viernes, 16 de noviembre de 2012


Atentos y preparados para el día en que se manifieste el Hijo del Hombre

2Jn. 4-9; Sal. 118; Lc. 17, 26-37
Hay momentos en la vida en que nos suceden cosas inesperadas que nos causan sobresalto y sorpresa porque lo imprevisto de lo sucedido nos ha encontrado desprevenidos y sin prepararnos. Un accidente, una muerte repentina de un ser querido, una enfermedad, o algún otro hecho, no siempre tienen que ser cosas malas o negativas, que por lo inesperado nos resulta sorpresivo, como una visita o la llegada de alguien, que quizá de lejos y hace tiempo no habíamos visto, viene a vernos. ¿Por qué? ¿Por qué me sucede esto a mí?, nos preguntamos y nos decimos que si hubiéramos sabido lo que iba a suceder o que íbamos a recibir a alguien hubiéramos estado preparados.
En fin de cuentas, estas cosas que mencionamos con ser importantes, quizá no son tan trascendentales en nuestra vida. Pero con lo que nos dice Jesús hoy en el evangelio sí nos quiere hacer pensar en cosas o momentos que pueden ser, que son hecho trascendentales en nuestra vida. Nos quiere hablar Jesús del ‘día en que se manifieste el Hijo del Hombre’. Una referencia al momento final de nuestra vida, a la segunda venida del Hijo del Hombre que nos anuncia Jesús en el Evangelio, o del momento final de la historia humana.
Cuando estamos finalizando el ciclo litúrgico y lo mismo al comenzar luego el nuevo ciclo con el tiempo del Adviento la liturgia nos va ofreciendo una serie de textos de los evangelios que nos hablan de ese tiempo final. Es un recordatorio que nos hace de algo que por supuesto siempre hemos de tener en cuenta para que no olvidemos de la trascendencia que en todo momento hemos de darle a nuestra vida. Nuestra patria definitiva no es esta tierra ni este mundo, sino que estamos llamados a una vida en plenitud, una vida eterna junto a Dios, cosa que no podemos olvidar, porque realmente dará un sentido profundo a nuestra existencia.
Jesús nos propone varios hechos e imágenes para hacernos pensar y reflexionar. Nos habla de los tiempos de Noé, cuando llegó el diluvio y acabó con todos; sólo Noé y su familia que entraron en el Arca pudieron salvarse. O nos habla de la destrucción de Sodoma y Gomorra cuando bajó fuego del cielo y solo Lot pudo salvarse. ‘Así sucederá, nos dice, cuando se manifieste el Hijo del Hombre’.
No es para asustarnos y llenarnos de temor, sino para que recapacitemos en el sentido de nuestra vida, porque como aquellos que ‘comían, bebían, compraban, sembraban, construían, se casaban’, que no estuvieron preparados los encontró desprevenidos aquel momento de desolación, así nosotros también vamos haciendo nuestra vida preocupados por los afanes de cada día, y perdemos el sentido de trascendencia de nuestra vida, vivimos como si solo nos importara el momento presente, y hasta parece que viviéramos sin fe y hasta olvidándonos de Dios.
No tiene que ser esa la manera de actuar y de vivir del creyente. No somos creyentes sólo porque digamos que tenemos una fe y hasta nos sepamos de memoria el Credo recitándolo con toda fidelidad. Esa fe que tenemos tiene que reflejarse en lo que es la vida nuestra de cada día, en nuestras actitudes y en nuestros comportamientos, en el valor que le damos a las cosas materiales y en el sentido que le vamos dando a todo aquello que hacemos santificándolas con esa gracia del Señor, sirviéndonos para nuestra propia santificación.
Esa es la tarea del verdadero creyente. Así quien cree en Jesús sabe descubrir el verdadero valor de la vida y de lo que hace. Así, aunque a veces tengamos que vivir momentos malos y de dificultad, sabemos que todo eso bueno que vayamos haciendo un día se convertirá en plenitud cuando vivamos junto a Dios. Significa eso, entonces, la atención y tensión con que vivimos nuestra vida sabiendo descubrir también la presencia de Dios junto a nosotros que nunca nos abandona y nunca deja de enriquecernos con su gracia para que podamos vivir cada momento en el mayor sentido y plenitud.

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