sábado, 3 de marzo de 2012


Somos el pueblo consagrado al Señor y nuestro amor tiene que ser el de los consagrados

Deut. 26,14-19; Sal. 118; Mt. 5, 43-48
‘Y serás un pueblo consagrado al Señor tu Dios, como lo tiene prometido’. Serás un pueblo santo, un pueblo consagrado a Dios. Es lo que le dice Moisés al pueblo en su exhortación a que cumpla los mandamientos del Señor.
Decimos que una cosa es santa o sagrada por su relación con el Señor, con el culto a Dios. Consagramos un templo, consagramos un cáliz para que sea sagrado, para que sea santo, para que sea dedicado solo al culto del Señor. Un templo no es una  simple sana de reuniones o de fiestas, es el lugar que dedicamos a Dios; por eso lo bendecimos, lo consagramos. Lo mismo decimos de los objetos de culto, como el cáliz que mencionábamos.
Moisés le dice al pueblo que Dios ha hecho una alianza con ellos; han de cumplir el mandamiento del Señor, han de ser fieles a la Alianza, porque ahora son ya el pueblo de Dios; el pueblo, separado de entre los demás pueblos, para ser el pueblo santo, el pueblo consagrado al Señor. ‘Hoy te has comprometido con el Señor a que El sea tu Dios, a ir por sus caminos, a observar sus leyes y preceptos y mandatos y a escuchar su voz’.
Pero eso nosotros desde nuestro Bautismo que nos une a Jesús, que nos ha consagrado también, lo decimos con toda profundidad del cristiano, y del pueblo cristiano. Somos santos, consagrados para Dios en virtud de nuestro bautismo y formamos parte de un pueblo santo, de un pueblo consagrado al Señor. Toda nuestra vida, entonces, será siempre para Dios, para la gloria del Señor. Somos fieles, tenemos que ser fieles cumplimiendo el mandamiento del Señor porque además formamos parte de ese nuevo pueblo santo, el pueblo de la nueva y eterna Alianza sellada en la sangre de Cristo.
Esto que estamos reflexionando nos hace pensar en nuestra dignidad y en nuestra grandeza; pero ha de hacernos pensar también en la santidad de nuestra vida. Santidad que vamos a manifestar en la fidelidad al Señor, en la fidelidad a la Alianza del Señor, en el cumplimiento siempre y en todo de lo que es la voluntad del Señor.
Y ¿en qué precisamente hemos de resplandecer? ¿cuál ha de ser nuestro distintivo? Bien sabemos que nuestro distintivo es el amor. Jesús nos lo dejó como su precepto, como su único y nuevo mandamiento. Amarnos los unos a los otros con un amor como el de Jesús ha de ser en lo que resplandezca nuestra santidad.
El texto del evangelio de hoy está tomado del sermón de la montaña, cuando Jesús va explicando a los discípulos las características del amor cristiano, que no es un amor cualquiera. Hoy nos habla de manera especial del amor que hemos de tener a todos, y de manera especial a los enemigos o a los que nos hayan hecho mal. Es una piedra de toque importante para muchos cristianos el tema del perdón a los que nos hayan ofendido como el tema del perdón. Pero es algo que hemos de tomarnos muy en serio para darle toda la profundidad que ha de tener el amor cristiano.
‘Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian…’ Es claro y tajante Jesús a la hora de pedirnos amor. Nuestro amor tiene que ser a todos sin distinción. En eso tenemos que diferenciarnos, porque así nos comportamos ‘como hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos’.
Pero además nos dice que en algo tenemos que diferenciarnos de los paganos. Hacer el bien a quien te haya hecho bien lo hace cualquiera; saludar al que te saluda lo hacen todos; querer y hacer el bien a los amigos, eso lo hace todo el mundo. Pero en el nombre de Jesús en quien creemos y que ha sido capaz de morir por nosotros siendo pecadores, a nosotros se nos pide y exige algo más especial. A todos tenemos que amar.
Y terminará diciéndonos: ‘Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’. Somos el pueblo consagrado al Señor.

