sábado, 29 de octubre de 2011

La alegría y el entusiasmo del servicio y de saber ser el último


Rom. 11, 1-2.11-12.25-29;

Sal. 93;

Lc. 14, 1.7-11

‘Entró Jesús un sábado en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando’. Siempre estaban pasando por el prisma de sus colores todo lo que hiciera Jesús. En el relato que hubiéramos escuchado ayer, al llegar a la casa Jesús se encontró con un hombre que sufría de hidropesía y estaban espiando a Jesús a ver qué hacia en sábado. Jesús lo curó, escuchábamos ayer, haciéndoles ver que el hacer el bien estaba por encima de la ley del descanso sabático. Fue tema del evangelio de ayer, si no hubiéramos celebrado la fiesta de los apóstoles.

Pero es que Jesús también se está fijando en las actitudes que tiene aquellos invitados. Jesús los observa y no pierde ocasión para dejarnos su mensaje, un hermoso mensaje. ‘Notando que los convidados escogían los primeros puestos…’ nos dice el evangelista. Pudiera parecer que es cuestión de protocolos, como decimos hoy, pero es algo más hondo lo que Jesús quiere enseñarnos, porque son actitudes profundas lo que Jesús nos señala que tendrán que reflejarse en los actos que realizamos en la vida.

‘No te sientes en el puesto principal no sea que hayan invitado a otro de más categoría que tú’. El bochorno de que te hagan rebajarte en el puesto será peor. No es cuestión de bochornos o de hacer cosas para que nos levanten sino se trata de esa actitud hermosa de la humildad que no busca grandezas. En el evangelio del domingo, de mañana, el evangelio nos va a abundar mucho más en esto.

En el reino de Dios no caben dignidades humanas. En el reino de Dios nuestras grandezas van por otro camino que son los caminos del servicio y de la humildad. Nuestro título mayor es el ser hijo de Dios, e hijos de Dios somos todos, luego hemos de sentirnos hermanos. No nos vale entonces estar corriendo buscando lugares de honor, primeros puestos o grandezas humanas. Si hemos de correr para algo será para ser los primeros en servir, en amor, en ayudar, en tener una palabra de consuelo y de ánimo para el que sufre a nuestro lado.

Qué malo es cuando nos creemos grandes o importantes y pensamos que no nos vamos a rebajar para prestar ese servicio y dejamos que sea otro el que lo haga. Recordamos las parábolas de Jesús, la parábola del buen samaritano. Aquel sacerdote que bajaba por el camino no se iba a rebajar a ir a curar al hombre mal herido; él tenía otras cosas que hacer, pensaba. Lo mismo el levita, su misión era servir en el templo y no fue capaz de darse cuenta que el verdadero servicio a Dios, al verdadero templo de Dios que es el hombre, lo haría curando a aquel que estaba allí tirado en el camino. Pero tenían prisa, tenían otras cosas que hacer que se decían que eran más importantes. Cuantas veces nos pasa a nosotros así.

Nuestra verdadera grandeza está en el amor y en la humildad, en un corazón generoso y siempre disponible para el servicio con alegría y entusiasmo. Nos falta muchas veces ese entusiasmo y esa alegría del amor y en el servicio. No lo hagamos nunca a regañadientes sino con generosidad. No te arrepientas ni te avergüences de hacer el bien y ser servidor de los demás. Es tu gloria.

Por eso nos dirá Jesús ‘todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Lo volveremos a escuchar mañana domingo.

viernes, 28 de octubre de 2011

Con la predicación de los apóstoles crezcamos en el conocimiento de Dios


Ef. 2, 19-22;

Sal. 18;

Lc. 6, 12-19

‘Ciudadanos del pueblo de Dios, miembros de la familia de Dios, templo consagrado al Señor, morada de Dios por el Espíritu…’ Es la descripción y el proceso que nos hace el apóstol en la carta a los Efesios que se nos ha proclamado en esta fiesta de los santos apóstoles san Simón y San Judas que estamos celebrando.

Descripción y proceso hemos dicho. Nos describe esa pertenencia por la fe al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia en la que somos como una familia por la comunión de amor que hay entre nosotros. Como hijos de Dios por el bautismo y porque queremos plantar la Palabra de Dios en nuestra vida somos esa familia de Dios. Recordamos lo que nos decía Jesús. ‘¿Quienes son mi familia, quienes son mi madre y mis hermanos y mis hermanas? Los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen’.

Esa Palabra de Dios que nos ha llegado por la predicación de los apóstoles. Como decíamos en la oración ‘nos llevaste al conocimiento de Dios por la predicación de los apóstoles’. Ahora nos dice san Pablo que estamos ‘edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular’.

