sábado, 12 de mayo de 2012


La urgencia del evangelio, ser evangelizado y ser evangelizador

Hechos, 16, 1-10; Sal. 99; Jn. 15, 18-21
‘Ven a Macedonia y ayúdanos. Inmediatamente decidimos salir para Macedonia, seguros de que Dios nos llamaba a predicarles el evangelio’. Así nos narra el autor de los Hechos de los Apóstoles con toda sencillez pero con un admirable mensaje el camino de predicación que realizaba san Pablo que le hace en este momento saltar a predicar también en Europa.
El texto que hoy hemos escuchado nos habla del segundo viaje apostólico de Pablo. Vuelve a recorrer algunas comunidades donde había predicado anteriormente; nos habla de Derbe, Listra e Iconio, donde ‘las iglesias se robustecían en la fe y crecían en número de día en día’ y también de su intento de continuar por otras regiones atravesando Frigia y Galacia – recordamos la carta a los Gálatas que más tarde escribiría a esta comunidad – pero en otros lugares ‘el Espíritu les impidió anunciar la palabra’, como en Bitinia, por lo que bajaron a Tróas (la Troya de las antiguas leyendas griegas). Es ahí donde tiene la visión del macedonio que les llama para que allí sí predique el evangelio y es por lo que salen para Macedonia.
Es de admirar el celo apostólico que arde en el corazón de Pablo para ir a anunciar el Evangelio allí donde el Espíritu le vaya conduciendo. Y éste es un aspecto que hay que destacar, se deja conducir por el Espíritu. En su deseo y en el ardor de su corazón quiere llegar a todas partes, pero habrá lugares donde no podrá ir, y ve él en esos acontecimientos la llamada del Señor. No se sentirá defraudado cuando no puede llegar a algún lugar o cuando en algún lugar tiene dificultades, como ya hemos venido viendo, sino que él se deja conducir por el Espíritu del Señor y a través de esos acontecimientos, en ocasiones parecen sueños, él descubre la voz y la llamada del Señor.
Cuánto tenemos que aprender. Qué hermosa lección para nuestra vida. Saber descubrir y escuchar la voz del Señor que nos habla de mil maneras. No nos podemos dormir ante la urgencia del anuncio del evangelio. Los momentos son apremiantes y hoy la iglesia, podríamos decir con una fuerza y una llamada especial del Espíritu, está embarcada sobre todo en nuestro primer mundo en una nueva evangelización.
Hemos de sentir esa urgencia en nuestro corazón porque somos conscientes de que se ha ido perdiendo el sentido de la fe, de lo religioso, de los valores cristianos en nuestro mundo. Es necesario hacer un anuncio nuevo para que se descubran de nuevo los valores del Evangelio. Mucha gente hay a nuestro alrededor que está bautizada, pero poco conoce del Evangelio y poco conocen a Jesús. Es una triste realidad. El pensar en esto quizá nos produzca tristeza y desasosiego, pero veámoslo como una llamada del Señor a nuestro corazón. Como aquel macedonio a Pablo también de una forma o de otra nos está llamando, nos están pidiendo ayuda, hemos de ir a anunciarles el evangelio.
Nos obliga a nosotros, los primeros, a que vayamos creciendo en ese conocimiento de Jesús, vayamos empapándonos cada vez más del espíritu del Evangelio, para así sentirnos en verdad evangelizados y luego podamos ir también a evangelizar, a llevar el evangelio a los que nos rodean. Evangelizarnos es dejarnos iluminar por el Evangelio, descubrir el mensaje de salvación que Cristo quiere trasmitirnos y ofrecernos, y es ponernos en camino de vivir esos valores, ese sentido de vida, de gracia, de salvación que nos ofrece el evangelio. Porque también hemos de reconocer que necesitamos nosotros ser iluminados cada vez más, porque muchas veces nuestra vida dista mucho de ese espíritu y esos valores.
Sintamos la urgencia del Evangelio, siendo evangelizados y siendo evangelizadores.