viernes, 2 de marzo de 2012


No quiere Dios la muerte del pecador sino que se convierta y viva

Ez. 18, 21-28; Sal. 129; Mt. 5, 20-26
‘¿Acaso quiero yo la muerte del malvado – oráculo del Señor Dios – y no que se convierte de su camino y viva?’ No quiere Dios la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Nos ofrece su salvación, su perdón, su gracia, su vida.
¿Qué es lo que contemplamos en Jesús? La respuesta a ese interrogante que se nos pudiera plantear la tenemos en Jesús. El es la prueba más grande del amor de Dios Padre. Tanto nos amó el Señor. El es la manifestación de ese amor infinito que por nosotros se entrega y se nos da, muriendo incluso por nosotros para que obtengamos la salvación.
Este texto de Ezequiel, un profeta del Antiguo Testamento, nos está hablando de ese amor de Dios. Nos está hablando del Dios que nos ama y que nos busca, que no se cansa de esperarnos, que siempre nos está ofreciendo el regalo de su amor. Considerar ese amor del Señor nos lleva a una respuesta de amor por nuestra parte. Es lo que queremos hacer. Por eso no nos cansamos de considerar ese amor tan grande que nos tiene el Señor. Con buen corazón, en ese sentido, vamos haciendo nuestro camino de cuaresma.
Y es que ese amor del Señor, aunque nos sintamos muy pecadores, sin embargo  nos llena de esperanza. Abrumados por nuestros pecados podríamos sentirnos llenos de temor, sin embargo al ver lo que es el amor del Señor hace resurgir en nuestro corazón el amor, y la confianza, y la esperanza, porque sabemos cómo quiere ofrecernos el Señor su perdón.
Es lo que hemos repetido en el salmo. ‘Si llevas cuenta de los delitos, ¿quién podrá resistir?’ Si el Señor siempre estuviera como un vigilante guardián tras nosotros para recordarnos nuestros delitos y hablándonos de castigo, nos sentiríamos tan abrumados que desesperaríamos. Pero esperamos en el Señor, esperamos en su misericordia. ‘De ti procede el perdón y así infundes respeto’, decíamos en el salmo. ‘Mi alma aguarda al Señor porque del Señor viene la misericordia y la redención copiosa’. Así de generosa, copiosa, es la salvación que el Señor nos ofrece.
Nos llenamos de esperanza, no de presunción, porque en esa esperanza lo que hacemos es reconocernos pecadores, querer cambiar y convertir nuestro corazón al Señor, buscarle para vivir en su amor.
El evangelio nos lo recuerda. Nos habla de la delicadeza del amor; nos habla de los caminos de reconciliación que hemos de recorrer; nos habla de la paz y la armonía que hemos de saber buscar en los hermanos; nos habla de ser capaces de pedir perdón al que hemos ofendido, para así hacernos más dignos de recibir el perdón de Dios.
No es ya sólo el  no matar, sino el tratar con delicadeza de hermano al otro. Ahí tienen que estar la delicadeza de nuestros gestos, de nuestras palabras, de nuestro trato. Ahí tiene que estar todo eso bueno que siempre desearemos al hermano, porque haciendo feliz al otro es como yo podré comenzar a ser más feliz. Ahí tienen que estar esos caminos de reencuentro, de reconciliación que en todo momento yo he de estar dispuesto a recorrer, porque siempre será un hermano al que tengo que amor, con el que tengo que compartir camino, en el que además tengo que ver también a Jesús.
Si somos amados de Dios que tanto nos ama que nos está ofreciendo siempre su gracia y su salvación, de la misma manera tengo que aprender a amar también a los demás. Que el Espíritu del Señor nos ilumine y nos llene con su gracia.

