sábado, 24 de mayo de 2014

Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros

Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros

Hechos, 16, 1-10; Sal. 99; Jn. 15, 18-21
‘Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros’, les dice Jesús. Ha venido Jesús hablándoles a sus discípulos de la sublimidad de su unión con El por el amor que les hace vivir su misma vida. Podríamos decir que las palabras de Jesús emocionan interiormente a los discípulos, aunque no terminen de comprender el alcance de todo lo que les va anunciando;  será necesario que les envíe su Espíritu para que puedan recordar y comprender en toda su profundidad el misterio divino que les va revelando. Es el anuncio que les va haciendo también.
Pero no les oculta que también habrá momentos difíciles donde serán incomprendidos e incluso perseguidos. ‘No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán’. Ya en otros momentos del evangelio escuchamos anuncios semejantes. En la misma cena, después de lavarles los pies les dice que ‘no es el discípulo mayor que su maestro’, para indicarles en aquel momento que han de hacer lo mismo que Jesús ha hecho.  Pero también podríamos recordar que en una de las bienaventuranzas llama dichosos, felices, bienaventurados cuando sean injuriados o perseguidos por su causa. Y recordemos lo que nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo salían contentos y dichosos de la presencia del Sanedrín por haber sufrido por el nombre de Jesús.
Esto es algo que hemos de meditar muy bien y tenerlo muy en cuenta. Ha sucedido siempre a lo largo de los siglos y sigue sucediendo hoy. Ya el sabio del Antiguo Testamento nos hablaba como el hombre justo resultaba incómodo para el impío, porque su vida llena de rectitud y justicia era una denuncia de la maldad del hombre impío y por eso trataban de quitarlo de en medio.
No todos llegan a comprender el mensaje de Jesús y su evangelio; pero además el mal se resiste frente al mensaje de bien y de justicia que se pueda anunciar desde el nombre de Jesús. Y todos conocemos como a lo largo de los tiempos ha habido persecuciones terribles contra los cristianos donde miles y miles dieron su vida derramando su sangre por la causa del Evangelio; son los mártires de todos los tiempos. Son los mártires que siguen adornando con su sangre derramada hoy en nuestros tiempos a la Iglesia, porque en muchos lugares del mundo el nombre de Jesús es odiado y son perseguidos a muerte los cristianos. Cruenta fue una parte de la historia de nuestra patria en el siglo pasado donde fueron muchos los que murieron martirizados por el nombre de Jesús.
Sigue sucediendo en muchos lugares hoy mismo en distintas partes del mundo en pleno siglo XXI; gentes acribilladas mientras celebran la Eucaristía o a la salida de los templos; personas condenadas a muerte y a ser lapidadas por haberse convertido al cristianismo, misioneros a los que no se les permite predicar el evangelio en muchos países donde llevar el signo de la cruz consigo ya se considera como un delito y es causa de persecución.
Pero no solo hemos de pensar en esas persecuciones más crueles, porque en la sociedad en la que vivimos hay también otras formas en las que de alguna forma podemos pensar también en persecución. Una sociedad como la nuestra que quiere negar la universalidad del hecho religioso, donde se quiere reducir solamente al ámbito privado toda expresión religiosa, donde cualquiera dice en una libertad de expresión todo lo que quiera en contra de Dios y de la religión pero a los creyentes se les niega el derecho a manifestar públicamente lo que es su fe, donde se ridiculiza o se trata de desprestigiar a todo el que quiere manifestarse como creyente y como cristiano.
Son cosas que suceden en nuestro entorno, en el mundo y en la sociedad en la que vivimos. Hace unos días en un acto público de una institución se le permitía hacer apología del ateismo a un individuo, mientras a los creyentes que querían manifestar y proclamar su fe se les negaba el poder hablar de ello. Parece que hablar en contra de la Iglesia o de la religión es algo que hace ganar puntos a muchos. Con qué facilidad nos fijamos en las posibles sombras que pueda haber en la Iglesia, en los sacerdotes o en los creyentes buscando el desprestigio y la condena fácil.
Los cristianos que seguimos a Jesús tenemos que estar preparados para todas estas contingencias porque ya Jesús nos lo anunció y no hemos de temer encontrarnos todo eso en contra, porque con nosotros está la fuerza del Espíritu. No nos podemos acobardar sino dar valientemente nuestro testimonio. Somos testigos de Jesús y Jesús con la fuerza de su Espíritu está con nosotros.

