sábado, 6 de abril de 2013


Testigos de resurrección ante el mundo aunque cueste hacer el anuncio

Hechos, 4, 13-21; Sal. 117; Mc. 16, 9-15
Con este breve relato de Marcos y los textos que escucharemos aun en el segundo y tercer domingo de Pascua se completan los relatos de la resurrección del Señor que nos ofrecen los evangelios. El texto de Marcos que hoy hemos escuchado viene a ser como un resumen que se nos ofrece al final del evangelio.
Hay un mensaje claro de afirmación de la resurrección del Señor Jesús que viene a ser como eje central de la fe de la Iglesia. Pero en los tres episodios que se nos resumen hay como unas connotaciones comunes que nos ayuda a proclamar nuestra fe, a hacer ese anuncio de Cristo resucitado aunque no sea siempre fácil dicho anuncio. No lo fue entonces, como no lo sigue siendo hoy día. Pero es de lo que hemos de dar testimonio valiente y claro.
Nos habla en primer lugar de la aparición de Cristo resucitado a María Magdalena, como dice el evangelista, ‘de la que había echado siete demonios’, para significar su conversión al Señor desde su condición de mujer pecadora. Ella había estado también al pie de la cruz de Jesús con las piadosas mujeres que lo habían acompañado desde Galilea. En toda la iconografía en torno a la muerte de Jesús en la cruz siempre aparecerá María Magdalena. Ahora en este relato de Marcos, a ella se le aparece Cristo resucitado, pero con la misión de irlo a comunicar a los discípulos, ‘que estaban tristes y llorando’, nos dice el evangelista. ‘Pero no la creyeron’.
Luego nos hablará de dos que se iban caminando a una finca, en clara referencia a lo que nos cuenta Lucas de los llamados discípulos de Emaús. Ellos que no lo reconocieron en principio porque ‘se apareció en figura de otro’, como nos dice Marcos, cuando le reconocen ‘al partir el pan y pronunciar la bendición’ como nos narraba Lucas, ‘ellos fueron también a anunciárselo a los demás, pero no los creyeron’.
Finalmente se aparecerá ‘a los Once, cuando estaban a la mesa y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado’. Se repite una y otra vez la reacción negativa de no creer, precisamente aquellos que estaban llamados a ser los testigos de la resurrección. Pero Jesús está con ellos y a ellos les confiará esa misión que no podrán dejar de realizar. ‘Y les dijo: Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación’.
Es la misión del testigo. Quien ha experimentado la presencia de Cristo resucitado en su vida no lo puede callar. No será fácil el testimonio. A los propios discípulos les costó creer. Tenían los ojos obnubilados por el dolor y las dudas, porque todo podría parecer un fracaso de manera que les costaba ver y reconocer.
Alguien comentando en una reunión el texto de los discípulos de Emaús me preguntaba cómo era posible que ellos que habían estado con El, que quizá incluso lo habían contemplado en su pasión, ahora que iba caminando con ellos no lo veían, no lo reconocían. La mente se nos cierra y se nos cierra el corazón; los avatares de la vida, los problemas que vamos encontrando que nos hacen sufrir muchas veces nos endurecen y no somos capaces de ver las cosas más claras. No llegamos a reconocer al Señor que camina a nuestro lado, que viene a nuestro encuentro, que nos sale al paso en los caminos de nuestra vida para ser nuestra luz.
Pidámosle al Señor que nos abra el entendimiento del corazón para poder apreciarle, para poder descubrirle, para poder sentirle en nosotros vivo y resucitado y llenándonos de vida y de resurrección. Tenemos que ser sus testigos y somos enviados al mundo entero para predicar la Buena noticia a toda la creación, a todas las criaturas. Aunque nos cueste a nosotros o aunque les cueste entender y aceptar a los demás ese anuncio que les hacemos, esa Buena Noticia que les comunicamos. Ya nos dirá el Señor que no va a ser siempre fácil y por eso nos dará la fuerza de su Espíritu para que podamos vencer el mal y todo peligro que nos acecha.
Como dirá el ultimo versículo del evangelio, aunque hoy no lo hayamos escuchado, ‘Ellos salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba con ellos, confirmando la palabra con las señales que la acompañaban'. Serán las señales de nuestro amor y del amor de Dios que se nos manifiesta.

