martes, 14 de agosto de 2018

Hacernos pequeños, hacernos los últimos, hacernos servidores de todos, el camino de los que nos llamamos seguidores de Jesús y en lo que tiene que resplandecer también nuestra Iglesia


Hacernos pequeños, hacernos los últimos, hacernos servidores de todos, el camino de los que nos llamamos seguidores de Jesús y en lo que tiene que resplandecer también nuestra Iglesia

Ezequiel 2,8–3,4; Sal 118; Mateo 18,1-5.10.12-14

En la vida parecemos muchas veces niños, pero niños peleones, que estamos en constantes luchas los unos contra los otros con la ambición del poder. Sea como sea queremos prevalecer por encima de los otros; ser más, ser más poderosos, ser más influyentes, ser mas ostentosos en nuestras riquezas o en lo que tenemos; todo sea por estar por encima, ser el primero, llevarme los méritos, recibir las alabanzas. Somos ambiciones, de poder y de influencias, que nos llevan a la manipulación, al desprecio, a la humillación.
No es que quiera ser negativo, pero vemos demasiado de esto en nuestro entorno social, político, muchas veces incluso familiar; cuantos desencuentros, porque nos parece que perdemos influencias, porque nos parece que nos humillaron porque nos pusieron por detrás, en un segundo plano, y no salimos en la foto queriendo parece que somos el centro del mundo.
Claro que sabemos que no todos somos así, pero si reconocemos que es una gran tentación que a todos nos puede aparecer. Humanamente creo que tendríamos que reconocer que la vida tiene otro sentido, no es una lucha, no son enfrentamientos, no es quitarte a ti para ponerme yo; hemos de aprender que tenemos que caminar juntos porque juntos tenemos que construir el mundo en el que vivimos, que la grandeza del hombre ha de ir por otros caminos, por lo que bueno que hacemos, por la rectitud de nuestra conciencia, por lo que seamos capaces de colaborar juntos para hacer que nuestro mundo mejor, en una palabra, por nuestro espíritu de servicio.
El servicio no lo podemos ver como una humillación; ser servidores no nos hace menos sino todo lo contrario, nos hace verdaderamente grandes; es el ofrecer lo que soy no solo por mi riqueza personal, sino porque lo que yo puedo enriquecer a los demás con mis valores, con mi servicio, con todo lo bueno que puedo aportar. Y eso nos hace más felices a todos.
Sin embargo esa tentación de la ambición, de la arrogancia, del poder, de la vanidad aparece muy fácilmente en la vida, en todos los aspectos de la vida y en todos los grupos y personas; también nos aparece demasiado en la Iglesia, porque muchos en su arrogancia se ven prepotentes, porque muchas veces más que convencer lo que queremos hacer es imponer, porque demasiado marcamos diferencias entre unos miembros y otros de la Iglesia, porque fácilmente gustan los pedestales y los escalones superiores. Demasiada vanidad se nos mete muchas veces también en nuestra iglesia, que no es la Iglesia de los pobres que nos enseñó Jesús, sino en la que parece que solo brillan los que tienen más poder de arrogancia o de ostentación. Hemos de ser humildes para reconocerlo.
Ya los discípulos pasaron también por esa situación de tentación, cuando entre ellos andaban peleándose sobre quien iba a ser mayor, quien iba a ser el primero. Y Jesús cuando los escuchó puso un niño en medio de ellos, y nos hablo de la sencillez y sin malicia de un niño, de esa generosidad de corazón que les hace correr para prestar un servicio cuando se lo piden o cuando ve que hay una necesidad, que tendría que ser modelo para nuestro estilo de vida. Hacernos pequeños, hacernos los últimos, hacernos servidores de todos. Un camino bien distinto que hemos de vivir quienes seguirnos a Jesús.

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