viernes, 23 de mayo de 2014

Cuántos motivos tenemos para permanecer en su amor, cumpliendo su mandamiento y amando como El nos ama

Cuántos motivos tenemos para permanecer en su amor, cumpliendo su mandamiento y amando como El nos ama

Hechos, 15, 22-31; Sal. 56; Jn. 15, 12-17
Ayer escuchábamos decir a Jesús ‘si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y he permanecido en su amor’; hoy en continuidad total con lo que ayer escuchábamos nos dice Jesús cuál es su mandamiento: ‘Que os améis los unos a los otros como yo os he amado’.
Aparte de que estamos escuchando de forma continuada cada día las palabras de Jesús en la última cena, por otra parte siempre que nos acercamos a escuchar las Palabras de Jesús hemos de ver en su conjunto todo el evangelio, sin aislar unos textos de otros, porque además en esa mirada de conjunto podemos contemplar la totalidad de su mensaje y nos ayudará mejor a comprender lo que Jesús quiere decirnos y que se convierte en Palabra de vida para nosotros.
‘Este es mi mandamiento…’ nos dice Jesús. No puede ser otro que el del amor. Pero no es un amor cualquiera. Ya ha venido diciéndonos que ‘como el Padre me ha amado, así os he amado yo’. Su amor es reflejo del amor del Padre, que tanto nos amó que nos entregó a su Hijo único. Y con un amor igual nos ama Jesús al que vemos entregarse por nosotros hasta el final. Hoy nos dirá que ‘nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos’.
Así nos ha amado El, dando su vida por nosotros para que tengamos vida. Pero ahora nos dice que nosotros hemos de amar con un amor igual. En su mandamiento nos dice que tenemos que amarnos como El nos ha amado. ‘Que os améis los unos a los otros como yo os he amado’.
Pero es que con lo que continúa diciéndonos Jesús nos tenemos que sentir impulsados a amar con un amor así. Nos habla de cómo se nos ha revelado, nos ha manifestado lo más hondo de su corazón. No nos puede llamar siervos, nos dice, porque nuestra relación con El es ya distinta. ‘El siervo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer’.
Y el amor que el Señor nos tiene es un amor  personal y muy concreto a cada uno de nosotros. El nos ha elegido y nos ha llamado por nuestro nombre. Nos recuerda lo que nos decía cuando ha hablado del Pastor y del rebaño; el buen pastor conoce a sus ovejas y a cada una la va llamando por su nombre. Así nos ha elegido a nosotros, así es su amor. ‘No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure’.
Cuántos motivos tenemos para permanecer en su amor, cumpliendo su mandamiento y amando como El nos ama. Son los frutos del amor a los que estamos destinados, lo que tenemos que ofrecer con nuestra vida. Será nuestro distintivo; será por lo que seremos reconocidos sus discípulos; será el testimonio que demos y que atraerá a los otros para que vengan también hasta Jesús. Si los cristianos nos amáramos más, si en verdad viviéramos comprometidos siempre en un amor así como nos pide y nos enseña el Señor, serían muchos más los que se acercarían a la fe, a conocer a Jesús y sentirían en el corazón el impulso a seguirle también. 
De eso tenemos que ser testigos, unos testigos del amor que hará que todos lleguen a reconocer a Jesús. No sólo son nuestras palabras las que tienen que gritar nuestra fe en Jesús, sino que han de ser principalmente nuestras obras del amor. Si en verdad creemos en Jesús no podemos ser raquíticos en nuestro amor a los demás, porque nuestra obligación sería amar con un amor semejante al de Jesús. Nos cuesta; nos hacemos tantas reservas para nosotros mismos; nos parece que si en nuestro amor compartimos lo que somos o lo que tenemos, luego nos queríamos nosotros sin nada; eso denota la pobreza de nuestro amor y de nuestra fe.
Que venga el Espíritu del Señor y nos renueve por dentro; que venga su Espíritu y transforma nuestros corazones para que realicemos con generosidad las obras del amor. 