viernes, 11 de mayo de 2012


Unidos y en comunión con la fuerza del Espíritu para que el mundo crea

Hechos, 15, 22-31; Sal. 56; Jn. 15, 12-17
Hace unos días escuchamos en la lectura de los Hechos de los Apóstoles que ‘Bernabé y Pablo subieron a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia’ suscitada. ¿Era necesario que los gentiles que abrazaran la fe en Jesús tuvieran que circuncidarse para salvarse como exigían algunos provenientes del judaísmo más recalcitrante?
Esto motivó lo que suele llamarse el concilio de Jerusalén, primero de los concilios. Allí en Jerusalén se reunieron los Apóstoles y los miembros más representativos de la comunidad para decidir qué hacer. En los textos proclamados ayer y hoy hemos visto el desarrollo de ese encuentro y las decisiones tomadas.
Pedro, que había sido el primero que había bautizado a un gentil, al centurión Cornelio en Cesarea, impulsado por el Espíritu Santo que lo había llevado allí y se había derramado también sobre aquella familia, explica lo sucedido y da la pauta de la solución. ¿En quien encontramos o tenemos la salvación? No es obra nuestra ni depende solo de lo que nosotros hagamos. La salvación es una gracia que nos otorga el Señor. La salvación nos viene de Jesús que es el Salvador. La fe que ponemos en Cristo es la que nos abre las puertas de la salvación. Como escuchábamos ayer ‘creemos que lo mismo ellos que nosotros nos salvamos por la gracia del Señor Jesús’.
En el texto hoy escuchado vemos la solución final, con lo que podríamos llamar el decreto del concilio. Hay que destacar una cosa hermosa. La decisión que han tomado no es simplemente una decisión humana. Ahí está presente el Espíritu del Señor que es el que guía siempre a la Iglesia e inspira el camino que hemos de seguir. ‘El Espíritu de la verdad que nos lo revelará todo’, como nos había anunciado Jesús. Por eso hoy dicen: ‘Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…’ Es el Espíritu Santo que nos guía y nos inspira, que nos da la sabiduría de Dios para entender y alcanzar la salvación.
Estamos contemplando lo que es la vida de la Iglesia, la comunidad de los que creen en Jesús y viven su salvación. A lo largo de lo que hemos ido contemplando en los Hechos de los Apóstoles han ido apareciendo sus características y la manera de ser Iglesia. Siempre aparece muy claro que los que creemos en Jesús entramos en una comunión de hermanos con todos los que igualmente creen en Jesús. Una comunión, como hemos ido viendo, que lleva a la unión en la oración en común y en la escucha de la Palabra del Señor – ‘asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles’, que nos dice -, y que lleva al compartir ‘de manera que nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía’.
Manifiesta esa comunión cuando en los momentos de dificultades, cuando comienzan las persecuciones e incluso Pedro está en la cárcel, la comunidad estaba orando por él y por esa situación. ‘Sin mí no podéis hacer nada’, hemos escuchado estos días; en consecuencia necesitamos esa unión con el Señor por la oración.
Pero es la comunidad que cuando aparecen los problemas que hay que resolver oran e invocan al Espíritu Santo, como lo hicieron cuando fueron elegidos los siete diáconos, o cuando Pablo y Bernabé son señalados para iniciar el primer viaje apostólico a partir de la comunidad de Antioquía; pero es la comunidad que se reúne con la asistencia del Espíritu, como vemos ahora en el llamado Concilio de Jerusalén; han acudido a la comunidad madre y a los apóstoles desde las iglesias hermanas buscando la solución de un problema y se sienten asistidos por el Espíritu Santo.
Nos preguntamos ¿vivimos así nosotros nuestra comunión de Iglesia? Creo que esto tendría que hacernos pensar y ayudarnos a que vivamos con toda intensidad esa comunión que tendría que haber entre todos los que creemos en Jesús. Vivamos unidos y en comunión y seremos un signo para que el mundo crea.

