sábado, 17 de noviembre de 2012


Ellos se pusieron en camino para trabajar por Cristo

2Jn. 5-8; Sal. 111; Lc. 18, 1-8
‘Ellos han hablado de tu caridad ante la comunidad de aquí’. Así le dice Juan a Gayo, a quien dirige esta carta, la tercera de las del apóstol Juan. Esta semana hemos venido escuchando diversas cartas breves tanto de san Pablo como ahora de Juan.
Esta de hoy es uno de los escritos más breves del Nuevo Testamento y como hemos escuchado Juan hace alabanza del buen hacer de Gayo para con la comunidad y para con los pastores de la comunidad. En lo que hemos citado para comenzar hace referencia a lo que los hermanos han dicho de él, de su buen hacer, de su caridad. Ahora Juan le va a pedir que siga actuando de esa misma manera generosa con los que van a hacer un viaje de evangelización. ‘Por favor, provéelos para el viaje como Dios se merece, ellos se pusieron en camino para trabajar por Cristo… por eso nosotros debemos sostener a hombres como estos, cooperando así con la propagación de la verdad’.
El pregonero del evangelio tiene estricto derecho a vivir del Evangelio, es decir, que la comunidad se preocupe de atenderlos para que puedan dedicarse plenamente a su labor sin otras preocupaciones. Ya lo enseña Jesús en el evangelio, que el obrero de la viña del Señor merece su salario, y también el apóstol Pablo hablará en sus cartas en este sentido.
Nos viene bien esta reflexión a la luz de la Palabra del Señor precisamente cuando estamos en días de celebrar el Día de la Iglesia Diocesana, que será mañana domingo. Y entre los objetivos de esta Jornada está el que tomemos condición de nuestro ser Iglesia, pero también de cómo todos hemos de contribuir al bien de la Iglesia, colaborando incluso económicamente para el desarrollo de sus actividades y para el sostenimiento del clero, de los pastores dedicados plenamente al anuncio del evangelio.
En su mensaje para esta jornada nuestro obispo nos dice: ‘Como en cualquier familia natural, en la Iglesia cada uno –de acuerdo con sus posibilidades- está llamado a poner lo mejor de si mismo para el bien del conjunto de los fieles. De ese modo, todos aportan y todos se benefician. Nadie se basta a sí mismo y, lo mismo que los demás me necesitan de mi aportación, yo también necesito de servicio de los otros. Sin duda alguna, ayudando a la Iglesia ganamos todos.
La Iglesia se preocupa (y se ocupa) de las necesidades espirituales y materiales de sus hijos y, también, de quienes no están vinculados a ella y que aceptan su servicio. Esto, ni más ni menos, es lo que hace la Iglesia: preocuparse y ocuparse de las necesidades espirituales y materiales de las personas. Por eso, podemos afirmar que directa e indirectamente, con su acción espiritual y socio-caritativa, la Iglesia contribuye a crear una sociedad mejor’.
Y continúa más adelante: ‘Para realizar todo esto, la Iglesia pide a sus miembros (a los que se sienten y declaran católicos) que se impliquen y participen en la vida eclesial, no contentándose sólo con ser sujetos pasivos que disfrutan de las cosas de la Iglesia, sino colaborando activamente con la oración, la dedicación personal y, también, con las aportaciones económicas necesarias el sostenimiento de la vida eclesial y para la atención a los pobres’.
Creo que nos pueden valer estas palabras de nuestro obispo para completar la reflexión que nos ofrece hoy la Palabra de Dios y así nos sintamos bien mentalizados de lo que es nuestra pertenencia a la Iglesia y la contribución generosa que en todos los sentidos nosotros podemos y tenemos que hacer.
Recojamos también el hermoso mensaje del evangelio con la parábola que Jesús nos propone para explicarnos cómo tenemos que orar siempre sin desanimarnos. Que así sea siempre nuestra oración en alabanza al Señor y para pedir por nuestras necesidades y las de la Iglesia y el mundo.