jueves, 22 de mayo de 2014

Sentirnos amados y ser capaces de amar desinteresadamente es la mejor fuente para nuestra alegría



Sentirnos amados y ser capaces de amar desinteresadamente es la mejor fuente para nuestra alegría

Hechos, 15, 7-21; Sal. 95; Jn. 15, 9-11
‘Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud’. Podrían sonarnos extrañas estas palabras de Jesús considerando sobre todo cuando fueron dichas, en la última cena cuando todo tenía sabor de despedida y de alguna manera la tristeza podía ir anidando en sus corazones. Sin embargo Jesús les dice que todo lo que les está manifestando es para su alegría no falte en sus corazones a pesar de los momentos de tensión y tristeza que viven y esa alegría llegue a su plenitud.
Creo que estas palabras nos viene bien escucharlas a nosotros y aprendamos la lección, porque cuando las cosas no nos salen como nosotros quisiéramos, los problemas van apareciendo en nuestra vida, nos podemos sentir abrumados también y llenos de tristeza por los agobios. Es necesario que nos demos cuenta que estas palabras de Jesús son para nosotros como rayo de luz y de esperanza.
Y es que tenemos que reconocer que el sentirnos amados y ser nosotros capaces de amar también de una forma desinteresada y generosa es la mejor fuente para nuestra alegría y para nuestra dicha. Esa certeza de sentirnos amados, esa posibilidad de nosotros salirnos de nosotros mismos para poner amor en lo que hacemos y ser capaces de darnos por los demás olvidándonos incluso de nosotros mismos nos harán ver los problemas y dificultades con otro sentido y serán para nosotros fuente de esperanza y de alegría.
Es la esperanza que suscita en nosotros el amor, el sentirnos amados para ver que las cosas tienen un sentido y un valor,  y mirando a Cristo en su entrega, en su amor, en su pasión y su muerte nos hace sentirnos a nosotros de una forma distinta porque aparece un sentido nuevo para nuestra vida.
¿Qué nos está diciendo Jesús? Que somos amados de Dios y que tenemos que aprender a amar nosotros de la misma manera. Somos amados de Dios con un amor semejante al que el Padre siente por el Hijo. Y así nos ama Jesús. ‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor’.  Permanecer en ese amor que nos tiene el Señor; podríamos decir no perder esa conexión de amor en nuestra vida, y no de un amor cualquiera sino con el amor que nos tiene Jesús.
¿Qué significará permanecer en su amor? Ya nos lo explica. Cuando amamos a alguien siempre queremos lo bueno para el amado; cuando amamos a alguien trataremos de ser buenos con él y agradarle con lo que hacemos, no le contrariamos de ninguna manera. Vamos a querer permanecer en el amor de Dios, todo aquello que hacemos o decimos se ha de convertir en nosotros en una ofrenda de amor con la que correspondemos al amor que El nos tiene.
Por eso cuando amamos a Dios, y decir Dios no es decir cualquier persona o cualquier sino el Señor que nos entregó a su propio Hijo por nuestra salvación, buscaremos entonces hacer en todo su voluntad. ‘Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y he permanecido en su amor’. Aquí está la respuesta a la pregunta que nos hacíamos de qué significa permanecer en su amor. Y sus mandamientos se encierran en el amor.
Nos sentimos amados y queremos amar, ahí tenemos, como decíamos, la mayor fuente de nuestra alegría, una alegría que quiere Jesús que llegue a su plenitud. Cuando nos damos por los demás, cuando somos generosos en nuestro amor, cuando buscamos el bien del otro sea quien sea, aunque no seamos correspondidos, nos sentimos las personas más felices del mundo. Y si además todo eso lo hacemos con el gozo hondo de sentirnos amados - ¡y de qué manera! - por nuestro Padre de Dios, esa alegría nuestra llegará a la plenitud.