jueves, 10 de mayo de 2012


Mi alegría esté en vosotros y llegue a plenitud

Hechos, 15, 7-21; Sal. 95; Jn. 15, 9-11
‘Os he hablado de esto para que mi alegría esté con vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud’. Después de escuchar estas palabras de Jesús sinceramente os confieso que me pregunto por qué los cristianos van de tristes por la vida.
Sí, uno mira la cara de la inmensa mayoría, incluso de los que vienen asiduamente a la Iglesia, y encuentra rostros llenos de amargura, angustia, tristeza, en ocasiones incluso acritud, caras de duelo, pero lo menos que encuentra habitualmente son rostros radiantes de felicidad. No digo que en todos sea así, pero hemos de reconocer que no trasmitimos por nuestras expresiones lo que tendríamos que ser, las personas más felices del mundo. Es más, algunos incluso parece que piensan que porque son muy religiosos y devotos la alegría tendría que estar poco menos que desterrada de sus vidas. Y tenemos que decir, nada más lejos, esa tristeza y seriedad, de lo que tendría que expresar en todo momento un cristiano.
Hemos venido escuchando estos días en el evangelio la revelación que Jesús va haciendo de lo más hondo que lleva y siente en su corazón. Nos descubre toda la ternura de su corazón que es la ternura de Dios y cómo Dios nos ama, nos busca, nos llama, nos ofrece a su Hijo que se entrega por nosotros y hasta quiere venir a morar en nosotros. ¿Queremos más? ¿Es posible concebir mayor amor que el que nos manifiesta Jesús? Y toda esa revelación, todo ese amor que Dios nos tiene es como para sentirnos los hombres más felices del mundo.
Pero pareciera que hubiéramos enterrado la alegría o es que no sabemos cuál es la alegría más plena y por eso buscamos sucedáneos de esa verdadera alegría y buscamos estímulos en cosas efímeras para tener alegría que tan pronto nos falta ese impulso tenemos el peligro de caer en la mayor de las depresiones.
Busquemos la alegría verdadera. Descubramos lo que en Jesús va a darnos plenitud a la vida. Sintamos el gozo de tener a Dios con nosotros para que podamos disfrutar de las cosas más bellas que Dios ha creado para nosotros.
Sintamos la alegría honda en el corazón que nace de la paz que el Señor quiere plantar en nosotros con su amor. Una paz que nace del amor; una paz que brota fuerte en nuestro corazón cuando tenemos esperanza y sabemos seguro que esas esperanzas en Dios se verán siempre cumplidas. Una paz que brota de sentirnos amados y perdonados y nos da la mayor alegría a nuestro corazón.
Una paz y una alegría que llena nuestro corazón cuando vemos a nuestro alrededor personas que aman, y que se preocupan de los demás, y que viven comprometidos en ir sembrando buenas semillas en la vida, y que luchan y se afanan por hacer que cada día nuestro mundo sea mejor, y que llenos de fe viven comprometidos por hacer realidad cada día el Reino de Dios en medio de nosotros.
Todo eso nos da entusiasmo y alegría. Y contagiamos esa alegría y esa esperanza con nuestros gestos, con nuestras actitudes, con nuestros rostros sonrientes a pesar del esfuerzo y de la lucha. Porque no vale decir que nosotros estamos muy contentos y felices allá dentro de nosotros mismos si no la expresamos por fuera y contagiamos a los demás de esa alegría.
‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor’, nos dice Jesús. Es como una cascada de amor que brota del corazón de Dios que ama tierna e intensamente a su Hijo, pero que se desparrama sobre nosotros sintiéndonos así amados del Padre y amados de Jesús. Pero ese amor, esa paz, esa alegría y felicidad tenemos que hacer que se desparrame también sobre los que nos rodean. Vayamos siempre con rostros serenos, alegres, llenos de paz, felices al encuentro de los otros para que los contagiemos de esa alegría, de esa paz, de esa serenidad, de ese amor. Como decíamos al principio, no es eso lo que muchos cristianos trasmitimos a los demás. Algo nos estará faltando en nuestro corazón. Tendríamos que examinarnos muy bien. 

miércoles, 9 de mayo de 2012


Así seréis discípulos míos… ¿dónde nos apuntamos?

