensión del día a día le hace quizá encontrar fuerzas para volver a empezar o para continuar con la tarea que había emprendido.
Nos puede pasar a todos en muchas ocasiones, los agobios de la vida nos hacen estar en tensión y nos sentimos cansados, no tanto físicamente pero que algunas veces aparece también, sino emocionalmente necesitando una fuerza interior que nos haga encontrar de nuevo serenidad y paz para la tarea de cada día. Nos encontramos como sin fuerzas para seguir luchando y necesitamos encontrar un apoyo, una energía interior, algo que nos haga reaccionar para poder enfrentarnos mejor a los problemas y las luchas que continuamente tenemos que sostener. Es un desconectar pero no para olvidarlo todo sino para recargar baterías y poder sentirnos luego como nuevos.
Son experiencias que tenemos en la vida de las que tenemos que sacar siempre lecciones provechosas. Es la experiencia de la que se nos habla en lo sucedido con el profeta Elías. Se puso en camino, quería morir, se fue al desierto donde no esperaba ningún alimento que le diera fuerza para seguir el camino. Era difícil su misión en medio del pueblo de Israel que idolatraba a los baales, pero donde El tenía que anunciar al Dios único y verdadero que había sido siempre el que le había liberado. Echado bajo una retama esperaba la muerte pero allí el ángel del Señor le dejaba pan y agua para que prosiguiese el camino; así una y otra vez, hasta que finalmente tuvo la experiencia de la presencia de Dios en la que encontró fuerzas para seguir con su misión. Aquel pan del desierto fue todo un signo profético de lo que Jesús luego nos dará en el evangelio.
Tras la experiencia del pan multiplicado milagrosamente allá en el desierto donde todos habían comido hasta saciarse, vinieron en búsqueda de Jesús pero El quiere hacerles comprender qué es lo que realmente han de buscar en El. No es el Jesús taumatúrgico que con sus milagros les resuelva los problemas. Ya en el mismo hecho del milagro Jesús había querido contar con la colaboración de los discípulos y de todos; quiere siempre Jesús contar con nosotros. El milagro no se realizó sin la colaboración de los discípulos y de quien puso a disposición los cinco panes y dos peces. Nos dice mucho.
Pero ya en la sinagoga de Cafarnaún cuando de nuevo se han encontrado con El les pide fe. Es el enviado de Dios en quien han de creer. Como ya había aparecido en lo alto del Tabor es Jesús el Hijo amado del Padre a quien tenemos que escuchar y a quien hemos de seguir. El es la Palabra de vida que nos llena de la Sabiduría de Dios. Es en El en quien hemos de poner toda nuestra confianza porque en El siempre vamos a encontrar la verdad de Dios y la verdad del hombre. De qué forma más hermosa nos lo decía san Juan Pablo II. En Jesús encontramos la revelación del misterio de la vida.
Igual que en la vida necesitamos esa luz que nos ilumine para que podamos descubrir el camino – ya nos repetirá que El es la luz del mundo y que quien le sigue no camina en tinieblas –, necesitamos quien nos ge y nos conduzca para que encontremos ese alimento de vida – y nos dirá que el Padre es el que mueve nuestro corazón para que vayamos hasta El -, igualmente necesitamos también esa fuerza, esa energía interior para realizar el camino. En el desierto Moisés les había dado un pan del cielo, pero ahora es Jesús quien nos dice que El es el verdadero pan del cielo y que quien lo coma vivirá para siempre.
Es la gran revelación que nos hace Jesús hoy. Andamos desorientados, desalentados y sin fuerzas tantas veces, nos echamos el camino sin saber bien a donde vamos porque queremos encontrarnos con nosotros mismos y con la verdad y el sentido de nuestra existencia, estamos buscando esa fuerza que nos dé seguridad y paz interior, pero bien sabemos a donde tenemos que ir, con quien tenemos que encontrarnos, quien va a ser esa luz y esa fuerza para nuestro caminar.
Dios puede valerse de muchas cosas para llevarnos de la mano a ese camino bueno que hemos de emprender; serán esos silencios con esos interrogantes interiores, serán esos caminos que nos parece que se hacen sin rumbo ni destino, serán momentos de soledad y de silencio interior, como también pueda ser la palabra amiga de alguien que quiere caminar a nuestro lado o el testimonio que descubramos en otras personas. Pero ahí están también los caminos de Dios que nos atrae hacia sí. No nos ceguemos ni nos hagamos oídos sordos; esté nuestro espíritu abierto a esa novedad que puede llegar a nuestra vida que puede ser para nosotros buena nueva de Salvación, evangelio de salvación.
Jesús nos dice que El es ese pan de vida y que comiéndole tendremos vida para siempre. Le comemos cuando le escuchamos, le comemos cuando abrimos nuestro corazón y dejamos que El se posesione de nosotros, le comemos y nos alimentamos de su Sabiduría y de su vida.