miércoles, 21 de mayo de 2014

No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido a Cristo



No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido a Cristo

Hechos, 15, 1-6; Sal. 121; Jn. 15, 1-8
La imagen de la vid o de la viña es una imagen que se repite en diversos momentos en el evangelio para hablarnos del Reino de Dios y de los frutos que hemos de dar, como lo hace Jesús con sus parábolas, o para hablarnos de la necesario unión que hemos de mantener precisamente para dar fruto, como lo hace hoy.
La vid es una planta que hay que cuidar si queremos obtener buen fruto de ella; en la parábola Jesús nos hablará como el viñador preparó su viña con todo cuidado dotándola incluso de una cerca y de un lagar antes de confiarla a unos labradores que habían de seguirla cuidando para obtener sus frutos; también en otra parábola nos hablará Jesús de cómo busca a todas horas obreros para trabajar en su viña. En este sentido va también el canto de amor del amigo a su viña, del que nos habla el profeta del Antiguo Testamento. No vamos a entrar ahora ni en las parábolas ni en el texto del profeta, sino queremos centrar nuestra reflexión en la imagen tal como nos la propone ahora la última cena.
Hoy nos habla de esa vid que ha de dar fruto, y para que dé los mejores frutos el labrador la poda y la cuida, porque aquel sarmiento que no da fruto se arranca para que no entorpezca el fruto de los demás. Bien sabemos cuanto es el trabajo que a lo largo del año ha de realizar el viticultor para obtener los mejores frutos de sus viñas, las mejores cosechas prometedoras de ricos caldos.  Pero el sarmiento desgajado del tronco de la vid, de la cepa, de nada nos sirve, sino para arrojarlo al fuego y arda. Es necesario que esté bien entroncado en la cepa para que pueda llegar a dar fruto abundante.
Pero si Jesús nos propone esta imagen, esta alegoría de la vid es para hablarnos de que sin El nada somos ni nada podemos alcanzar. La salvación nos viene por Jesús que nos llena de su vida para que podamos alcanzar la vida eterna. Pero esa gracia salvadora de Jesús tiene que ser algo que ha de estar alimentando continuamente nuestra vida. No es solo el momento primero de nuestra unión con Cristo en el Bautismo, por el que nos llenamos de su gracia y de su vida para ser hijos de Dios. Es necesario que siempre mantengamos esa unión con Cristo, para recibir esa savia de la gracia divina que nos vaya fortaleciendo en todo momento para vivir conforme a esa dignidad nueva y a esa salvación que de Cristo hemos obtenido.
‘Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, nos dice; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mi no podéis hacer nada’. ¿Qué significa permanecer en Cristo y que Cristo permanezca en nosotros? No podemos romper ese vínculo de unión con Cristo que es la gracia divina que nos hará vivir en esa dignidad nueva de los hijos de Dios. Hemos de vivir manteniendo la gracia de Dios en nosotros que podemos perder a causa del pecado. Es la ruptura que nos aleja y separa de Dios.
Vivir en gracia de Dios, ya sabemos, es vivir sin pecado, porque cuando pecamos perdemos esa gracia de Dios. Si tenemos la desgracia de caer en el pecado y se realice esa ruptura en nosotros tendríamos que preocuparnos de restablecer esa unión por la gracia  lo más pronto posible a través del sacramento de la reconciliación.
Pero para vivir en gracia de Dios, sin temor a perder esa gracia divina en nosotros a causa del pecado, hemos de cuidar nuestra vida para alejarnos del pecado; por eso nos es necesaria la oración y nos es necesaria nuestra unión con el Señor a través de los sacramentos. Es lo que habitualmente llamamos una vida de piedad, una vida de relación con Dios. Ahí ha de estar presente en nuestra vida continuamente la Eucaristía como alimento de nuestra vida espiritual, de nuestra fe, de esa gracia divina en nosotros. Comiendo a Cristo en la Eucaristía, comulgando, nos llenamos de su gracia, nos llenamos de su vida que nos fortalece frente a las tentaciones y al pecado.
No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido a Cristo; no se concibe la vida de un cristiano que no haga oración para llenarse de Dios; no se concibe la vida de un cristiano que no recibe la gracia de los sacramentos, acercándose a la Comunión en la Eucaristía, pero acercándose también con frecuencia al Sacramento de la Penitencia para recibir el perdón e ir purificando su alma de tantas debilidades y pecados que van afeando la santidad de nuestra vida.
No lo olvidemos: ‘El que permanece en mi y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mi no podéis hacer nada’.