viernes, 5 de abril de 2013


Jesús está siempre a nuestro lado cuando más lo necesitamos

Hechos, 4, 1-12; Sal. 117; Jn. 21, 1-14
Nos decimos que creemos en Dios y nos queremos llamar cristianos porque en verdad nosotros confesamos nuestra fe en Jesús, tratamos de vivir una vida auténticamente religiosa en nuestra relación con Dios con la oración, escuchando su Palabra, celebrando habitualmente los sacramentos, ahora mismo hemos terminado de celebrar el Triduo Pascual de la pasión, muerte, y resurrección del Señor, pero hemos de reconocer que muchas veces no somos constantes, tenemos el peligro de enfriarnos en nuestras expresiones religiosas o en nuestro compromiso como cristianos; es más, en ocasiones parece como si viviéramos sin tener en cuenta nuestra fe o nos cansáramos de esa vivencia de creyentes olvidándonos por momentos de nuestra fe.
Es una tentación y un peligro por el que podemos pasar. Y hemos de saber estar atentos, aunque eso a veces nos cuesta, para saber descubrir las señales que Dios pone a nuestro lado como llamadas a despertar de esa tibieza en la que fácilmente podemos caer. El Señor no nos deja solos y nos busca, nos llama, viene a nuestro encuentro, aunque se nos cieguen los ojos en tantas ocasiones.
Habrá momentos que en medio de esa rutina a la que volvemos fácilmente sentimos como aldabonazo fuerte en el corazón por algo que nos sucede, un pensamiento que puede surgir en nuestra mente, algo que hacemos y que o no nos sale cuando nosotros queríamos o de repente en un momento dado somos capaces de hacer algo bueno que no nos creíamos capaces.
Hoy nos ha hablado el evangelio de lo que llama Juan la tercera vez que se apareció Jesús a los discípulos reunidos. El Evangelio de Juan previamente nos ha hablado de la aparición de Cristo el primer día de la semana a los discípulos reunidos en el Cenáculo y por segunda vez a los ocho días en el mismo sitio cuando ya estaban todos, incluido Tomás. Se habían llenado de alegría al ver al Señor, nos decía el evangelista. Suponemos todo lo que significó para los discípulos ese encuentro con el Señor resucitado (el domingo tendremos ese texto en la liturgia del segundo domingo de Pascua).
Ahora nos habla de que están en Galilea y se han ido de nuevo a pescar. ‘Voy a pescar’, dice Pedro. ‘Vamos nosotros contigo’, le dicen los demás. Pero como en otra ocasión se pasaron la noche sin coger nada, de manera que cuando al amanecer alguien desde la orilla les pregunta que si tiene pescado, les responden que no han cogido nada. ‘Echad la red al lado derecho de la barca’, les dice desde la orilla quien para ellos en ese momento es un desconocido.
Ya hemos escuchado el relato del evangelio. La pesca es abundante. Juan se da cuenta de quien es el que está a la orilla. ‘Es el Señor’, le dice a Pedro que se lanza al agua para llegar más pronto a los pies de Jesús. El resto de los discípulos que llegan en la barca y se encuentran que Jesús tiene preparada la comida para ellos en la orilla. ‘Al saltar a tierra, vieron una brasas, con peces colocados sobre ellas, y pan’.
Jesús ha venido a su encuentro. Quizá de nuevo se había enfriado su fervor, pues se habían vuelto a sus faenas de antes. Las cosas no les salen como a ellos quisieran, pero allí están las señales de la presencia de Jesús. A su palabra, echan de nuevo la red y la redada de peces es grande. ‘Ninguno de los discípulos se atrevía ahora a preguntarle quien era, porque sabían bien que era el Señor’.
Es el Señor que viene a nuestro encuentro y se nos va haciendo el encontradizo allí donde estamos en la vida, en medio de nuestros trabajos, de nuestras luchas, de nuestros cansancios o de la tibieza en la que podemos caer en la rutina de cada día. Pero el Señor está a nuestro lado alentándonos en nuestra fe, dándonos su gracia, realizando maravillas en nosotros. Abramos los ojos como Juan para descubrirle y saber que es el Señor el que está a nuestro lado.
Que no se nos enfríe nuestra fe. Jesús está siempre a nuestro lado cuando más lo necesitamos.