Hechos, 15, 1-6; Sal. 121; Jn. 15, 1-8
‘Así seréis discípulos míos’, terminaba diciéndonos hoy Jesús. ¿Qué tenemos que hacer para ser discípulos de Jesús? Como dirían hoy algunos ¿dónde hay que apuntarse?
¿Será cuestión de apuntarte como quien se apunta a un club o a una sociedad? Algunos lo ven tan fácil como eso de apuntarse a algo, pagar una cuota y ya me considero con todos los derechos.  Pero, creo que todos nos damos cuenta que ser discípulo de Jesús es algo mucho más hondo.
Empezaríamos diciendo que discípulo es el que sigue a un maestro, porque aquella doctrina que enseña, o aquel mensaje que da para la vida le parece interesante y puede encontrar en él un sentido o un valor para lo que hace o para su manera de pensar y actuar. Es cierto que Jesús es nuestro Maestro y con esa palabra lo llamaban los discípulos y muchos de los que lo escuchaban. Y solemos decir que cristiano es el discípulo de Cristo, como nos enseñaba el catecismo.
Pero en Jesús no encontramos sólo ideas; en Jesús encontramos vida. No es solo que el mensaje que nos enseñaba nos da un sentido para nuestra vida, que también, sino que El mismo es la vida que hemos de vivir. Y ser discípulo de Jesús pasa entonces por vivir su vida, hacernos uno con El, configurarnos con Cristo, para ser otro ‘cristo’. No en vano somos también ungidos con el Crisma santo para hacernos con Cristo sacerdotes, profetas y reyes, para ser nosotros también ‘el ungido’.
Si vivimos a Cristo, porque queremos ser sus discípulos y hacernos uno con El eso se va a expresar en nuestras obras, en nuestra vida. Una vida para la gloria de Dios y una vida que está llamada a dar frutos y frutos abundantes. ‘Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos’.
No extrañará entonces todo lo anterior que hemos escuchado en el evangelio con la alegoría de la vid que Jesús nos propone para decirnos cómo tenemos que estar unidos a El para que podamos dar fruto. ‘Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí… sin mi no podéis dar fruto’.
Es un texto que hemos meditado recientemente, el pasado domingo V de pascua, y ahora lo que queremos hacer es ahondar un poquito más en su mensaje. Cuando decimos que somos discípulos de Jesús y ser discípulo de Jesús es vivir su misma vida, se nos está diciendo en el fondo como tenemos que vivir siempre muy unidos a Jesús. No es nuestra vida a nuestra manera, no es lo que a mi me pudiera parecer, es Cristo, su palabra, su vida la que tengo que transportar a mi vida, para poder llegar a decir como san Pablo, ‘ya no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí’.
Cómo tenemos, pues, que meternos en la vida de Cristo, empaparnos, impregnarnos de su vida. Cómo tenemos que buscar conocerle cada día más. Cómo tenemos que dejarnos transformar por El, con la fuerza de su Espíritu.
Como ya hemos reflexionado, qué importante es la oración en nuestra vida, entrando en esa intimidad profunda con El para poderme ir configurando cada vez más en El. Qué importante la vida sacramental, la participación en los sacramentos que es dejarnos inundar por la presencia y por la vida de Cristo. No pueden ser nunca una rutina en nuestra vida. Nada nos puede distraer ni separar de su celebración; con qué profundidad hemos de vivirlos. Cómo tenemos que ir empapándonos de su Palabra, gustando y saboreando cada página, cada palabra de los evangelios y de la Biblia para así irle conociendo más e irme impregnando del espíritu del Evangelio. Es la savia divina que tiene que fluir por nuestras entrañas, por nuestro espíritu para llegar a vivir su vida.
‘Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante’.