jueves, 1 de marzo de 2012


Vamos a la escuela de la oración de la Cuaresma

Esther, 14, 1.3-5.12-14; Sal. 137; Mt. 7, 7-12
El tiempo de cuaresma podemos decir que es una verdadera escuela de oración para el cristiano. Es un tiempo propicio para la oración y con insistencia acudimos a Dios pidiendo la luz que necesitamos para el camino de nuestra vida al tiempo que como tiempo especialmente penitencial oramos al Señor pidiendo perdón una y otra vez por nuestros pecados.
Pero además con la liturgia oramos al Señor y aprendemos cómo tiene que ser nuestra oración. Oramos con la misma Palabra de Dios y con los salmos que se nos ofrecen. La liturgia ya es en sí misma oración personal y comunitaria con la que queremos alabar, bendecir y dar gracias a Dios, al tiempo que nos ofrece motivaciones para la misma oración. Y la Palabra del Señor que nos va ofreciendo la liturgia cuaresmal pedagógicamente nos va ofreciendo toda la enseñanza de Jesús sobre la oración.
Así son los textos que se nos han ido proclamando en esta primera semana de la Cuaresma que hace pocos días nos presentaba el modelo de oración que Jesús nos propuso, y hoy doblemente vuelve a hablarnos de la oración. Por una parte en el evangelio Jesús nos insiste que hemos de orar con constancia y con confianza, sabiendo que el Padre del cielo siempre nos escucha, y la primera lectura nos ofrecía el hermoso texto de la oración de la reina Esther.
Ante el inminente peligro por el que va a pasar el pueblo de Israel la reina Esther se convierte en intercesora para su pueblo. Será intercesora ante el rey para salvar a su pueblo, pero la oración y la intercesión más hermosa es la que hace al Señor antes de presentarse ante el Rey. La narración del libro del Antiguo Testamento nos presente cómo por diversas circunstancias Esther ha llegado a ser reina, lo que es una señal de la providencia de Dios que la ha colocado en aquel lugar para que interceda y salve a su pueblo del exterminio.
Pero Esther no se va a presentar ante el rey por su cuenta y sólo contando con sus fuerzas. Pide al pueblo judío que ayune y haga oración al Señor para que le dé fuerzas para la misión que tiene que realizar, pero ella misma ayuna y ora con total confianza al Señor. Es la hermosa y ejemplar oración que nos ofrece el texto sagrado.
Con humildad se presenta Esther ante Dios para su oración. Con humildad y confianza. ‘Protégeme, Señor, que estoy sola y no tengo otro defensor que tú’. No se siente digna de presentarse al Señor, pero tiene la confianza de saber y recordar cuántas maravillas ha hecho el Señor para con su pueblo. ‘Mi padre me ha contado cómo tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones… y le cumpliste lo que le habías prometido’. Se apoya en la fidelidad del Señor. Se apoya en la misma Palabra del Señor tantas veces cumplida y realizada en medio de su pueblo.
Se siente pequeña y pecadora – ‘nosotros hemos pecado contra ti…’ – pero acude al Señor para que se haga presente en su actuar, en sus palabras y en todo lo que tiene que hacer. Será ella la que tendrá que hablar ante el rey para interceder por su pueblo, pero pide que Dios esté en sus palabras.
Nos recuerda cuando nosotros pedimos la asistencia del Espíritu Santo para que inspire nuestras palabras y nuestras acciones. Dios que actúa por medio nuestro. Ese es el gran milagro que nosotros tenemos que dejar realizar en nuestra vida. Por así decirlo, prestarle nuestros labios o nuestros brazos a Dios para que actúe por medio nuestro. ‘Pon en mi boca un discurso acertado’, pedía la reina Esther.
Creo que mucho tendríamos que repetir y meditar esta oración para aprender nosotros a orar también con esa misma humildad y con esa misma confianza.