martes, 20 de mayo de 2014

Jesús nos da su paz que siembra inquietud en nuestro corazón



Jesús nos da su paz que siembra inquietud en nuestro corazón

Hechos, 14, 18-27; Sal. 144; Jn. 14, 27-31
‘La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde’. Buen momento para escuchar estas palabras de Jesús. Buen momento en el que fueron dichas y buen momento para nosotros escucharlas ahora. Siempre la Palabra del Señor es una Palabra viva y actual.
Para comprender bien las palabras de Jesús es bueno situarnos en el momento concreto en que fueron dichas; pero para aplicarlas bien a nuestra vida también hemos de considerar el momento y la situación anímica y espiritual en que estamos nosotros cuando las escuchamos. Ahí entra nuestro yo, nuestra vida, o también las circunstancias que vivimos en el momento actual ya sea nosotros o nuestra sociedad. Es que siempre la Palabra del Señor que escuchamos viene a iluminar de una manera concreta nuestra vida.
El momento que vivian los apóstoles en medio de la cena pascual era tenso, por lo que había ido anunciando el Señor y también por la manera en que se iban desarrollando los distintos acontecimientos. Había sido momento de gran emoción y de gran impacto el principio de la cena pero también el milagro de amor que Jesús les había regalado al instituir la Eucaristía. Pero en la mente de todos estaba lo anunciado por Jesús y se podían intuir momentos oscuros que ahora sabían a despedida.
Es entonces cuando Jesús les dice que les da la paz y que no se acobarden ni se llenen de miedo por lo que vaya a suceder; ya anteriormente les recordaba que todo estaba anunciado, no solo por lo que habían dicho los profetas, en referencia sobre todo al siervo de Yahvé como hablaba Isaías, sino también por lo que Jesús les había dicho. Ahora era necesario no perder la paz en el corazón. ‘La paz os dejo, mi paz os doy, aunque no la doy como la da el mundo’. La paz que Jesús quiere darnos es algo bien distinto y bien hondo en el alma.
Muchas veces a lo largo del evangelio había sonado ese mensaje de paz, desde su nacimiento, o cuando curaba a los enfermos o perdonaba a los pecadores a los que enviaba con su paz; también nos llamaría dichosos si trabajamos por la paz. Más tarde, resucitado, ese será siempre su saludo y lo que signifique su presencia.
Con Jesús a nuestro lado, presente en nuestra vida, no nos tiene que faltar la paz. No nos puede faltar la paz porque con Jesús siempre nos sentimos amados y perdonados; y ésa sí que es una paz grande que podemos sentir en el alma; pero con Jesús a nuestro lado no podemos perder la paz aunque sean grandes los tormentos y los sufrimientos que podamos padecer, porque en medio de todo eso en Jesús podemos encontrar un sentido y un valor.
La paz que Jesús nos da es una paz llena de vida, por eso no podemos decir que es la paz de los muertos, porque Jesús nos da su paz pero siembra inquietud en nuestro corazón; Jesús nos da su paz y despierta la sensibilidad de nuestra vida para detectar allí donde hay sufrimiento y nos impulsará a ir junto a esas personas que sufren con el bálsamo de nuestra presencia y de nuestro amor; Jesús nos da su paz, pero es una paz que nos compromete, porque no deja que nos quedemos con los brazos cruzados ni ante la necesidad de los otros ni ante la injusticia que daña a nuestro mundo, nos puede dañar a nosotros o daña a los demás; la paz que nos da Jesús nos impide cerrar los ojos y los oídos ante el grito de los débiles, de los que son manipulados, o de aquellos a los que se pretende anular con discriminaciones injustas.
Es una paz distinta la que nos ofrece Jesús por eso en otra ocasión nos dirá que ha venido a traer fuego a la tierra de nuestros corazones y lo que quiere es que prenda y arda. Es que mirando a Jesús nuestro corazón se tiene que caldear con el  fuego de su amor que será purificador de nuestras insensibilidades y egoísmos, pero que al mismo tiempo ha de provocar un incendio que purifique y renueve nuestro mundo.
Miremos nuestro mundo y miremos nuestra vida y nos daremos cuenta que necesitamos esa nueva paz que nos quiere dar Jesús. Señor, danos siempre de tu paz y que nuestro corazón arda en amor por ti y por nuestros hermanos.