viernes, 16 de noviembre de 2012


Atentos y preparados para el día en que se manifieste el Hijo del Hombre

2Jn. 4-9; Sal. 118; Lc. 17, 26-37
Hay momentos en la vida en que nos suceden cosas inesperadas que nos causan sobresalto y sorpresa porque lo imprevisto de lo sucedido nos ha encontrado desprevenidos y sin prepararnos. Un accidente, una muerte repentina de un ser querido, una enfermedad, o algún otro hecho, no siempre tienen que ser cosas malas o negativas, que por lo inesperado nos resulta sorpresivo, como una visita o la llegada de alguien, que quizá de lejos y hace tiempo no habíamos visto, viene a vernos. ¿Por qué? ¿Por qué me sucede esto a mí?, nos preguntamos y nos decimos que si hubiéramos sabido lo que iba a suceder o que íbamos a recibir a alguien hubiéramos estado preparados.
En fin de cuentas, estas cosas que mencionamos con ser importantes, quizá no son tan trascendentales en nuestra vida. Pero con lo que nos dice Jesús hoy en el evangelio sí nos quiere hacer pensar en cosas o momentos que pueden ser, que son hecho trascendentales en nuestra vida. Nos quiere hablar Jesús del ‘día en que se manifieste el Hijo del Hombre’. Una referencia al momento final de nuestra vida, a la segunda venida del Hijo del Hombre que nos anuncia Jesús en el Evangelio, o del momento final de la historia humana.
Cuando estamos finalizando el ciclo litúrgico y lo mismo al comenzar luego el nuevo ciclo con el tiempo del Adviento la liturgia nos va ofreciendo una serie de textos de los evangelios que nos hablan de ese tiempo final. Es un recordatorio que nos hace de algo que por supuesto siempre hemos de tener en cuenta para que no olvidemos de la trascendencia que en todo momento hemos de darle a nuestra vida. Nuestra patria definitiva no es esta tierra ni este mundo, sino que estamos llamados a una vida en plenitud, una vida eterna junto a Dios, cosa que no podemos olvidar, porque realmente dará un sentido profundo a nuestra existencia.
Jesús nos propone varios hechos e imágenes para hacernos pensar y reflexionar. Nos habla de los tiempos de Noé, cuando llegó el diluvio y acabó con todos; sólo Noé y su familia que entraron en el Arca pudieron salvarse. O nos habla de la destrucción de Sodoma y Gomorra cuando bajó fuego del cielo y solo Lot pudo salvarse. ‘Así sucederá, nos dice, cuando se manifieste el Hijo del Hombre’.
No es para asustarnos y llenarnos de temor, sino para que recapacitemos en el sentido de nuestra vida, porque como aquellos que ‘comían, bebían, compraban, sembraban, construían, se casaban’, que no estuvieron preparados los encontró desprevenidos aquel momento de desolación, así nosotros también vamos haciendo nuestra vida preocupados por los afanes de cada día, y perdemos el sentido de trascendencia de nuestra vida, vivimos como si solo nos importara el momento presente, y hasta parece que viviéramos sin fe y hasta olvidándonos de Dios.
No tiene que ser esa la manera de actuar y de vivir del creyente. No somos creyentes sólo porque digamos que tenemos una fe y hasta nos sepamos de memoria el Credo recitándolo con toda fidelidad. Esa fe que tenemos tiene que reflejarse en lo que es la vida nuestra de cada día, en nuestras actitudes y en nuestros comportamientos, en el valor que le damos a las cosas materiales y en el sentido que le vamos dando a todo aquello que hacemos santificándolas con esa gracia del Señor, sirviéndonos para nuestra propia santificación.
Esa es la tarea del verdadero creyente. Así quien cree en Jesús sabe descubrir el verdadero valor de la vida y de lo que hace. Así, aunque a veces tengamos que vivir momentos malos y de dificultad, sabemos que todo eso bueno que vayamos haciendo un día se convertirá en plenitud cuando vivamos junto a Dios. Significa eso, entonces, la atención y tensión con que vivimos nuestra vida sabiendo descubrir también la presencia de Dios junto a nosotros que nunca nos abandona y nunca deja de enriquecernos con su gracia para que podamos vivir cada momento en el mayor sentido y plenitud.