jueves, 4 de abril de 2013


Testigos que anuncian llenos de alegría la conversión y el perdón por el nombre de Jesús

Hechos, 3, 11-26; Sal. 8; Lc. 24, 35-48
Seguían contando los de Emaús ‘lo que les había pasado por el camino y cómo lo  habían reconocido al partir el pan’. Los que estaban en Jerusalén contaban también su experiencia porque sabían que a Simón también se le había aparecido Jesús resucitado. Y allí está ahora en medio de ellos. ‘Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos...’
Sorpresa, miedo, alegría, paz son los sentimientos que se van sucediendo en ellos. Pero Jesús viene con la paz. Es su saludo: ‘Y les dice: Paz a vosotros’. Es el saludo de Cristo resucitado que se repite en los distintos evangelistas. Cuando Juan nos narre también esta primera aparición en el Cenáculo la tarde de aquel primer día de la semana, como escucharemos en próximo domingo, ese será el saludo que ponga en labios de Jesús: ‘Paz a vosotros’. Por otra parte les había dicho a las mujeres que fueron de mañana al sepulcro ‘no tengáis miedo’.
No caben los miedos ni temores. Ya habían dado ejemplo los discípulos de Emaús que si primero invitaron a aquel caminante porque se hacía de noche y no convenía caminar en la oscuridad de la noche, una vez que se han encontrado con Jesús resucitado volverán sin ningún temor, porque para ellos ya era de día para siempre, hasta Jerusalén para comunicar a los hermanos la noticia.
Jesús quiere despejarles todas sus dudas para que no piensen en la ensoñación de un fantasma y les pedirá incluso que lo palpen mostrándoles las manos y los pies ‘porque un fantasma no tiene carne y huesos’, y les pide también que le den algo para comer. ‘Le ofrecieron un trozo de pez asado, lo tomó y comió delante de ellos’.
Se disipaban los miedos, los temores, las dudas, pero la alegría que los embargaba les hacía seguir atónitos. Ahora, como había hecho con los discípulos de Emaús pacientemente se pone a recordarles lo anunciado por El mismo y por las Escrituras sagradas. ‘Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse’. Obediente al designio divino había subido hasta la cruz. El cáliz había sido amargo pero aunque le pidiera al Padre que lo librara de él, sin embargo por encima de todo estaba lo que era la voluntad del Padre. ‘No se haga mi voluntad sino la tuya’.
‘Les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras’ y puedan comprender bien todo lo que había sucedido porque de ahora en adelante ellos habían de ser los testigos que lo anunciaran y proclamaran. ‘Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto’.
No lo podrán callar. Será el anuncio permanente hasta el final de los siglos. Hoy hemos escuchado a Pedro en el templo de Jerusalén haciendo este anuncio tras la curación del paralítico de la puerta Hermosa. Pero ha de ser también nuestro anuncio, el testimonio que nosotros tenemos que seguir dando.
Hemos celebrado con toda intensidad y fervor el Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Quisimos también nosotros tomar la cruz para seguir a Jesús y hacernos uno con El en el misterio de su Pascua. Pero esa cruz sigue acompañándonos siempre a lo largo de la vida, porque siempre hemos de estar unidos a la muerte y a la resurrección del Señor. Habrá quizá momentos duros en los que podamos flaquear, pero, como Jesús, obedientes al Padre seguiremos los pasos de Jesús.
Seguiremos los pasos de Jesús y con nuestra vida tenemos que ser sus testigos cuando también la cruz caiga sobre nuestros hombros en el dolor o los sufrimientos, en los problemas o en las luchas de cada día, en los contratiempos que podamos tener en nuestra vida, o cuando quizá tengamos que sufrir por el nombre de Jesús. Pero ahí siempre hemos de ser testigos para anunciar en el nombre de Jesús la conversión y el perdón de los pecados, la salvación y la vida eterna para cuantos creemos en Jesús. Así seremos en verdad testigos de Cristo resucitado.
Es nuestra tarea que hemos de realizar sin miedos ni cobardía, sin temores ni dudas porque por la fuerza del Espíritu nos sentiremos siempre inundados de la gracia del Señor que nos fortalece y nos llena de vida, de esa vida que hemos de llevar también a los demás. 