martes, 8 de mayo de 2012


Que no tiemble vuestro corazón, mi paz os doy

Hechos, 14, 18-27; Sal. 144; Jn. 14, 27-31
‘Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde’, le dice Jesús a sus discípulos. Y les habla de la paz que no ha de faltar nunca en su corazón. ‘La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo…’ Hermosa invitación y hermoso regalo de Jesús.
Pudiera llenarse de temores el corazón de los discípulos con lo que intuían que iba a suceder por lo que les estaba diciendo Jesús; había anunciado tantas veces su pasión, su entrega, su muerte que pudieran sentirse turbados en el corazón. Podría parecer que llegaba la hora de las tinieblas y el príncipe de este mundo tuviera poder sobre todo y alcanzara la victoria. Lo estaba anunciando Jesús. ‘Se acerca el príncipe de este mundo; no es que tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda, eso hago’.
Se iba a manifestar en plenitud lo que era el amor de Jesús que llegaría hasta la entrega final. Pero era la hora del amor. Se haría palpable lo que es el amor verdadero. El también diría en Getsemaní, ‘no se haga mi voluntad, sino la tuya’ porque había venido para hacer la voluntad del Padre. Ese era su alimento como ya había dicho un día allá junto al pozo de Sicar.
Y es que estando con Jesús ¿por qué no vamos a tener paz en el corazón? Es un mensaje que se repite de manera machacona a través de todo el Evangelio. Escuchamos ese mensaje de paz en su nacimiento, y será la paz que tengan en su corazón los enfermos y los pecadores, los que se sienten turbados en su espíritu y los que quizá se sientan solos y abandonados. ‘Vete en paz’, repite muchas veces Jesús a los que se acercan a El con su dolor, con su angustia, con su hambre, con sus problemas, con las dificultades de la vida.
Ha venido, como reflexionará más tarde san Pablo en sus cartas, a traer paz a los de lejos y a los de cerca; ha venido para traernos la reconciliación y el perdón; ha venido a poner amor en nuestros corazones y si tenemos amor tendremos paz. Por eso  nos dice que nos da la paz, pero no la paz como la da el mundo. Y aunque pudiera parecer una contradicción cuando nos llena de su paz y de su amor, sentiremos una inquietud tan grande en nuestro corazón que tendremos deseos de hacer una revolución para que las cosas cambien y los que no tienen paz puedan obtenerla. Es el ardor que siembra en nuestro corazón.
‘Que no tiemble vuestro corazón…’ nos dice, como en otras ocasiones nos dirá ‘no temas’. La incertidumbre, las dudas, el no terminar de entender las cosas, el no poder palpar las cosas con nuestras manos para convencernos más firmemente nos puede llenar de temores. Pero como le dijo el ángel a María ‘no temas… porque el Señor está contigo’, Como anunciaba cuando salía resucitado al encuentro de quienes le buscaban ‘no temas… que soy yo’. Y así en tantas ocasiones.
Por eso queremos llenarnos de Dios, dejar que su Espíritu inunde nuestro corazón, y aunque muchos hayan sido nuestros pecados alcanzaremos la paz porque para nosotros hay perdón, que para eso murió el Señor en la cruz  derramando su sangre por nuestros pecados. Nos llenamos de Dios y sentimos paz, porque con Cristo a nuestro lado nos sentimos seguros y las tinieblas de la duda ya no harán mella en nosotros.
‘Que no tiemble vuestro corazón…’ nos dice porque nos ha enviado su Espíritu para que esté con nosotros y aunque grande sea la tarea y muchas puedan ser las dificultades con que nos vamos a tropezar en ese camino de superación y crecimiento de cada día la presencia del Espíritu es nuestra fuerza y nuestra gracia. El Señor nunca nos dejará solos.
Que no tiemble nuestro corazón. Es la hora del amor y el amor tiene asegurada la victoria. Es lo que queremos poner en nuestro corazón. Es de lo que queremos llenar la vida. Cristo está con nosotros y El es nuestra paz.