miércoles, 29 de febrero de 2012


Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive…

Jonás, 3, 1-10; Sal. 50; Lc. 11, 29-32
Pide un signo y no se le dará más signo que el signo de Jonás… como lo fue para los habitantes de Nínive… lo mismo el Hijo del Hombre lo será para esta generación…’
Jonás, aquel profeta que quiso rehuir la misión que el Señor le había confiado, el profeta infiel que podríamos llamarlo, y huyó en camino contrario; muchas hechos y circunstancias – la tempestad del mar, el ser arrojado al agua y devorado por el cetáceo, etc… - le llevaron a descubrir que no podía desentenderse de la misión que Dios le había confiado y anuncia la conversión a la gran ciudad que se convierte proclamando un ayuno y vistiéndose de sayal y ceniza.
‘Cuando vio Dios sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo, el Señor Dios nuestro’, terminaba diciendo la profecía de Jonás. La misericordia y la bondad del Señor prevalecen siempre sobre todo y el amor del Señor es más grande que nuestro pecado.
Jonás se convierte así en una señal para los ninivitas que así escuchan la voz del Señor y como dirá Jesús los ninivitas se levantarán contra aquella generación porque ellos escucharon al profeta, pero ahora tienen en medio a Jesús y sin embargo no le escuchan ni se convierten. Jesús es en verdad el sacramento de Dios en medio de su pueblo que no solo anuncia e invita a la conversión por el Reino de Dios que llega, sino que en El se está realizando ese Reino de Dios al que habrán de convertirse.
Escuchamos nosotros también esta invitación en este camino de cuaresma que vamos haciendo y al Señor hemos de convertirnos dándole en verdad la vuelta a nuestra vida para seguir los caminos de fidelidad y de amor al que el Seños nos invita. Será llamada repetida a lo largo de este tiempo. La Palabra del Señor va resonando en nuestros oídos y en nuestro corazón.
Ojalá supiéramos descubrir la señal y escuchar la llamada que el Señor nos hace. Ojalá nosotros sepamos irnos abriendo a la Palabra del Señor que se nos proclama cada día y no endureciéramos el corazón. ‘Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’, hemos repetido hoy en el salmo. Es el corazón humilde con que hemos de ponernos ante el Señor; humildes porque nos sentimos pequeños y pecadores; humildes pero confiados siempre en la misericordia y en la bondad del Señor.
‘Oh Dios, crea en mí un corazón puro, pedíamos en el salmo; renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu’. Es el Señor el que nos purifica y nos renueva. Que vuelva su rostro misericordioso sobre nosotros, porque la mirada de Dios siempre en bendición para nuestra vida, siempre nos llena de gracia que nos transforma y fortalece, que nos purifica y nos da nueva vida. Así con confianza nos acercamos al Señor a pesar de sentirnos tan pecadores.
Sigamos haciendo nuestro camino de Cuaresma con fidelidad. En lo alto contemplamos la Cruz de Cristo, señal definitiva del amor de Dios que nos perdona y nos llena de vida. Caminamos hacia la cruz, caminamos hacia la pascua, caminamos hacia la vida, porque sabemos bien que tras la cruz está la resurrección. Es la meta a la que queremos llegar. Por eso vamos aprendiendo a negarnos a nosotros mismos, vamos aprendiendo a renovar paso a paso n nuestra vida. Vamos buscando la vida, la luz, la gracia, la salvación. Sabemos que Dios en su amor generoso e infinito siempre nos la quiere regalar. Aprovechemos la gracia de Dios. No la echemos en saco roto. 