jueves, 15 de noviembre de 2012

El Reino de Dios está dentro de vosotros, que se noten esas señales

Flm. 7-20; Sal. 145; Lc. 17, 20-25
‘Unos fariseos le preguntan cuando va a llegar el Reino de Dios’. El primer anuncio que hace Jesús cuando comienza su predicación por Galilea es invitar a la gente a convertirse y creer en la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios. Fue anuncio repetido una y otra vez y la gente estaba expectante. Era de alguna manera la señal de la llegada del Mesías esperado y con Jesús llegaba el Reino de Dios. Había que convertirse, había que creer, había que cambiar el corazón para poder acoger todo eso bueno que con Jesús llegaba.
Luego, si seguimos los pasos del evangelio, Jesús nos va explicando cómo es ese Reino de Dios. En el Sermón del Monte nos da sus fundamentales características porque nos está diciendo cómo ha de ser esa vida nueva que hemos de vivir. En las parábolas con imágenes nos va señalando también cómo va a ser ese Reino de Dios. ‘El Reino de los cielos se parece…’ y nos habla de la semilla sembrada, nos habla del banquete de bodas, nos habla de la viña entregada a los viñadores, y así nos va poniendo en imágenes cómo es y cómo vivirlo.
Sin embargo les costaba entender. A nosotros también, porque muchas veces tratamos de explicar como es ese Reino de Dios y qué es lo que hemos de hacer y también nos llenamos de confusiones. Pero los judíos seguían pensando en un Mesías victorioso y triunfante al frente de unos ejércitos o de toda una revolución que le devolviese la soberanía a Israel. Los apóstoles incluso les veremos momentos antes de la Ascensión seguir preguntando si ese era el momento de la restauración de la soberanía de Israel.
Les costaba entender. No habían realizado, como nos sucede a nosotros también, aquel necesario cambio del corazón para poder acoger ese Reino de Dios anunciado por Jesús. Seguían pensando en cosas espectaculares. A nosotros también nos gustan las cosas espectaculares. Quizá nos cuesta escuchar y atender a la Palabra de Dios que sencilla y humildemente se nos proclama cada día, pero si  nos dicen que aquí o allá se realizó no sé qué milagro, allá vamos corriendo entusiasmados porque queremos verlo o porque quizá centremos toda nuestra religiosidad en esas cosas. Somos muy dados a apariciones y visiones, a cosas espectaculares y somos capaces de recorrer medio mundo por ir a esos sitios, mientras tenemos a diario el milagro de la Eucaristía delante de nuestros ojos y ya casi  ni nos impresionamos.
¿Qué dice Jesús a la pregunta que le hacen los fariseos? ‘El Reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el Reino de Dios está dentro de vosotros’. Sí, es ahí en nuestro corazón donde tenemos que sentir el Reino de Dios, cuando reconocemos de verdad con todas sus consecuencias que Dios es el único Señor de nuestra vida. Y sentir que Dios es el único Señor de nuestra vida nos exigirá cambiar muchas cosas en nosotros, muchas actitudes y posturas, muchas maneras de ser y de vivir, muchas maneras de actuar.
Muchas veces hemos proclamado, y lo hacemos partiendo de todo lo que nos ha enseñado Jesús en el evangelio, que el Reino de Dios es paz, y es amor, y es justicia, y es verdad. Pues, sí, cuando vayamos poniendo más amor en nuestra vida porque a todos amemos y respetemos, porque todos nos queremos y seamos capaces de comprendernos y de perdonarnos; cuando seamos capaces de buscar el bien por encima de todo y buscar el bien el otro; cuando vayamos siendo sinceros, auténticos en nuestra vida desterrando de nuestro corazón todo lo que sea falsedad y mentira, apariencia o hipocresía, estaremos viviendo el Reino de Dios, estaremos sintiendo que el Reino de Dios está en nosotros y estando en nosotros lo iremos sembrando como buena semilla en nuestro mundo.
Por eso nos dice Jesús que no vayamos de acá para allá cuando nos digan que si está aquí o está allí, porque como el resplandor del relámpago lo ilumina todo con su luz de una vez, así nos sentiremos iluminados por Jesús allá donde estemos y allá donde estemos si vivimos el Reino de Dios estaremos también iluminando con esa luz el mundo que nos rodea. Y eso tenemos que hacerlo aquí donde estamos, con los que convivimos cada día, y con nuestros vecinos, y con nuestra familia, y con toda la sociedad que nos rodea. Demos de verdad esas señales del Reino de Dios por nuestra manera de vivir, por nuestro actuar, por nuestras actitudes, por nuestro compromiso, por nuestro amor. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012


