martes, 2 de abril de 2013


También Jesús nos llama por nuestro nombre para que vayamos a anunciar su resurrección

Hechos, 2, 36-41; Sal. 32; Jn. 20, 11-18
La muerte de Jesús fue algo duro para los discípulos de Jesús en especial para aquellos que más le amaban - es el caso de María Magdalena a la que hace hoy mención el evangelio - y muy costoso de asumir. Jesús le había anunciado repetidamente como siempre que hacía el anuncio de su pasión y de su muerte hablaba también de su resurrección. Muchas veces hemos comentado esos textos.
Algo tan traumático para los que tanto le amaban y le seguían, que veremos por ejemplo al grupo de los Doce encerrados en el cenáculo con las puertas cerradas por miedo a los judíos y como hoy escuchamos la lágrimas obnubilan los ojos para no ser capaz de reconocer a Jesús aunque se le tenga delante. Es lo que le sucedía a María Magdalena. ‘Estaba sentada junto al sepulcro llorando’, contempla los ángeles ‘vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús’.
Escucha la voz que le pregunta -primero los ángeles, después Jesús mismo - ‘Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?’, pero  no reconoce a Jesús. Cegados los ojos por las lágrimas, pero cegado el corazón para no conocer. Le tomó por el encargado del huerto. ‘Señor, si tu te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré’. Se siente fuerte aquella débil mujer para cargar si fuera necesario con el cuerpo de Jesús.
Pero será la llamada por su nombre lo que la despierte de su ensoñación. ‘Jesús le dice: ¡María! Y ella se vuelve y le dice: ¡Rabboni! (Maestro)’. Jesús que la llama por su nombre y ella que le reconoce. Sentirse llamada por su nombre… una experiencia muy especial que le hará abrir bien los ojos.
¿Seremos capaces nosotros de escuchar también esa llamada de Jesús por nuestro nombre? Así nos ama el Señor, por nuestro nombre; nuestro nombre es nuestra identidad y es mucho más; en nuestro nombre está nuestra vida y todo lo que hay en nosotros por lo que seríamos amados o despreciados. Pero cuando Dios nos está llamando por nuestro nombre lo hará siempre desde una llamada de amor, aunque muchas cosas despreciables pudiera haber en nuestra vida. Dios nos habla y nos llama por nuestro nombre porque nos ama.
Y nos ama con lo que somos, en lo que están todas esas cosas buenas que hay en nuestra vida, todos esos dones y gracias con los que el Señor nos ha regalado, pero están también nuestras negruras, las negruras de nuestras infidelidades, de nuestras negaciones, de nuestros pecados. Pero aún así nos ama Dios; aún así Dios quiere manifestarsenos regalándonos su amor. Esa es la maravilla del amor que el Señor nos tiene.
Hemos venido celebrando estos días con mayor o menor devoción todo el misterio pascual de Cristo y hemos llegado a la fiesta grande de la Pascua donde proclamamos la glorificación del Señor en su resurrección. Sin embargo, como nos sucede siempre porque así somos de débiles e inconstantes, pudiera ser que pronto haya cosas que nos distraigan, o nos hagan bajar la intensidad con que días antes hemos venido celebrando todo el misterio de Cristo. Pueden ir apareciendo cosas en nuestra vida que, como decíamos, nos distraigan o un poco nos cierren los ojos y ya no sigamos contemplando con la misma intensidad todo este misterio de la pascua - así somos de inconstantes -. El ambiente que nos rodea en nuestra sociedad no siempre nos ayuda a vivir con la intensidad necesaria nuestra experiencia de fe.
Que este hecho del evangelio que hoy estamos contemplando y meditando nos despierte de esas llamémoslas así distracciones, porque sintamos la voz del Señor que nos llama por nuestro nombre para que le sigamos reconociendo. Porque además tenemos una misión, como la de María Magdalena, que es la de ir a anunciar a los hermanos que el Señor ha resucitado. No olvidemos que es un anuncio que si en verdad creemos en Jesús no podemos dejar de hacer. Aunque sea con una simple felicitación pascual que hagamos a los que nos rodean, es también una forma de expresar nuestra fe, de trasmitir lo que llevamos dentro y queremos vivir, a Cristo resucitado.

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