martes, 28 de febrero de 2012


Eficacia y fecundidad de la Palabra y la oración del cristiano

Is. 55, 10-11; Sal. 33; Mt. 6, 7-15
Se nos habla hoy de la eficacia y de la fecundidad de la Palabra de Dios y de la eficacia y fecundidad de la oración. Dos pilares fundamentales, esenciales podríamos decir, de nuestra vida cristiana, sin los cuales no podemos mantener firme el edificio de nuestra fe, de nuestro amor, de nuestro seguimiento de Jesús.
Es bueno que nos hagamos esta reflexión ya desde el principio de la Cuaresma y la liturgia de la Iglesia con toda sabiduría nos propone hoy estos textos de la Palabra de Dios. Si este camino de cuaresma que vamos haciendo pedagógicamente nos ayuda a ir dando pasos para esa renovación de nuestra vida, para esa reflexión y revisión que nos vayamos haciendo, es necesario que creamos de verdad en  la fuerza de la Palabra de Dios.
No es una palabra cualquiera la que vamos escuchando; no son simplemente una reflexiones piadosas que nos podamos hacer, sino que es Dios mismo el que va llegando a nuestro corazón para moverlo a la conversión y a la nueva vida. Hemos de creer, pues, en la fecundidad y en la eficacia de la Palabra de Dios. Con esa fe tenemos que escucharla y plantarla en nuestra vida.
Es hermosa la imagen del profeta para hablarnos de esa eficacia y fecundidad de la Palabra de Dios. Eficaz en si misma con toda la fuerza de Dios que inunda y transforma siempre nuestra vida. Nunca es una palabra vacía ni baldía. Siempre es palabra que nos transforma allá en lo más hondo de nuestra vida. La infecundidad no está en la palabra en sí sino en nosotros que no la acogemos y no dejamos que nos transforme.
‘Como bajan la lluvia y la nieve sobre la tierra, la empapa y la fecunda… así será mi Palabra que sale de mi boca…’ nos dice el profeta. Es semilla llena de vida y que da frutos de vida. Es fuerza fecunda que nos transforma para llenarnos de nueva vida.
De la misma manera tenemos que creer en la eficacia y en la fecundidad de nuestra oración. Jesús nos pide autenticidad en nuestra oración y en todos nuestros actos de piedad. Quiere que le demos hondura a nuestro encuentro con el Señor, con el Padre del cielo. No puede ser de  ninguna manera una oración fría y ritual. Tiene que ser algo vivo, lleno del fuego del amor de Dios. Por eso Jesús mismo nos enseñará como tiene que ser nuestra oración. Y luego para poder no solo saber hacerlo sino hacerlo con la necesaria profundidad y sentido vamos a estar guiados por el Espíritu del Señor.
Nos enseña Jesús a orar dándonos el modelo; pero darnos el modelo no es enseñarnos a repetir cosas, sino que es enseñarnos aquellas cosas fundamentales que hemos de tener en cuenta siempre en toda oración.
Es necesario entrar en el estado de oración desde una fe profunda y con un profundo amor en nuestro corazón. Hemos de saber caldear el corazón antes de comenzar nuestra oración. Por eso nunca podemos ir con prisas y carreras a nuestra oración sino buscando siempre y sintiendo hondamente la paz de la presencia del Señor. No son las muchas palabras las que van a hacer más eficaz nuestra oración, sino la fe que llevamos en el corazón para sentirnos siempre en la presencia del Señor.
Nos sentimos hijos amados de Dios. Por eso nos atrevemos a acercarnos siempre con confianza al Señor. Es un primer sentimiento, una primera actitud de fe que hemos de tener cuando vamos al encuentro del Señor. Si ese primer momento lo sabemos vivir con toda intensidad luego cada uno de los momentos de la oración irá fluyendo casi de forma espontánea porque irán brotando de nuestro amor.
Pidámosle, sí, al Señor que nos enseñe a orar, que nos conceda la presencia y la fuerza de su Espíritu y haremos dejándonos conducir por el Espíritu Santo la más hermosa oración.