Encuentro de Jesús con la miseria humana en el triunfo de la misericordia divina

Tito, 3, 1-7; Sal. 22; Lc. 17, 11-19
Todo el camino de Jesús por la vida es un encuentro con la miseria humana, pero al mismo tiempo un triunfo de su misericordia y su poder sobre el mal, que suscita en nosotros la fe y que nos invita a la obediencia a su Palabra.
La imagen del evangelio en aquellos diez leprosos, que en las afueras del pueblo, pues por su condición de leprosos eran considerados inmundos y apartados de la vida de la comunidad está reflejándonos hasta donde llega la miseria del hombre. No es sólo la enfermedad que manifiesta la debilidad de nuestro cuerpo, sino aquella situación discriminatoria que viven los leprosos nos están señalando el pozo hondo en el caemos los hombres con nuestro mal.
Retrata demasiado bien la negrura en que se ve envuelto el corazón del hombre. Retrata no sólo la situación social de aquel momento con aquellas costumbres tan duras, sino que nos retrata a nosotros con nuestras distinciones y discriminaciones, con esas actitudes que se nos meten tantas veces en el corazón que nos lleva a excluir y apartar a muchos de nuestra vida porque sean de una forma determinada, porque nos hayan hecho algo que no nos gusta o nos haya dañado, o por tantas cosas que como disculpas nos buscamos para no dejarlos entrar en nuestro corazón.
Pero desde aquel pozo donde se ven hundidos aquellos leprosos al enterarse que pasaba Jesús de Nazaret surge el grito suplicando: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’. Y Jesús no se hace el sordo ante aquella súplica. Jesús les hace salir de aquel pozo en que se han metido o los han metido. Jesús los envía curados al encuentro de nuevo con la sociedad y con la familia. ‘Id a presentaros a los sacerdotes’. Era el requisito legal para que se reconociese que estaban curados y podían volver al seno de la comunidad y al encuentro con sus familias.
Nos hace falta a nosotros también gritar con fe a Jesús. El está pasando también por la cercanía de nuestra vida y no quiere ser ajeno a nada de cuanto sufrimos. En muchos pozos nos vemos hundidos, ya sea el mal del pecado que hayamos dejado entrar en nuestro corazón, ya sean las actitudes no siempre positivas que nosotros en muchas ocasiones podamos tener hacia los demás, ya sean otras situaciones duras y difíciles por los que estemos pasando por la vida. Jesús también escucha nuestra súplica, está atento a nuestra necesidad, nos tiende la mano a nosotros también para levantarnos y salir de ese pozo, sea cual sea, en que estamos metidos.
No podemos desconfiar de la misericordia del Señor que es grande, como grande es su amor. El ha venido para liberarnos del mal, para arrancarnos del pecado, para enseñarnos y darnos fuerza para salir de ese mal que hemos dejado meter en nuestro corazón; El ha venido para tendernos la mano y darnos esperanza en esas situaciones difíciles por las que pasamos en la vida.
Con El tenemos asegurada la salvación. Dejémonos conducir por El, que también nos está señalando los caminos que hemos de recorrer para llegar a esa vida nueva que nos ofrece. Si aprendiéramos esos caminos de amor, de solidaridad, de justicia, de verdad y autenticidad cuántos problemas se solucionarían, de cuántas maneras podríamos ayudar a los que están a nuestro lado, que estilo más bonito de unión y de comunión viviríamos entre unos y otros.
Y nos queda un comentario, un mensaje que siempre nos enseña este texto del evangelio. Seamos agradecidos con cuánto Dios hace en nosotros. Sepamos ver y reconocer su acción salvadora en nuestra vida y con gozo y humildad sepamos darle gracias. Así caminaremos en verdad hacia la salvación total. De aquellos diez leprosos de los que habla el Evangelio - todos habían sido curados - solo uno volvió a los pies de Jesús y sabemos que para él no solo llegó la curación de su cuerpo sino la salvación total. ‘Levántate, vete; tu fe te ha salvado’, le dice Jesús. 