lunes, 19 de mayo de 2014

Un regalo del amor de Dios que quiere habitar en nosotros



Un regalo del amor de Dios que quiere habitar en nosotros

Hechos, 14, 5-17; Sal. 113; Jn. 14, 21-26
‘Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres así a nosotros y no al mundo?’, le pregunta uno de los apóstoles, Judas Tadeo, a Jesús. Sentían algo especial en sus vidas cuando Jesús les hablaba; apreciaban cómo Jesús se les manifestaba con profunda intimidad dándose a conocer, aunque ellos a veces andaban como ciegos y no terminaban de comprender todo lo que Jesús les decía y manifestaba. Se sentían queridos.
Algo así como nos pasa en la vida cuando sentimos que alguien se desvive por nosotros, nos ofrece su amistad que nosotros creemos no merecer, nos ofrece continuamente sus servicios dispuesto a todo por nosotros, que nos preguntamos ¿por qué a mí? ¿qué he hecho yo para merecer una amistad así? Nos sentimos abrumados, aunque también por supuesto agradecidos, en tanto que recibimos de esa persona que nos aprecia y nos quiere, de ese amigo que así se desvive por nosotros. Pienso que algo así les pasaba a los discípulos en relación a cómo Jesús iba manifestándoles su corazón y su amor.
Jesús les ha dicho: ‘El que sabe mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi Padre y lo amaré yo, y me mostraré a él’. Es el amor grande que Jesús les está manifestando. Pero les dice más, porque no solo nos dice que se nos revela, que nos está revelando y manifestando todo el misterio de su amor, sino que además quiere habitar en nosotros. ‘El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a El y haremos morada en él’. Dios que quiere hacer morada en nosotros.
¿Qué nos pide? Es la respuesta del amor; amamos a Dios y en todo queremos hacer su voluntad; amamos a Dios y los mandamientos de Dios van a ser ley y sentido de nuestra vida. Y Dios nos ama; el amor de Dios es primero, ‘porque el amor de Dios consiste no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero’, que nos dirá la carta de san Juan. O como nos expresará san Pablo ‘es que siendo nosotros pecadores, Dios nos amó y entregó a su Hijo por nosotros’.
Pero en la respuesta que demos a ese amor de Dios el amor se crece y se sobrealimenta, podríamos decir. Porque Dios nos amará con un amor especial, tan especial que quiere habitar en nosotros. ‘Mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él’. Es el regalo de Dios que recibimos desde nuestro bautismo que nos convierte en morada de Dios y en templos del Espíritu Santo. Porque el Bautismo es un derramarse hasta el derroche, podríamos decir, el amor de Dios en nuestra vida, haciéndonos partícipes de la vida divina, por la que Dios habita en nosotros y por la fuerza del Espíritu nos hacemos hijos de Dios, nos convertirnos en templos del Espíritu de Dios.
Hoy ya Jesús nos anuncia la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Hemos venido diciendo que las palabras de despedida de Jesús en la última cena son anuncio de una nueva presencia de Jesús en nuestra vida.
Desearíamos poder verle y palparle, escucharle con nuestros propios oídos como le veían y le escuchaban los apóstoles y los discípulos de Jesús en aquellos momentos de los que nos habla el Evangelio; pero podemos en la fe, por la fuerza del Espíritu ver y escuchar a Jesús. Es lo que hoy nos promete. ‘Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os irá recordando todo lo que os he dicho’.
Creo que ante tanta maravilla de amor con la que Jesús se nos va manifestando en lo que vamos escuchando en el evangelio nuestra respuesta ha de ser la del amor, nuestra respuesta ha de ser de profunda acción de gracias,  nuestra respuesta ha de ser el vivir una vida de santidad, sintiendo como hemos de sentir que Dios habita en nosotros.  Si Dios quiere habitar así en nosotros, no cabe en nuestra vida el pecado; nuestra vida tendría que resplandecer de santidad, porque nos sentimos llenos de Dios.