lunes, 27 de febrero de 2012


Una Palabra para plantar en el corazón y hacer que dé frutos de santidad

Lev. 19, 1-2.11-18; Sal. 18; t. 25, 31-46
Hay textos de la palabra de Dios que no necesitan muchos comentarios ni traducciones – explicaciones –, ya que por sí mismos, incluso en la literalidad de sus palabras, nos lo dicen todo. Es el caso de lo que hoy hemos escuchado en este lunes de la primera semana de Cuaresma.
Cuando casi estamos iniciando este camino cuaresmal se nos pone hoy bien claro ante los ojos cual es nuestra meta. Y nuestra meta es la santidad; no una santidad cualquiera sino la santidad de Dios. ‘Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo’. Santos como el Señor nuestro Dios es santo.
No podemos vivir de cualquier manera. Necesariamente quien dice creer en Dios tiene que ser santo. Esta es la primera exigencia de nuestra fe en Dios: la santidad. Creer en Dios está reñido con la mancha del pecado. Creer en Dios exige el resplandor y la blancura de la santidad. Creer en Dios es parecernos a Dios. Creer en Dios es buscan en todo y siempre lo que es la voluntad de Dios. Creer en Dios es cumplir sus mandamientos.  Creer en Dios es vivir su vida. Creer en Dios es vivir en su amor. Es lo que nos va señalando el texto del Levítico.
Se van desgranando los mandamientos; se nos pide una nueva forma de actuar en nuestra relación con el prójimo; se nos pide rectitud y justicia en nuestro trato con los demás y en todo lo que es la convivencia con el otro; se nos pide una nueva forma de amor hacia los demás.
Es lo que nos viene a decir Jesús en el Evangelio. ‘En el atardecer de la vida seremos examinados de amor’, que decía san Juan de la cruz. Y es que cuando llegue el momento del juicio final solo se nos va a preguntar por nuestro amor. Hemos escuchado y meditado muchas veces el texto del evangelio. ‘Todo lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mí me lo hicisteis’, nos dirá Jesús cuando le preguntemos cuando lo vimos hambriento o sediento, desnudo o en enfermo, forastero o en cárcel.
Tenemos que aprendernos bien el mensaje de Jesús. Porque es a cualquiera que le hicimos o lo dejamos de hacer, a cualquiera que atendimos o ante quien pasamos de largo. No es cuestión sólo de ser buen amigo de mis amigos; no es cuestión de amar a quien me cae bien o de prestar a quien me haya prestado antes; no es cuestión de simpatías o de corresponder a lo que me hayan hecho. Es cuestión de amor, y de amor del de verdad, como nos ama Jesús a nosotros. Y es que en ellos estaremos amando a Jesús.
Podríamos seguir haciendo comentarios o seguir diciendo muchas cosas. Es cuestión de impregnarnos de esa Palabra, de plantarla honda en el corazón, de vivir en ese amor que nos señala Jesús. Meditarla, beberla bien en el corazón, hacerla vida. Son palabras que son para nosotros espíritu y vida, como hemos dicho en el salmo.