miércoles, 3 de abril de 2013


Un camino desde la desesperanza a una fe renacida

Hechos, 3, 1-10; Sal. 104; Lc. 24, 13-35
Qué distintas son las cosas y de qué manera distinta llegamos a ver y comprender la vida cuando en verdad sentimos que Jesús va junto a nosotros, se hace presente en nuestra vida. Los discípulos de Emaús pasan del desaliento y la desesperanza al entusiasmo y la valentía para hacer nuevos caminos. Venían por un camino que se les hacía triste y cansino porque como se suele decir llevaban el alma por los pies tras el desaliento que les había producido la muerte de Jesús con lo que parecía que para ellos se habían acabado todas las esperanzas.
‘¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?’, les pregunta aquel caminante que les sigue el paso y se pone a caminar junto a ellos. ‘Se detuvieron preocupados’, comenta el evangelista. Aquel caminante que se les une a su camino nota cuanto pueda ser la preocupación y el dolor que llevan en el alma. Bueno, Jesús lo sabe bien, pero ellos no le reconocen. Se pone a caminar con ellos.
Poco a poco ellos se irán confiando y le irán contando todo cuanto ha sucedido. ‘¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?’ Y le explican con todo detalle. Pero aquel desconocido caminante es el que comienza a explicarles el sentido de todo, les va recordando las Escrituras, todo lo anunciado por los profetas y se va enardeciendo su corazón. ‘¡Qué torpes y necios sois para creer lo que anunciaron los profetas!’, les dice. ‘Les explicó todo lo que se refería a El en toda la Escritura’.
Cuando antes sólo pensaban en si mismos, tan ensimismados que no reconocen quien es el que va con ellos en el camino, ahora se abren a la generosidad y lo invitan a quedarse preocupados por El. Los caminos son peligrosos - recordemos lo de la parábola que nos contaba Jesús del caminante que fue asaltado y dejado a la vera del camino medio muerto en la bajada a Jericó - y comienza a caer la tarde. ‘Quédate con nosotros porque atardece y la tarde va de caída’. Le abren las puertas ya no solo de su casa, sino que realmente les han ido abriendo las puertas del corazón. Y se sentó a la mesa con ellos.
Es ahora cuando se va a descorrer el velo que cegaba sus ojos y se va a descubrir el misterio. Jesús va a repetir el gesto de partir el pan y los ojos se les van a abrir. ‘Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero El desapareció’. Cómo sería ese gesto de Jesús de partir el pan y pronunciar la bendición que tantas veces le verían repetir, de manera que ahora sí lo reconocen. Es el gesto allá del desierto cuando la multiplicación de los panes; pero es el gesto realizado en la última cena cuando instituye la Eucaristía y que nos mandaría repetir. Ahora lo está realizando Jesús.
Aquel camino de desaliento y desesperanza que habían venido pesadamente haciendo ahora se acaba y se transforma, porque ahora serán las carreras para volver a Jerusalén y no importa que sea la noche. Para ellos se acabó el desaliento y el miedo y se sienten seguros. Una alegría y una paz nueva han brotado en sus corazones y no les queda mas remedio que correr de nuevo a Jerusalén porque aquella noticia no se la pueden quedar para ellos. ‘¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?’ se preguntan y con ese ardor en su corazón volverán a Jerusalén donde contarían todo lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Jesús también viene a nuestro encuentro en ese camino de desalientos y desesperanzas que tantas veces recorremos en la vida; Cristo camina a nuestro lado aunque muchas veces no lo sepamos reconocer pero es El quien nos da esperanza, nos hace sentir paz en el corazón y nos da aliento y fuerza para que vayamos a los demás a contarles también cuanto nos ha sucedido.
‘Quédate con nosotros’, tendremos que decirle una y otra vez, para manifestar nuestro deseo de que El esté con nosotros y de que nosotros podamos estar siempre con El. No nos encerremos en nuestras preocupaciones y agobios, no nos encerremos en nuestras desesperanzas y desalientos. Abramos nuestro corazón a Dios, abramos los ojos de la fe, pongamos mucho amor en nuestro corazón y en todo lo que vayamos haciendo y vamos a sentir arder nuestro corazón porque El lo va a prender del fuego divino de su amor.
Quédate con nosotros, Señor, para que nunca se nos haga la noche en nuestra vida, para que no nos puedan las tinieblas, sino que siempre nos sintamos iluminados por tu luz. 