martes, 13 de noviembre de 2012


Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación a todos los hombres

Tito, 2, 1-8.11-14; Sal. 36: Lc. 17, 7-10
‘Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres’. Es el gran anuncio que hace Pablo en la carta que estamos escuchando. Pero es el gran anuncio de nuestra fe. El gran anuncio que ya resonó en los campos de Belén cuando los ángeles anuncian a los pastores que en la ciudad de Belén les ha nacido un Salvador. ‘Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres’.
Es la Buena Noticia, el Evangelio que se nos anuncia y que nosotros tenemos que anunciar. Fue el mandato de Cristo antes de la Ascensión al cielo: ‘Id por todo el mundo anunciando la salvación, quien crea se salvará’. Es la Buena Noticia siempre nueva que nosotros escuchamos y que mueve nuestra vida a vivir la salvación. No es una noticia que se nos agote, que deje de ser noticia, porque siempre es una invitación a vivir la gracia en el momento presente.
Cuando Pablo le recuerda este mensaje a Tito le está pidiendo también que sea la Buena Noticia que él siga anunciando para que los hombres comiencen a vivir esa vida nueva de la salvación. Para siempre ya nos sentimos en relación intima y profunda con Dios, porque de El hemos recibido la salvación y tendrá que brotar de nuestros corazones la acción de gracias y la alabanza. Y esto no se puede agotar nunca.
Por eso para nosotros nunca una celebración que estemos viviendo es una mera repetición de otras celebraciones que hayamos tenido. Siempre tenemos que darle toda la intensidad, siempre tiene que surgir fuerte esa alabanza y esa acción de gracias desde nuestro corazón. Cuando no seamos capaces de hacerlo así es cuando nuestras celebraciones se vuelven rutinarias y frías. Siempre tenemos que sentirnos, por decirlo así, caldeados en ese amor de Dios que se nos manifiesta y al que queremos responder con toda intensidad.
Pero ese reconocimiento de la gracia y salvación que llega a nuestra vida implica que nuestra vida tiene que ser cada vez más santa. Por eso nos decía el apóstol que hemos de aprender a ‘renunciar a los deseos mundanos, para llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa’.
Previamente cuando ha ido indicando el apóstol lo que Tito ha de ir diciendo a los ancianos, a los hombres y mujeres de aquella comunidad, a los jóvenes y a los niños, señalando cosas muy concretas que parten de su vida misma les dice que se ‘mantengan robustos en la fe, en el amor y en la paciencia… que sean siempre maestros en lo bueno… que no hagan nada que desacredite el evangelio por su mal ejemplo… que tengan ideas justas y buenas, presentándose como modelos de buena conducta’.
Hermoso mensaje que tenemos que aplicarnos a nuestra vida concreta. Y además todo eso ‘aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo’. Vivimos en la esperanza del encuentro en plenitud con el Señor. Nos anunció y nos prometió su vuelta y nosotros vivimos siempre en esperanza. No nos puede faltar esa esperanza que en el fondo nos llena de alegría y de paz.
No sé si mientras nos vamos haciendo esta reflexión estas palabras nos suenan a algo que hacemos o decimos en la liturgia. En el rito de la comunión, como una prolongación del padrenuestro con el que empezamos esa parte de la Misa, eso es lo que le pedimos precisamente a Dios. Vernos libres de todo mal, llenarnos siempre de su amor y de su paz, sentirnos fortalecidos y enriquecidos en la misericordia del Señor para superar toda tentación y todo pecado, como decimos, ‘y protegidos de toda perturbación mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’.
Hemos de cuidar lo que celebramos y lo que oramos en la liturgia para que siempre lo hagamos con todo sentido y profundidad. Y es que aquello que es nuestra fe y lo que es la lucha y el camino de nuestra vida cristiana eso es lo que celebramos en la liturgia; y lo que oramos en la liturgia, como lo que escuchamos en la Palabra que se nos proclama, hemos de reflejarlo siempre en todo lo que es nuestra vida.
‘Ha aparecido la gracia de Dios que nos trae la salvación… que vivamos esa salvación, que vivamos esa vida nuestra mientras aguardamos la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo’.