domingo, 26 de febrero de 2012


Cuaresma un camino que nos ayuda a vivir en plenitud el misterio de Cristo

Gen. 9, 8-15;
 Sal. 24;
 1Pd. 3, 18-22;
 Mc. 1, 12-15
‘Avanzar en el misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud’. Lo hemos pedido en la oración inicial de esta celebración. Es, por así decirlo y por hacerlo en el primer domingo de Cuaresma, la primera petición que hacemos en este camino que queremos sea luminoso y nos lleve hasta la Pascua. ¿Cómo no va a ser luminoso si queremos penetrarnos del misterio de Cristo para que sea nuestra vida en plenitud?
Claro que esa sería la tarea de todo cristiano y en todo momento. Conocer a Cristo y vivirlo no es cuestión sólo de momentos especiales. Los momentos especiales nos ayudan porque nos intensifican esa vivencia, pero esa vivencia ha de ser algo de cada día. No siempre es fácil. Nos sentimos abrumados por las carreras locas de la vida. Muchas cosas nos distraen. En ocasiones se nos baja la intensidad de nuestra fe. Las tentaciones nos arrastran y si nos dejamos llevar por ellas errando el camino terminaremos lejos de nuestra meta.
Ahí está nuestra debilidad, pero ahí también la grandeza de la que nos ha dotado el Señor. Aunque seamos débiles con la gracia del Señor podemos superar todos esos obstáculos y caminar por el camino recto. No estamos solos en esa lucha. El Señor es nuestra fuerza para nuestra superación. Va delante de nosotros no sólo señalándonos el camino sino siendo El mismo el camino. Nos descubre la verdad que dará plenitud a nuestra vida. Por eso es necesario conocerlo a El - ‘avanzar en el misterio de Cristo’ que decíamos -, porque conocerle es vivirle, vivir su misma vida.
La primera lectura nos ha hablado del Diluvio Universal pero sobre todo de la Alianza que al final Dios realiza con Noé prometiendo una salvación definitiva. El arco iris en el cielo será siempre una señal de un final de ese mal que todo lo destruye y nos trae muerte. Noé, porque se fió de Dios, pudo vencer sobre aquellas aguas torrenciales que tanta muerte trajeron. Noé también es signo de esa victoria que nosotros podemos lograr haciendo además que esas aguas sean purificadoras y renovadoras, aguas que llenan de vida, como lo son las aguas del Bautismo. Por eso hemos escuchado a Pedro decir que ‘aquello fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva’.
Bueno es que, al recordar al diluvio como un signo de nuestro bautismo, lo recordemos ya en este mismo comienzo de la Cuaresma. Todo el camino cuaresmal nos lo irá recordando, ya que la misma Cuaresma en su origen era la intensificación de la catequesis de los catecúmenos que se preparaban para el Bautismo en la noche de Pascua. Nosotros queremos ir haciendo un camino semejante al de aquellos catecúmenos dejándonos conducir por la liturgia, por la Palabra de Dios, porque en la noche de la Resurrección del Señor queremos renovar nuestra condición de bautizados, nuestras promesas bautismales, también como un símbolo de ese nacer de nuevo que queremos vivir en nuestra Pascua.
El evangelio como es tradicional en este primer paso de la Cuaresma nos ofrece el breve texto de Marcos que nos habla de las tentaciones de Jesús. No nos las describe como los otros sinópticos sino que lo hace de forma más escueta. ‘El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Ser quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás, vivía entre alimañas y los ángeles le servían’. Las tentaciones de Jesús que los otros evangelistas nos las describen con mayor detalle hablándonos de tres tentaciones, como tantas veces hemos meditado, yo no las reduciría solamente a este momento de los cuarenta días de ayuno en el desierto.
Le siguen multitudes entusiasmadas que pronto le abandonan cuando se les hace dura y difícil la doctrina que enseña y las exigencias que manifiesta de lo que es su seguimiento. Se oponen a Jesús los principales de Israel y quienes tendrían que tener un mayor conocimiento de lo anunciado por las Escrituras están entre sus principales opositores. Sus mismos discípulos más cercanos no terminan de entender el sentido de lo que les enseña y siguen con sus preferencias por lugares de honor y primeros puestos. Para quien viene a ofrecernos gratuitamente la salvación y la palabra de vida ese rechazo, o esa incomprensión podrían ser también motivos de dudas e interrogantes interiores. 