martes, 2 de abril de 2013


También Jesús nos llama por nuestro nombre para que vayamos a anunciar su resurrección

Hechos, 2, 36-41; Sal. 32; Jn. 20, 11-18
La muerte de Jesús fue algo duro para los discípulos de Jesús en especial para aquellos que más le amaban - es el caso de María Magdalena a la que hace hoy mención el evangelio - y muy costoso de asumir. Jesús le había anunciado repetidamente como siempre que hacía el anuncio de su pasión y de su muerte hablaba también de su resurrección. Muchas veces hemos comentado esos textos.
Algo tan traumático para los que tanto le amaban y le seguían, que veremos por ejemplo al grupo de los Doce encerrados en el cenáculo con las puertas cerradas por miedo a los judíos y como hoy escuchamos la lágrimas obnubilan los ojos para no ser capaz de reconocer a Jesús aunque se le tenga delante. Es lo que le sucedía a María Magdalena. ‘Estaba sentada junto al sepulcro llorando’, contempla los ángeles ‘vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús’.
Escucha la voz que le pregunta -primero los ángeles, después Jesús mismo - ‘Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?’, pero  no reconoce a Jesús. Cegados los ojos por las lágrimas, pero cegado el corazón para no conocer. Le tomó por el encargado del huerto. ‘Señor, si tu te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré’. Se siente fuerte aquella débil mujer para cargar si fuera necesario con el cuerpo de Jesús.
Pero será la llamada por su nombre lo que la despierte de su ensoñación. ‘Jesús le dice: ¡María! Y ella se vuelve y le dice: ¡Rabboni! (Maestro)’. Jesús que la llama por su nombre y ella que le reconoce. Sentirse llamada por su nombre… una experiencia muy especial que le hará abrir bien los ojos.
¿Seremos capaces nosotros de escuchar también esa llamada de Jesús por nuestro nombre? Así nos ama el Señor, por nuestro nombre; nuestro nombre es nuestra identidad y es mucho más; en nuestro nombre está nuestra vida y todo lo que hay en nosotros por lo que seríamos amados o despreciados. Pero cuando Dios nos está llamando por nuestro nombre lo hará siempre desde una llamada de amor, aunque muchas cosas despreciables pudiera haber en nuestra vida. Dios nos habla y nos llama por nuestro nombre porque nos ama.
Y nos ama con lo que somos, en lo que están todas esas cosas buenas que hay en nuestra vida, todos esos dones y gracias con los que el Señor nos ha regalado, pero están también nuestras negruras, las negruras de nuestras infidelidades, de nuestras negaciones, de nuestros pecados. Pero aún así nos ama Dios; aún así Dios quiere manifestarsenos regalándonos su amor. Esa es la maravilla del amor que el Señor nos tiene.
Hemos venido celebrando estos días con mayor o menor devoción todo el misterio pascual de Cristo y hemos llegado a la fiesta grande de la Pascua donde proclamamos la glorificación del Señor en su resurrección. Sin embargo, como nos sucede siempre porque así somos de débiles e inconstantes, pudiera ser que pronto haya cosas que nos distraigan, o nos hagan bajar la intensidad con que días antes hemos venido celebrando todo el misterio de Cristo. Pueden ir apareciendo cosas en nuestra vida que, como decíamos, nos distraigan o un poco nos cierren los ojos y ya no sigamos contemplando con la misma intensidad todo este misterio de la pascua - así somos de inconstantes -. El ambiente que nos rodea en nuestra sociedad no siempre nos ayuda a vivir con la intensidad necesaria nuestra experiencia de fe.
Que este hecho del evangelio que hoy estamos contemplando y meditando nos despierte de esas llamémoslas así distracciones, porque sintamos la voz del Señor que nos llama por nuestro nombre para que le sigamos reconociendo. Porque además tenemos una misión, como la de María Magdalena, que es la de ir a anunciar a los hermanos que el Señor ha resucitado. No olvidemos que es un anuncio que si en verdad creemos en Jesús no podemos dejar de hacer. Aunque sea con una simple felicitación pascual que hagamos a los que nos rodean, es también una forma de expresar nuestra fe, de trasmitir lo que llevamos dentro y queremos vivir, a Cristo resucitado.

