lunes, 27 de febrero de 2012


Una Palabra para plantar en el corazón y hacer que dé frutos de santidad

Lev. 19, 1-2.11-18; Sal. 18; t. 25, 31-46
Hay textos de la palabra de Dios que no necesitan muchos comentarios ni traducciones – explicaciones –, ya que por sí mismos, incluso en la literalidad de sus palabras, nos lo dicen todo. Es el caso de lo que hoy hemos escuchado en este lunes de la primera semana de Cuaresma.
Cuando casi estamos iniciando este camino cuaresmal se nos pone hoy bien claro ante los ojos cual es nuestra meta. Y nuestra meta es la santidad; no una santidad cualquiera sino la santidad de Dios. ‘Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo’. Santos como el Señor nuestro Dios es santo.
No podemos vivir de cualquier manera. Necesariamente quien dice creer en Dios tiene que ser santo. Esta es la primera exigencia de nuestra fe en Dios: la santidad. Creer en Dios está reñido con la mancha del pecado. Creer en Dios exige el resplandor y la blancura de la santidad. Creer en Dios es parecernos a Dios. Creer en Dios es buscan en todo y siempre lo que es la voluntad de Dios. Creer en Dios es cumplir sus mandamientos.  Creer en Dios es vivir su vida. Creer en Dios es vivir en su amor. Es lo que nos va señalando el texto del Levítico.
Se van desgranando los mandamientos; se nos pide una nueva forma de actuar en nuestra relación con el prójimo; se nos pide rectitud y justicia en nuestro trato con los demás y en todo lo que es la convivencia con el otro; se nos pide una nueva forma de amor hacia los demás.
Es lo que nos viene a decir Jesús en el Evangelio. ‘En el atardecer de la vida seremos examinados de amor’, que decía san Juan de la cruz. Y es que cuando llegue el momento del juicio final solo se nos va a preguntar por nuestro amor. Hemos escuchado y meditado muchas veces el texto del evangelio. ‘Todo lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mí me lo hicisteis’, nos dirá Jesús cuando le preguntemos cuando lo vimos hambriento o sediento, desnudo o en enfermo, forastero o en cárcel.
Tenemos que aprendernos bien el mensaje de Jesús. Porque es a cualquiera que le hicimos o lo dejamos de hacer, a cualquiera que atendimos o ante quien pasamos de largo. No es cuestión sólo de ser buen amigo de mis amigos; no es cuestión de amar a quien me cae bien o de prestar a quien me haya prestado antes; no es cuestión de simpatías o de corresponder a lo que me hayan hecho. Es cuestión de amor, y de amor del de verdad, como nos ama Jesús a nosotros. Y es que en ellos estaremos amando a Jesús.
Podríamos seguir haciendo comentarios o seguir diciendo muchas cosas. Es cuestión de impregnarnos de esa Palabra, de plantarla honda en el corazón, de vivir en ese amor que nos señala Jesús. Meditarla, beberla bien en el corazón, hacerla vida. Son palabras que son para nosotros espíritu y vida, como hemos dicho en el salmo.

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