lunes, 12 de noviembre de 2012


Promover y despertar la fe de los elegidos

Tito, 1, 1-9; Sal. 23; Lc. 17, 1-6
Varias cosas nos sugiere hoy la Palabra proclamada, de las que desgranaremos algunas en este breve comentario. Decir de entrada que comenzamos leyendo la carta de san Pablo a Tito, que es una de las cartas llamadas pastorales, y que seguiremos en lo que queda de este tiempo ordinario con las cartas de san Juan y el Apocalipsis.
En el texto hoy escuchado de la carta a Tito vemos ese sentido pastoral en las recomendaciones que el apóstol le hace cuando lo ha dejado al frente de la comunidad de Creta y de cómo ha de escoger a los que van a ser pastores en medio de la comunidad. Pero sí quería fijarme en el saludo del Apóstol. Podríamos decir que nos da como su título o la razón de ser de su preocupación por la Iglesia de Dios. Ha sido llamado para ser Apóstol de Jesucristo y enviado con una misión muy concreta.
‘Apóstol de Jesucristo para promover la fe de los elegidos y el conocimiento de la verdad’. Así se presenta Pablo. Es un elegido y un enviado. Enviado para anunciar el evangelio de Jesús, el evangelio de la verdad. Jesús es el Camino, y la Verdad y la Vida, por eso al anunciar a Jesús estamos encontrándonos con esa verdad que nos dará plenitud y sentido a nuestra vida. Y eso es despertar la fe, ‘promover la fe de los elegidos de Dios’.  Es el primer fruto del anuncio que se nos hace de la Palabra de Dios, nuestra fe. Se nos habla de Jesús para que creamos en El; se nos habla de Jesús para que creyendo en El alcancemos la salvación.
De ahí cómo se completa ese saludo del apóstol, que lo tomamos también nosotros para la celebración litúrgica: ‘Te deseo la gracia y la paz de Dios Padre y de Cristo Jesús Salvador nuestro’. Lo escuchamos cada día y ritualmente respondemos al saludo sacerdotal, pero creo que tendríamos que ser conscientes de verdad de la riqueza que se nos está ofreciendo con la gracia y la paz de Dios para nosotros. Gracia y paz de Dios que hemos de saber acoger en nuestra vida, hacerla vida nuestra.
Pero quería fijarme, aunque fuera brevemente, también en el texto del evangelio. ‘Es inevitable que sucedan escándalos’, nos dice Jesús, porque el mal está ahí al acecho como una piedra de tropezar. Precisamente la palabra escándalo eso significa, piedra de tropezar; el mal nos hace tropezar; pero lo peor del escándalo es cuando somos nosotros con nuestro mal los que hacemos tropezar a los demás. Jesús es duro con esa situación, porque quiere precavernos y quiere también que salgamos de esa situación de mal y de pecado que puede hacer tropezar a los demás.
Por eso nos dice a continuación cómo tenemos que ayudarnos mutuamente. Es una consecuencia del amor que nos tenemos. Cuando  nos amamos de verdad no queremos que aquel a quien amamos se vea enrollado en las redes del mal. Por eso cuando vemos tropezar a alguien tratamos de ayudarle, corregirle, estar a su lado para ayudarle a que se aparte de ese mal. Nos pueden decir, yo hago con mi vida lo que quiero, pero aun así nosotros podemos aconsejar, hacer ver el mal en que haya podido caer el hermano para ayudarle a salir de él.
La corrección algunas veces está mal considerada. Y digo esto porque no siempre sabemos corregir; es ayudar, es estar a su lado para que vaya dando esos pasos necesarios que le alejen de esa situación, es poner mucho amor y mucha comprensión. Algunas veces pensamos que con solo una palabra que digamos ya tendría que ser suficiente y nos olvidamos que a nosotros también nos cuesta trabajo y esfuerzo superarnos en nuestras cosas y no siempre lo logramos desde el primer momento. Es la paciencia y la esperanza del hermano que corrige, que ayuda porque ama.
Ante todo esto que les va planteando Jesús los discípulos terminar por exclamar ‘auméntanos la fe’. Aumentanos la fe, sí, le pedimos porque nos cuesta creer, porque nos cuesta superarnos, porque nos cuesta muchas veces hacer el bien, porque en fin de cuentas somos pecadores. Aumenta nuestra fe, Señor, que es aumenta tu gracia sobre nosotros, que no nos falte nunca la gracia y la fuerza del Espíritu.