lunes, 7 de mayo de 2012


Nos ama, se nos revela y viene a poner su morada en nosotros

Hechos, 14, 5-17; Sal. 113; Jn. 14, 21-26
‘¿Qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?’ le pregunta Judas, no el Iscariote, a Jesús. Es la pregunta que surge desde la confianza y la amistad cuando somos conscientes de que nos están ofreciendo quizá más de lo que nosotros esperábamos o pudiéramos merecer. Es la pregunta que se hace uno ante la confidencia del amigo, ¿por qué a mí? ¿Por qué tienes esa confianza conmigo?
Y es que Jesús se les había manifestado de forma especial al grupo de los Doce. A todos les iba manifestando lo que era el Reino de Dios, pero ya sabemos cómo al grupo de los Doce apóstoles les explica de manera especial, con ellos tiene una intimidad más profunda. Ya le escucharemos decir a Jesús ‘a vosotros no os llamo siervos, os llamo amigos, porque os he revelado todo lo que he recibido de mi Padre’. Ahora mismo en la Cena pascual Jesús está descubriéndoles toda la hondura de su corazón.
Me hago una consideración antes de hacer más comentarios. Así quiere manifestarsenos el Señor, así quiere revelársenos a nuestro corazón. Es la intimidad divina que podemos alcanzar con el Señor en la oración si sabemos abrir nuestro corazón totalmente a Dios y nos dejamos cautivar y conducir por El. Es la intimidad grande que podemos lograr en la oración si dejamos que el Espíritu divino nos vaya trabajando por dentro y nosotros no le oponemos nuestras resistencias. Es el amor de Dios que se nos revela si sabemos y queremos escucharle con humildad y con mucho amor. ‘¿Por qué te revelas a  nosotros y no al mundo, no a los que nos rodean?’, podíamos preguntarnos nosotros también y ya sabemos la respuesta que está en el amor que el Señor  nos tiene.
Hoy nos habla Jesús de amor y de guardar sus mandamientos como expresión de ese amor, y nos dice de cómo el Padre nos ama entonces y quiere revelársenos. Pero nos habla de que si nosotros guardamos su Palabra, no sólo nos ama y se nos revela sino que viene también a hacer morada en nosotros. Algo hermoso e impresionante. Nos ama y se nos revela; nos ama y viene a hacer morada en nosotros, a habitar en nosotros. ¿Qué hemos de hacer? Escuchar a Jesús y cumplir sus mandamientos que es, repito, expresión del amor que le tenemos.
Esto que nos está manifestando Jesús es algo muy hermoso, algo grandioso que pareciera como una locura de amor de Dios; algo que no nos cupiera en la cabeza. ¿Por qué tanto amor? ¿Por qué se nos revela así? ¿Por qué quiere habitar de esa manera en nosotros? Cuestión de amor, y del amor de Dios que es infinito.
Pero si nos cuesta entender toda esta revelación de amor, nos dice además que nos enviará su Espíritu para que lo entendamos todo, para que podamos llegarlo a vivir en toda su intensidad. Comenzamos a escuchar en la última cena de Jesús el anuncio que va haciendo del Espíritu Santo que nos va a enviar. Nos viene bien a nosotros esta reflexión y todo este descubrimiento cuando ya vamos acercándonos a los días finales de la pascua, estamos en la quinta semana ya, y pronto celebraremos Pentecostés con la venida del Espíritu Santo prometido.
‘Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, nos dice; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando lo que yo os he dicho’.
Será el Espíritu Santo que nos inundará de la vida divina para hacernos hijos de Dios, que será nuestra fortaleza en nuestra lucha contra el mal y el pecado, el que vaya inspirándonos todo lo bueno que hemos de ir realizando, pero el que nos terminará de revelar todo el misterio de Dios y nos irá recordando cuanto Jesús nos ha enseñado.
Por eso decimos que es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia; el Espíritu Santo que nos viene a completar toda la revelación de Dios para que la tengamos siempre presente. Cuando hablamos, por ejemplo, de los libros de la Biblia y decimos que son Palabra de Dios, revelación de Dios es porque el Espíritu Santo ha inspirado a aquellos que los escribieron para que fuera verdad revelada y allí se contenga todo el misterio de la revelación y de la salvación.