lunes, 1 de abril de 2013


La pascua sigue alentando nuestra fe y reavivando nuestra esperanza

Hechos, 2, 14.22-32; Sal. 15; Mt. 28, 8-15
Cuando uno ha tenido el gusto y el placer de saborear una exquisita comida, luego le quedará ese gusto en su boca que con solo pensar en aquello tan rico que comió de nuevo parece que lo sigue saboreando en su boca y en sus sentidos; la boca se nos hace agua, como solemos decir, de solo recordarlo.
Mucho más que esto es lo que los cristianos seguimos sintiendo y viviendo en nuestra alma después de haber vivir la fiesta grande de la resurrección del Señor, como ayer nosotros lo hicimos. No es simplemente un saborear con el recuerdo sino que es algo mucho más profundo porque realmente es algo que seguimos viviendo con toda intensidad.
Por eso, como recordamos todos los años en momentos semejantes a éste, la fiesta grande de la resurrección del Señor se nos prolonga con igual solemnidad en un día tan grande que se hace ocho días, por seguimos celebrando la Pascua con toda solemnidad durante toda la octava. Más aún, tendríamos que decir, que es lo que cada domingo los cristianos queremos celebrar, porque si nos reunimos el domingo, para nosotros es el día primero de la semana, porque es el día en que resucitó el Señor y lo convertimos así en domingo, día del Señor que viene a significar la palabra.
Durante estos días iremos saboreando en el evangelio las distintas apariciones, manifestaciones de Cristo resucitado a los discípulos. Sorpresa, dudas, alegría, entusiasmo, proclamación de fe irán apareciendo en los sentimientos de los discípulos o de aquellas otras personas, como las mujeres que fueron al sepulcro en lo que escuchamos hoy en lo que nosotros iremos enriqueciendo nuestra fe y saboreando una y otra vez el gozo y la alegría de la Pascua.
De la misma manera iremos escuchando en los Hechos de los Apóstoles aquellos primeros momentos de la predicación apostólica con el anuncio claro y explícito que se va haciendo de Cristo resucitado. Iremos contemplando también la respuesta que fueron dando aquellos primeros creyentes con sus dificultades y luchas porque no siempre fue fácil hacer ese anuncio del nombre de Jesús.
Todo ello para seguir profundizando en esa vivencia pascual que hemos de hacer con toda nuestra vida. La proclamación de la resurrección de Jesús y de nuestra fe en El ha de ser al mismo tiempo una proclamación con toda nuestra vida que con hemos nosotros hemos de sentirnos igualmente resucitados. Hemos de ir sintiendo hondamente dentro de nosotros cómo Cristo también nos va levantando a nosotros de nuestra muerte, nos hace resucitar con El, y con El hemos de vivir una nueva vida.
Todo esto alienta nuestra fe, reanima nuestra esperanza. Nos alienta porque sentimos en nosotros el peso de nuestros pecados que nos arrastran a la muerte, pero estamos llamados a la vida. Cristo nos quiere llevar con El, quiere levantarnos, arrancarnos de ese sepulcro de muerte en que nos sumergimos con nuestro pecado. Estamos llamados a la vida y con Cristo resucitado sentimos reanimar nuestra esperanza de que sea posible sí el vivir esa vida nueva de la gracia. Para eso ha resucitado Cristo.
Como hemos recitado en el salmo ‘se alegra mi corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción’. En estas palabras podemos ver un anuncio de resurrección, y así lo aplica san Pedro en su discurso en el día de Pentecostés que hemos escuchado en la primera lectura. ‘Cuando dijo que no lo entregaría a la muerte y que su carne no conocería la corrupción hablaba del Mesías, previendo su resurrección’. Y como termina afirmando el apóstol ‘Dios resucitó a este Jesús y todos nosotros somos testigos’.
Pero también en estas palabras del salmo podemos entrever un anuncio de nuestra resurrección futura, pero también de esa resurrección que cada día podemos ir viviendo cuando sentimos la gracia salvadora del Señor sobre nosotros para arrancarnos del mal, darnos su perdón y llenarnos de su gracia divina.

