jueves, 10 de mayo de 2012


Mi alegría esté en vosotros y llegue a plenitud

Hechos, 15, 7-21; Sal. 95; Jn. 15, 9-11
‘Os he hablado de esto para que mi alegría esté con vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud’. Después de escuchar estas palabras de Jesús sinceramente os confieso que me pregunto por qué los cristianos van de tristes por la vida.
Sí, uno mira la cara de la inmensa mayoría, incluso de los que vienen asiduamente a la Iglesia, y encuentra rostros llenos de amargura, angustia, tristeza, en ocasiones incluso acritud, caras de duelo, pero lo menos que encuentra habitualmente son rostros radiantes de felicidad. No digo que en todos sea así, pero hemos de reconocer que no trasmitimos por nuestras expresiones lo que tendríamos que ser, las personas más felices del mundo. Es más, algunos incluso parece que piensan que porque son muy religiosos y devotos la alegría tendría que estar poco menos que desterrada de sus vidas. Y tenemos que decir, nada más lejos, esa tristeza y seriedad, de lo que tendría que expresar en todo momento un cristiano.
Hemos venido escuchando estos días en el evangelio la revelación que Jesús va haciendo de lo más hondo que lleva y siente en su corazón. Nos descubre toda la ternura de su corazón que es la ternura de Dios y cómo Dios nos ama, nos busca, nos llama, nos ofrece a su Hijo que se entrega por nosotros y hasta quiere venir a morar en nosotros. ¿Queremos más? ¿Es posible concebir mayor amor que el que nos manifiesta Jesús? Y toda esa revelación, todo ese amor que Dios nos tiene es como para sentirnos los hombres más felices del mundo.
Pero pareciera que hubiéramos enterrado la alegría o es que no sabemos cuál es la alegría más plena y por eso buscamos sucedáneos de esa verdadera alegría y buscamos estímulos en cosas efímeras para tener alegría que tan pronto nos falta ese impulso tenemos el peligro de caer en la mayor de las depresiones.
Busquemos la alegría verdadera. Descubramos lo que en Jesús va a darnos plenitud a la vida. Sintamos el gozo de tener a Dios con nosotros para que podamos disfrutar de las cosas más bellas que Dios ha creado para nosotros.
Sintamos la alegría honda en el corazón que nace de la paz que el Señor quiere plantar en nosotros con su amor. Una paz que nace del amor; una paz que brota fuerte en nuestro corazón cuando tenemos esperanza y sabemos seguro que esas esperanzas en Dios se verán siempre cumplidas. Una paz que brota de sentirnos amados y perdonados y nos da la mayor alegría a nuestro corazón.
Una paz y una alegría que llena nuestro corazón cuando vemos a nuestro alrededor personas que aman, y que se preocupan de los demás, y que viven comprometidos en ir sembrando buenas semillas en la vida, y que luchan y se afanan por hacer que cada día nuestro mundo sea mejor, y que llenos de fe viven comprometidos por hacer realidad cada día el Reino de Dios en medio de nosotros.
Todo eso nos da entusiasmo y alegría. Y contagiamos esa alegría y esa esperanza con nuestros gestos, con nuestras actitudes, con nuestros rostros sonrientes a pesar del esfuerzo y de la lucha. Porque no vale decir que nosotros estamos muy contentos y felices allá dentro de nosotros mismos si no la expresamos por fuera y contagiamos a los demás de esa alegría.
‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor’, nos dice Jesús. Es como una cascada de amor que brota del corazón de Dios que ama tierna e intensamente a su Hijo, pero que se desparrama sobre nosotros sintiéndonos así amados del Padre y amados de Jesús. Pero ese amor, esa paz, esa alegría y felicidad tenemos que hacer que se desparrame también sobre los que nos rodean. Vayamos siempre con rostros serenos, alegres, llenos de paz, felices al encuentro de los otros para que los contagiemos de esa alegría, de esa paz, de esa serenidad, de ese amor. Como decíamos al principio, no es eso lo que muchos cristianos trasmitimos a los demás. Algo nos estará faltando en nuestro corazón. Tendríamos que examinarnos muy bien. 

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