A lo largo del evangelio veremos otros momentos difíciles que son como tentaciones también para Jesús. Recordemos que incluso a Pedro lo llama Satanás que lo está tentando con la idea de que el Hijo de Hombre no podía padecer toda aquella pasión que Jesús estaba anunciando.
Su angustia en Getsemaní queriendo que el Padre le libre de aquella pasión que iba a sufrir es una forma de tentación que Jesús sabrá vencer pidiendo que no se haga su voluntad sino la voluntad del Padre del cielo. Su soledad en la cruz con el grito desgarrador del comienzo del salmo ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’ concluirá con el ponerse confiadamente en las manos del Padre consumando así la obra de su Redención.
Pero a Jesús lo contemplamos vencedor sobre el pecado y sobre la muerte. A Jesús lo contemplamos resucitado como el Señor de la vida y que nos da vida y nos llena de vida. Si nosotros seguimos, a pesar de nuestra debilidad, los pasos de Jesús estamos llamados a esa vida, a esa plenitud que en Cristo podemos alcanzar. Por eso cuando lo contemplamos tentado por el maligno miramos nuestras debilidades y tentaciones y vemos que cómo con Cristo nosotros también podemos vencer. No tenemos por qué caer bajo el yugo de la muerte y el pecado. Con Cristo resucitado nosotros nos sentimos levantados para ser vencedores también.
Es el camino que ahora en la Cuaresma hacemos, avanzando en el misterio de Cristo como decíamos en la oración y hemos recordado ahora, para ir aprendiendo a lograr esa victoria, para irnos fortaleciendo en El para ser también nosotros victoriosos sobre la tentación a la muerte y al pecado y para llenarnos de la vida en plenitud de Cristo para siempre.
Y ¿qué vamos a hacer? Seguir sus mismos pasos. Caminar su mismo camino. Vivir su mismo amor. Llenarnos cada vez más de su vida y de su gracia.
¿Cómo lo vamos a hacer? Para avanzar en el conocimiento del misterio de Cristo necesitaremos cada día más y más dejarnos impregnar por su Palabra. Que su Palabra penetre hondo en nosotros; que la meditemos y la rumiemos continuamente; que tengamos verdaderos deseos de conocer más intensamente el evangelio. Eso nos exigirá proponernos no sólo por una parte participar en la celebración de cada día para escuchar la Palabra con atención y devoción, con mucha fe y con mucho amor, sino también encontrar momentos a lo largo del día para leer y meditar el evangelio, la Biblia.
Caminar su mismo camino nos exigirá una vida de esfuerzo y deseos de superación para seguir sus pasos de santidad. Tenemos nuestras tentaciones, nuestras limitaciones y nuestras debilidades, nuestra manera de ser y nuestras rutinas que nos debilitan y nos enfrían espiritualmente. Tenemos que superarnos, intentar cada día ser mejores, examinar nuestra vida, nuestras cosas, nuestra manera de ser para ver cómo podemos ser mejores. Si damos un pasito cada día con constancia, sin cansancios, con entusiasmo y esperanza iremos logrando avanzar en ese camino de santidad.
Vivir su mismo amor significa que cada día en nuestras actitudes, en nuestras posturas, en nuestro trato con los demás, en nuestras conversaciones, en nuestra convivencia vayamos creciendo en el amor, en el respeto, en la solidaridad, en el sentirnos hermanos, en el buscar siempre lo bueno, en el evitar todo lo que pueda hacer daño u ofender, en una palabra, en querernos cada día más. Y todo eso con el amor de Cristo, como nos ama Cristo.
Finalmente llenarnos más de su vida y de su gracia significa crecer espiritualmente, intensificar nuestra oración, querer aprovechar todo ese río de gracia que son nuestras celebraciones, ya sean las litúrgicas como la Eucaristía, como otros momentos que tengamos de oración o de adoración. Significa querer llenarnos de la gracia de Dios en los sacramentos comulgando en la celebración de la Eucaristía y acercándonos al Sacramento de la Penitencia para renovar nuestra vida, para restaurar esa gracia de Dios que hemos perdido por nuestro pecado y que en el perdón del Señor vamos a ver renovada en nuestra vida. No huyamos de los sacramentos sino con fe nos acercamos a ellos sabiendo el caudal de gracia de Dios que son para nosotros.
Avancemos en el conocimiento del misterio de Dios para que podamos vivirlo en plenitud. Si vamos dando todos estos pasos en este camino cuaresmal nos llenaremos de la luz de Cristo en su resurrección y todo saldremos renovados en una nueva vida en plenitud que el Señor quiere darnos en su amor.