domingo, 11 de noviembre de 2012


Pongamos la luz del amor en el corazón para transformar nuestro mundo

1Reyes, 17. 10-16; Sal. 145; Hebreos, 9, 24-28; Mc. 12. 38-44
Un cuadro con dos escenas intensamente contrastadas en claroscuro nos ofrece el pasaje del evangelio. En el centro, tratando de iluminar con la verdadera luz está Jesús. Enfrente, nosotros, para quienes es el mensaje y sepamos descubrir los matices de lo que verdaderamente está lleno de luz y podamos descubrir quizá las tinieblas que aún pudieran quedar en nuestro corazón.
Lo que aparentemente pareciera que fuera luminoso porque contemplamos ostentosos ropajes en un personaje que parece que se desenvuelve con soltura porque busca verse reverenciado por los que le rodean u ocupando lugares principales y de honor pudiera estar más lleno de sombras que lo que nos pareciera menos luminoso - hasta sus ropas de viuda pudieran dar señales de oscuridad - porque más bien se oculta tratando de pasar lo más desapercibida posible y sin que nada de lo que hace llame la atención de cuantos le rodean.
Los que tenían la misión de enseñar porque para eso eran escribas y maestros de la ley se presentan con actitudes contradictorias en la búsqueda de vanidades y apariencias para lograr reconocimientos humanos; más bien su apego a la vanidad y a las cosas materiales harán que sus enseñanzas queden anuladas y sin valor. Mientras que quien quiere pasar desapercibida - nada quiere enseñar quizá porque se siente pequeña - nos está mostrando de manera bien plástica cuánto Jesús nos enseñará en el evangelio; en su generosidad se desposeerá incluso de lo que necesitaría para subsistir y además lo hará calladamente porque, como enseñará Jesús en otro lugar, lo que haga tu mano derecha que no se entere la izquierda.
Ya hemos escuchado el evangelio. Será Jesús el que nos haga descubrir dónde está la verdadera luz y cuáles han de las actitudes auténticas que han de brillar desde lo hondo de nuestro corazón reflejándose en todo lo que hacemos en la vida. Jesús previene contra los escribas porque el afán de las vanidades no es el mejor ejemplo que podamos seguir, ni mucho menos. ‘Les encanta pasearse con rico ropaje y que les hagan reverencias en la plaza y ocupar los lugares de honor en los banquetes, mientras devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos’. Sus vidas están llenas de oscuridades.
Enfrente, sin embargo, una viuda pobre se acercará calladamente al arca de las limosnas para depositar no grandes cantidades como hacían los ricos, sino los dos reales que tenía para subsistir en su necesidad. ‘Os aseguro que esa pobre viuda ha hecho en el arca de las ofrendas más que nadie. Los demás han echado de lo que les sobra, ésta que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’. Aquí está la luz que verdaderamente nos ilumina porque está reflejando en su actitud y en su generosidad lo que es la verdadera luz que nos trae Jesús.
Por su parte la primera lectura nos ha presentado la actitud generosa y desprendida de una mujer que ya casi nada le queda ni para sí ni para su hijo y que sin embargo será capaz de desprenderse de todo porque así se lo señala el profeta, porque así siente en su corazón la voz de Dios que le llama a tal generosidad y da valentía y fuerza para tenerla. Es la viuda de Sarepta de Sidón y es el profeta Elías el que de parte de Dios le promete que si hay generosidad en su corazón ‘la orza de harina no se vaciará,  ni la alcuza de aceite se agotará, hasta el día que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra’, como así le sucederá a aquella mujer.
Nuestra vida también está llena de claroscuros porque aunque en la mayoría de las ocasiones conocemos cuales son los caminos del amor, de la generosidad y del desprendimiento por los que tenemos que transitar, sin embargo nos sentimos frenados por nuestro egoísmo, por nuestras dudas de saber si estamos haciendo bien o no o si merece la pena en verdad ser generoso en la vida cuando contemplamos a nuestro lado a tantos encerrados en su egoísmo, en su vanagloria o en la ceguera con que viven sus vidas.