domingo, 18 de mayo de 2014

Jesús es el Camino que nos abre a horizontes de diaconía y felicidad


Jesús es el Camino que nos abre a horizontes de diaconía y felicidad

Hechos, 6, 1-7; Sal. 32; 1Ped. 2, 4-9; Jn. 14, 1-12
Podemos tener delante de nosotros un hermoso y bello camino, pero si nosotros no lo recorremos, no lo hacemos, de nada nos vale. El camino es algo más que un sendero que se abre ante nosotros; es algo más que una senda o una ruta que nos dicen que hay y que nos puede llevar a un determinado sitio o a una determinada meta. El camino tenemos que hacerlo, o lo que es lo mismo, ponernos nosotros en camino, peregrinar por esa senda que la hacemos parte de la vida, de nuestra vida. Cuando decimos que hacemos un camino no nos estamos refiriendo solamente a un recorrido físico o material que hagamos por una senda establecida, sino que estamos refiriéndonos a lo que nosotros recorremos, hemos recorrido, a lo que nosotros hemos vivido; nos referimos al camino de la vida, de mi vida.
Las palabras del evangelio que hoy hemos escuchado, y como hemos venido diciendo estos días en que ya en parte las hemos meditado, nos suenan a despedida de Jesús porque vuelve al Padre, pero suenan también por una parte a una presencia nueva de Jesús junto a nosotros pero también a lo que nosotros hemos de vivir para ir al encuentro con el Padre.
Cuando les dice Jesús ‘y adonde yo voy, ya sabéis el camino’, los discípulos aún con sus dudas y corto entendimiento le replican, ‘Señor, no sabemos a donde vas, ¿cómo podemos saber el camino?’; es entonces cuando Jesús les hace esa rotunda afirmación de tan gran significado para todos: ‘Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a Mi, conoceréis también a mi Padre’. Nos viene a decir cuál es el camino.
El camino no son lugares o cosas que hacer; el camino es Jesús; el camino es una vida. Es a Jesús a quien tenemos que vivir y así estaremos haciendo ese camino que nos conduce al Padre. No es contentarnos con hacer unas cosas, cumplir con unos mandatos como quien cumpla unas normas de tráfico, sino es dejarnos impregnar por la vida de Jesús para vivir su misma vida, sus mismos sentimientos y actitudes, su mismo hacer y actuar, su mismo amor; por eso decimos que el cristiano está configurado con Cristo, porque ya no vive su vida sino que es Cristo quien vive en él. Por eso al decirnos que El es el Camino, nos dice también que es la Verdad y que es la Vida.
Entendemos, entonces, lo que nos quiere decir Jesús cuando nos habla del Padre y cuando nos habla de que ya debemos conocer el camino que nos lleva al Padre. ‘Adonde yo voy, ya sabéis el camino’,  que nos dice. Cuando les dice eso a los discípulos se tendría que suponer que después de haber convivido tanto con El tendrían que conocerle, pero bien vemos que aun siguen llenos de dudas y les cuesta entender claramente lo que Jesús les dice.
Por eso aún siguen preguntando y pidiendo como le dice Felipe, ‘muéstranos al Padre y nos basta’, a lo que Jesús le replicará que después de tanto tiempo con ellos aún parece que no lo conocen. ‘Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre… ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?’
¿Nos tendrá que decir algo así también a nosotros, porque aún no le terminamos de conocer? Cuánto escuchamos nosotros el evangelio y aún no terminamos de impregnarnos del espíritu del evangelio. Quizá no siempre abrimos del todo nuestro corazón a la Palabra del Señor; la tierra de nuestro corazón no la preparamos lo suficiente para recibir esa hermosa semilla de la Palabra de Dios y cae muchas veces en el terreno duro o lleno de malas hierbas de nuestro corazón endurecido y encallecido por tantas cosas donde lo tenemos apegado.