domingo, 31 de marzo de 2013


Es la Pascua, es el paso del Señor resucitado, vida de nuestra vida y de nuestro mundo

Hechos, 10, 34.37-43; Sal. 117; Col. 3, 1-4; Jn. 20, 1-9
‘Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo’. Así tenemos que cantar sin cansarnos. Ha resucitado el Señor. Es la noticia. Es nuestra noticia de la que somos testigos. Es el anuncio que no podemos dejar de hacer. Y resuenan los aleluyas y nuestros cantos. Alabamos al Señor y no nos cansamos de darle gracias. Es la Pascua, la Pascua de resurrección. Es el paso del Señor que nos llenó de vida y de gracia dando su vida, entregándose por nosotros y ahora le contemplamos vivo y glorioso.
Anoche en la vigilia pascual se encendían las luces, tomadas de un fuego nuevo para iluminar las tinieblas del mundo y anunciar por todos los pueblos que Cristo ha resucitado, que ya no está en el sepulcro, sino que está vivo, está aquí presente en nosotros y entre nosotros. No buscamos más en el sepulcro de la muerte al que es la Vida. La muerte está ya vencida. Cristo ha resucitado y con El nosotros nos sentimos también sacados del sepulcro y llenos de vida. Y tomábamos de su luz porque tenemos que ser sembradores de luz en medio de nuestro mundo que tanto la necesita, sembrando fe y sembrando esperanza.
La fiesta de la Pascua es lo más misterioso y hermoso que podemos celebrar. Vimos roto el cuerpo de Jesús traspasado en la cruz. Recordemos cómo lo contemplábamos en la tarde del Viernes Santo. Ahora se nos anuncia que ese cuerpo ya no está roto en el sepulcro. ‘¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?’ escuchábamos anoche a los ángeles anunciar a las mujeres que iban al sepulcro. Está aquí, y no está roto sino resplandeciente y glorificado. ¡Ha resucitado!
Es nuestra alegría y nuestra esperanza. Es la fe que queremos proclamar. Es la noticia sorprendente, casi increíble, que nos repetimos. Pero sí, creemos que en verdad ha resucitado el Señor. Somos testigos porque nosotros lo sentimos vivo, está en nosotros y con nosotros. Aunque sea una noticia increíble para muchos que aun siguen poniendo en duda para nosotros es la certeza más grande. Es un anuncio que no todos comprendían y les costaba aceptar, entonces y ahora, pero ahí está el eje y centro de nuestra fe.
También a los apóstoles al principio les costó creer cuando las mujeres vinieron diciendo que el sepulcro estaba vacío, que los ángeles les habían anunciado que estaba vivo. Y cuando los apóstoles iban haciendo ese anuncio en la predicación del evangelio costaba más entender a muchos; recordemos cómo en Atenas cuando Pablo habla de resurrección, dándose la vuelta le dicen de eso nos hablarás otro día.
Hoy vemos en el evangelio a Pedro y Juan correr por las calles de Jerusalén hasta el sepulcro para comprobar lo que les había dicho María Magdalena. Al principio dudan pero al final terminarán creyendo. ‘Entró Pedro al sepulcro vio la vendas por el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas sino enrollado en un sitio aparte; luego entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó. Hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que El había de resucitar de entre los muertos’.
Más tarde, en distintos momentos se sucederán las manifestaciones de Cristo resucitado, en el Cenáculo, el camino de Emaús, junto al mar de Galilea... Y hemos escuchado en la primera lectura proclamar a Pedro, ya con la fuerza del Espíritu, ‘nosotros somos testigos de todo… lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día… y damos solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos…
Así nosotros con toda firmeza y convicción queremos hoy proclamar nuestra fe en la resurrección de Jesús, aunque algunos quieran tratarnos de ilusos. Es nuestra fe. Para quienes no tienen fe o están llenos de dudas pedimos que la fuerza del Espíritu ilumine sus corazones y sus mentes para que se abran al misterio de Dios. Esa fe que nos llena de alegría y da plenitud de sentido a nuestra vida.