Sí, es cierto que a veces pensamos si estamos haciendo el tonto cuando somos generosos y compartimos, cuando somos capaces de hacer el bien incluso a aquellos que nos hayan hecho mal, cuando ponemos valentía en el corazón para perdonar a quien nos haya injuriado o en los momentos difíciles por los que pasamos pensamos que quizá algo tendríamos que guardarnos para nosotros mismos por si acaso algún día pudiéramos vernos en necesidad; y esas dudas nos frenan, nos hacen retraernos en ocasiones y no poner toda la generosidad que nos pide el corazón para compartir y para darnos por los demás, desoyendo lo que el Señor nos está pidiendo allá desde lo más intimo de nosotros mismos. No olvidemos que ‘los pobres son evangelizados y de ellos es el Reino de los cielos, los sufridos serán consolados y los que tienen hambre y sed de justicia serán saciados’.
Sólo el amor nos salvará porque desde la fe nos estamos queriendo parecer más y más al Dios que nos entregó a su Hijo hasta el extremo de morir por nosotros para darnos la salvación. Es el amor de Dios que transformará nuestro corazón y nos hará alcanzar la verdadera salvación que el Señor nos tiene reservada. Y los que se entregan así con generosidad por los demás tienen asegurada su recompensa en el cielo.
Solo viviendo desde el amor podemos salvar a nuestro mundo que con el egoísmo y la injusticia de tal manera hemos destrozado. Algunas veces podemos pensar que se han de imponer leyes que mejoren la sociedad y el mundo en que vivimos envuelto en tanta maldad, en tanto egoísmo e injusticia, tantas crisis que no son sólo las económicas porque se ha olvidado quizá de los mejores valores que lo pueden transformar desde dentro.
Pero serán nuestros gestos solidarios, la generosidad con que nos acerquemos a los demás para compartir no sólo lo que tenemos sino lo que somos, la humildad en el amor que nos haga entrar en una nueva órbita de relaciones más humanas y fraternales entre los unos y los otros, lo que irán transformando nuestro mundo, lo que lo que lo irá sembrando de nuevas semillas que germinarán en los corazones poniendo ese amor y esa generosidad que tanto necesitan y que producirán los frutos de una revolución del amor para hacer nuestro mundo mejor, más justo, más humano, más auténtico, más fraternal.
La viuda del templo de la que nos habla el evangelio ofreció algo muy pequeño y que pudiera parecer que tenía escaso valor, pero fijémonos como su gesto se ha seguido recordando y aun hoy, veinte siglos después, merece nuestra admiración y alabanza; un gesto pequeño de generosidad y amor y que ha contribuido a generar esa revolución del amor en el corazón de tantos que a lo largo de los siglos se han sentido y se siguen sintiendo motivados desde ese ejemplo y sencillo de aquella viuda.
Es el estímulo que sentimos en nuestro interior al escuchar este texto del evangelio que para nosotros es palabra de Dios, palabra que el Señor nos dice para interpelarnos por dentro. Estamos llamados a realizar esa transformación de nuestro mundo desde esos pequeños gestos que nosotros cada día podemos realizar allí donde estamos y que son semillas que plantamos para ir transformando corazones a nuestro paso y ayudándolos entonces a que también se empapen del espíritu del Evangelio.
No pensemos en cosas grandes y extraordinarias - que si el Señor nos pidiera realizarlas también nos daría su gracia para seguir su impulso - sino en esas pequeñas cosas, pequeños gestos de amor que cada día podemos tener para los que están a nuestro lado. Que no haya oscuridades en nuestra vida sino que todo sea luz porque resplandezcamos por las obras de nuestro amor. Cuando lo hagamos así  nos estaremos llenando de la luz de Dios, de la luz de Cristo resucitado.