Creo que esta Palabra del Señor que estamos escuchando tendría que movernos en lo más hondo de nosotros mismos para que surjan esos buenos deseos de querer conocer más a Jesús y su evangelio para llenarnos de vida. Que se despierte nuestra fe, que se enardezca nuestro corazón escuchando su Palabra, que tengamos verdadera hambre de Dios en nosotros para abrirnos a su gracia salvadora.
Creo que tenemos que darnos cuenta y reconocer que la piedra  angular, la piedra fundamental de nuestra vida es Cristo y en la fe en El tenemos que fundamentar toda nuestra vida. Quizá busquemos otros fundamentos para nuestra vida descartando a quien es la verdadera piedra angular de nuestra existencia.
Que tengamos verdaderos deseos de seguir el camino de Jesús, de hacer el camino de Jesús porque nos llenemos de verdad de su vida. Pero pensemos una cosa: quien se pone en camino ha de salir y arrancarse de sí mismo, como el que va a hacer un trayecto tendrá que dejar atrás el punto de partida si quiere llegar a la meta que se ha propuesto. Eso nos cuesta, no siempre nos es fácil realizarlo. Apegos, rutinas, cansancios, tibiezas que van apareciendo en nuestra vida son impedimentos con que nos vamos a encontrar para realizar ese camino.
Cuando en verdad nos hemos encontrado con Jesús y se ha despertado la fe en nuestro corazón nos damos cuenta de que merece la pena emprender ese camino, aunque nos cueste esfuerzo y sacrificio. Es el camino que nos conduce a la plenitud porque es llenarnos de Cristo, de su verdad y de su vida. Es un camino que nos abre horizontes para ponernos siempre en una actitud de servicio, el camino de la  diaconía, porque quien vive a Cristo comprenderá que nuestra verdadera grandeza está en servir. Son las obras de Jesús que se han de realizar en nuestra vida. Como hoy le hemos escuchado: ‘El que cree en mí, también hará las obras que yo hago, y también mayores’.
Hemos escuchado en la primera lectura cómo surge desde el principio en medio de la Iglesia naciente, la diaconía, el servicio para atender a los huérfanos y a las viudas y a cuantos padecen necesidad del tipo que sea. No será una verdadera Iglesia de Jesús si no hay esa diaconía en sus miembros, que no solo es el que se dedique a unas personas a ese ministerio, sino que ha de ser el espíritu con el que hemos de vivir todos los que creemos en Jesús.
No nos podemos quedar en nosotros mismos, en nuestros criterios o nuestra manera de pensar o de ver las cosas; no podemos quedarnos dando vueltas simplemente alrededor de nuestros deseos o aspiraciones meramente terrenales; hay que ponerse en camino desprendiéndose de su yo para dejar de mirarse a si mismo y poder comenzar a ver lo que nos rodea, los que nos rodean con una óptica distinta porque comenzaremos a mirar con la mirada de Cristo.
Cuando con mucho amor en nuestro corazón, con mucha ilusión y esperanza en la vida queremos emprender ese camino de vivir a Jesús nos damos cuenta que ahí en esa diaconía permanente que tiene que ser nuestra vida encontraremos la mayor dicha y felicidad. Seguir a Jesús nos hace dichosos, nos hace sentirnos las personas mas felices del mundo; recordemos que mensaje central de su evangelio son las bienaventuranzas. En Jesús encontramos la plenitud de nuestra vida.