domingo, 6 de mayo de 2012


Una vid, unos sarmientos, unos frutos… desde nuestra unión con Jesús

Hechos, 9, 26-31; Sal. 21; 1Jn. 3, 18-24; Jn. 15, 1-8
La imagen que nos ofrece el evangelio es bien significativa. Jesús utiliza un lenguaje y unas imágenes que son fáciles de entender para aquel pueblo sencillo que vive entre las faenas del campo en la agricultura o en el cuidado de los animales. Son las imágenes que nos ofrecía el pasado domingo que nos hablaba del pastor y de las ovejas y es la imagen que hoy se nos ofrece: Una vid, unos sarmientos, el necesario cuidado de la vid, unos frutos que todos desean que serán hermosos racimos o rico y virtuoso vino que alegra el corazón del hombre, como se dice incluso en algun salmo.
Jesús nos va ofreciendo pautas de cómo ha de ser nuestra vida cuando queremos seguirle y vivir su vida, la vida cristiana que decimos. Laboriosa y cuidada, bien alimentada en los más generosos abonos y enriquecida y bendecida con la gracia del Señor. Y es que cuando se trata del seguimiento de Jesús es una hermosa tarea la que realizamos, pero nunca solos o aislados, ni con solo nuestras fuerzas.
Nos habla Jesús de unos sarmientos que necesariamente han de estar unidos a la cepa, a la vid, pero nos dice también quien es el labrador o viñador que tiene el cuidado de la vid; nos habla de cómo se ha de purificar, limpiar, podar de los ramajes infrutuosos o que llenarían de vicio la planta, como dicen los agricultores y nos habla también de esa savia que ha de circular por toda la planta para vivificarla y hacerle dar buenos frutos. Son claras y, como decíamos, significativas las imágenes.
Es importante que lleguemos a dar frutos. La tierra de nuestra vida no se puede quedar baldía ni infructuosa. Lo que quiere el Señor es que demos fruto y fruto abundante. Nos lo dice claramente Jesús y nos lo enseña con sus parábolas. La semilla es arrojada a la tierra para que caiga en tierra buena y dé fruto al ciento por uno, en el mejor de los deseos. No se podrán permitir ni pedruzcos ni abrojos; no podemos dejar que se siembre la mala semilla de la cizaña ni que su tierra sea pisoteada. Como no se dejarán ramajes infructuosos por lo que será necesaria la poda para quitar sarmientos inútiles y de risa.
Enviará a su tiempo el viñador quien venga a recoger los frutos, igual que había confiado su viña a unos labradores que la cuidaran. Creo que podemos entender muy bien esas ricas y variadas imágenes que nos ofrece el Señor en las diferentes parábolas para que nos demos cuenta de cómo hemos de cuidar esa viña de nuestra vida que el Señor quiere enriquecer continuamente con su gracia poniendo a nuestro lado tantos que nos puedan ayudar en el crecimiento de nuestra vida cristiana, o regalándonos continuamente la rica savia de su gracia que nos llega a través de los diversos sacramentos.
Creo que somos conscientes del cuidado que hemos de tener de nuestra vida cristiana. No se planta una semilla para dejarla crecer sola o por si misma, sino que el agricultor sabe cuidar esa planta que nace, la abona y la preserva de todo lo malo para que pueda llegar a crecer y dar fruto. Cómo hemos de cuidar esa planta de nuestra fe, de nuestra vida cristiana que ha sido sembrada en nuestro corazón desde el día del bautismo.
Plantados estamos en la Iglesia, para que no crezcamos solos y para que en la Iglesia y a través de la Iglesia llegue a nosotros ese alimento divino de la gracia que nos ayude a crecer espiritualmente y a dar fruto en abundancia.
Ahí tenemos en la Iglesia toda la riqueza de la Palabra de Dios que nos alimenta, que ilumina nuestra vida, que nos calienta con el sol de la gracia divina para que sepamos los caminos que hemos de recorrer.
Ahí tenemos la riqueza inmensa de la gracia que nos llega en los sacramentos; sacramentos que nos purifican y nos alimentan, como el sacramento de la Penitencia o de la Eucaristía, sacramentos que nos hacen presente a Dios con su gracia en las situaciones concretas de nuestra vida.
Y ahí tenemos toda la riqueza de la vida espiritual que hemos de cultivar en la oración, en la escucha de la Palabra y en todos los medios que se nos puedan ofrecer y nos ayuden a ese crecimiento espiritual. A nuestro lado tantos que en el nombre del Señor, el Buen Pastor, nos van a ayudar a encontrar esos caminos, a renovar nuestra vida con la gracia de Dios, nos van a acompañar a la manera del Buen Pastor.
Nos dice Jesús hoy en la alegoría de la vid que ‘como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no está unido a la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mi y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada’. Asi tenemos que estar unidos a Jesús. Seguirle no es cosa que hagamos sólo desde nuestro propio voluntarismo sino que será siempre algo que hagamos con la fuerza de la gracia del Señor.
Necesitamos de Jesús; necesitamos de su gracia; necesitamos de los sacramentos; necesitamos de la Palabra del Señor; necesitamos ser personas de oración. Caminamos con los pies en la tierra, pero nuestra mente y nuestro corazón lo tenemos que poner muy alto, porque altas son nuestras metas, porque grande es lo que queremos vivir cuando seguimos a Jesús y queremos vivir su vida, porque el cristiano tiene que ser una persona de una espiritualidad grande, de una espiritualidad profunda. Solo podremos alcanzarlo desde nuestra unión profunda con el Señor; una unión con el Señor que hemos de saber cultivar, cuidar.
Es la tarea en la que hemos de estar empeñados cada día. Nos exige esfuerzo. Es como un entrenamiento que hemos de hacer cada día para sentirnos fuertes en el Señor, porque cuando venga la tentación y la dificultad hemos de saber sentir y aprovechar toda esa gracia que el Señor nos ofrece, nos da. No nos podemos dormir. No nos podemos dejar arrastrar por el materialismo y la sensualidad que nos rodea. Es algo que tenemos que aprender a gustar. El gusto y el sabor de la oración, el gusto y el sabor de nuestra unión con el Señor, el gusto y el sabor de la gracia divina. 
‘No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras’,  nos decía san Juan en su carta. Son los frutos que tenemos que manifestar cuando estamos bien unidos a la vid, cuando estamos bien unidos a Cristo. ‘Quien guarda sus mandamientos, permanece en Dios y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio’. Que nada nos separe de El. que resplandezcamos por un amor verdadero.