Sí, creemos en Cristo vivo y presente, que está aquí, vivo entre nosotros; aquí en nuestro propio corazón, en lo más hondo de nosotros mismos los podemos sentir, como le sentimos por la fuerza del Espíritu en la Palabra y en los Sacramentos. Creemos porque además experimentamos en nosotros la fuerza de su resurrección con la que queremos caminar y luchar por ser nosotros unos hombres nuevos resucitados en Cristo y con la que nos sentimos impulsados para ir transformando nuestro mundo.
Porque Cristo sigue resucitando en nosotros cuando, a pesar de nuestros tropiezos y caídas, seguimos levantándonos una y otra vez; porque Cristo sigue resucitando en nosotros cuando somos capaces de sonreír con ilusión y esperanza a pesar de que muchos sean los problemas que tengamos; porque Cristo sigue resucitando en nosotros cuando el dolor y el sufrimiento no nos hunden sino que nos hacen más humanos y más maduros porque le damos un sentido nuevo a todo lo que es nuestra vida.
Y con Cristo resucitado a nuestro lado nos sentimos felices cuando hacemos el bien y amamos, siendo capaces de olvidarnos de nosotros mismos; con la fuerza de Cristo resucitado somos capaces de perdonar y buscar la paz y el encuentro con el otro porque seguimos creyendo y confiando en la persona como Cristo ha confiado en mi a pesar de mis debilidades y fracasos.
Con la presencia de Cristo resucitado junto a mí por la fuerza de su Espíritu abro mi corazón a Dios y a su Palabra para ir descubriendo cada día lo bueno que tengo que hacer y me comprometo seriamente a ser cada día yo mejor pero hacer todo lo posible porque el mundo que me rodea sea también mejor. Nos sentimos envueltos cada vez más en más amor, más humanidad, más comprensión y más misericordia porque ‘si hoy nos queremos es que resucitó’.
La vivencia de la resurrección del Señor envuelve y llena mi vida totalmente porque ya mi vivir es Cristo, Cristo es mi vida. Y con Cristo en mi vida ya no hay lugar para el pecado, ya no hay lugar para la tristeza ni para la desesperanza, ya no hay lugar para la soledad ni el desamor, ya no hay lugar para la muerte. Cristo resucitado es nuestra santidad y nuestra justificación; Cristo nos sonríe y nos alegra con su sola presencia; Cristo nos enseña y nos garantiza que todo termina bien, que el Padre nos espera; Cristo es el Pastor bello que nos acompaña; Cristo es el amor resucitado y derramado; Cristo es la vida victoriosa.
Vayamos, pues, sembrando semillas de resurrección en nuestro mundo, empezando por los que están a nuestro lado cada día, la familia, los amigos, aquellos con los que convivimos o trabajamos, allí donde hacemos nuestra vida de cada día. Sembrar resurrección es sembrar amor y solidaridad, es sembrar paz y armonía, es llevar alegría a los que están tristes, es ayudar a levantar al caído, es poner ilusión en los corazones rotos y desesperanzados, es hacer que sean más autenticas y sinceras nuestras palabras y nuestra relación con los demás, es tender una mano al que se encuentra caído en el vicio y la esclavitud del pecado para ayudarle a levantarse, es buscar siempre caminos de reconciliación y perdón, es compartir generosamente lo que somos y tenemos para que nadie pase necesidad… es ‘buscar el Reino de Dios y su justicia’, como nos decía Jesús en el evangelio.
Y así cuantas cosas buenas podemos hacer que aunque nos parezcan pequeñas e insignificantes que nadie nota son, sin embargo, hermosas piedras que contribuyen a la construcción de un mundo mejor. A eso nos compromete nuestra fe en Cristo resucitado, así iremos resucitando nosotros cada día y haremos resucitar nuestro mundo haciéndolo mejor.
¡Cristo ha resucitado! Es nuestra fe con la que tenemos que iluminar nuestro mundo. Feliz pascua de Resurrección