Enraizados estamos en la fe de los apóstoles nos llamamos Iglesia e Iglesia apostólica. Y es la fe de los apóstoles la que confesamos porque ellos como primeros testigos de la resurrección del Señor nos han trasmitido la fe por el anuncio del evangelio. Pero no nos quedamos en los apóstoles sino que queremos llegar hasta quien es la piedra angular, queremos llegar hasta Cristo verdadero y único fundamente de nuestra vida y de nuestra salvación.

Nos ha hablado de un ‘edificio para formar un templo consagrado al Señor, integrados en su construcción para ser morada de Dios por el Espíritu’. No es el edificio material, el templo físico y material en el que nos reunimos, sino que es ese edificio espiritual que formamos todos unidos en una misma fe y unidos a Cristo, para que demos culto espiritual al Padre ofreciendo nuestros cuerpos mortales, ofreciendo toda nuestra vida al Señor.

Cristo es el verdadero y auténtico templo de Dios y nosotros unidos a Cristo formamos parte de ese templo. Por Cristo, en Cristo y con Cristo se glorifica a Dios, se da todo honor y gloria a Dios. ‘Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique, exclamaba Jesús en la oración de la última cena, yo te he glorificado en este mundo, cumpliendo con la obra que me encomendaste…’ Nosotros nos unimos a Cristo para ser ese templo, para también con nuestra vida dar gloria al Señor.

Como nos decía, estamos ‘integrados en su construcción para ser morada de Dios por el Espíritu’. Es precisamente lo que Jesús promete cuando en la última cena Simón Tadeo le pregunta, ‘¿qué pasa para que te hayas manifestado a nosotros y no al mundo?’, que habla de si le amamos y guardamos su palabra el Padre nos amará y El y el Padre vendrán y harán morada en nosotros.

Son hermosas las consideraciones que nos podemos hacer en las fiestas de los apóstoles. Una celebración que nos ayuda a profundizar en toda la riqueza de nuestra fe y de nuestra pertenencia también a la Iglesia. Algo que tiene que ayudarnos a ir creciendo en ese conocimiento de Dios, como decíamos con la oración, que nos llega precisamente por la predicación de los apóstoles.

Algo que tiene que ayudarnos también a vivir nuestro compromiso de fe y nuestro compromiso con la Iglesia dando gloria al Señor en todo momento con nuestra vida santa. El contemplar a quienes nos anunciaron a Cristo nos impulsa también en ese deseo de anunciar también nosotros a Jesús, trasmitir nuestra fe, contagiar de nuestra vida cristiana a los demás para que todos también den gloria al Señor.

jueves, 27 de octubre de 2011

Dios está con nosotros, nada podrá apartarnos del amor de Dios


Rom. 8, 31-39;

Sal. 108;

Lc. 13, 31-35

‘Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?’ Tenemos que meternos muy fuerte en la cabeza y en el corazón este mensaje. ¡Qué dichosos somos en nuestra fe! ¡Qué seguros y firmes hemos de sentirnos en nuestra vida!

Hay momentos en que nos parece que nos sentimos acosados por todas partes. Problemas, incomprensiones, desaires, tentaciones, ataques contra nuestra fe y nuestra manera de actuar, enfermedades y sufrimientos, cosas que no nos salen como nosotros quisiéramos… muchas cosas nos pueden aparecer en la vida y nos podrían hacer sentirnos inseguros.

Pero cuando nos sentimos amados por el Señor tenemos con nosotros la fuerza para superar todas esas dificultades, vencer en esas tentaciones, ser fuertes en la adversidad, caminar a pesar de todo con alegría en el corazón. Lo hemos reflexionado muchas veces, nosotros tenemos las mayores razones para vivir alegres y con esperanza, a pesar de todo lo que se nos pueda venir encima. No caben amarguras y desesperanzas en el corazón de un creyente.

Nos lo explica muy bien san Pablo en su carta. ‘El que no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con El? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que nos justifica. ¿Quién nos condenará? ¿Será acaso Cristo que murió, más aún, resucitó y está a la derecvha de Dios y que intercede por nosotros?’

Con qué humildad y con qué esperanza podemos acudir al Señor; con qué amor y con qué gozo en el alma podemos vivir nuestra vida cristiana. Dios nos ama. Dios está de nuestra parte. Dios nos ofrece no la condena sino el perdón; es el que nos justifica.

He dicho con qué humildad, porque hemos de alejar de nuestro corazón todo síntoma de presunción y vanidad orgullosa porque pensemos que eso lo tenemos por nosotros mismos y como el Señor es tan bueno podemos hacer lo que queramos porque El siempre nos perdonará. No puede ser esa nuestra actitud, sino que con agradecimiento sincero a todo lo que es su amor poner de mi parte todo lo necesario para vivir ese perdón y ese amor y en consecuencia en fidelidad total al Señor. El amor que el Señor me tiene que ser para mi cada día más una exigencia grande de fidelidad y de amor por mi parte.

Sintiéndonos seguros en el Señor no tememos que nada pueda apartarnos de ese amor del Señor. ‘¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo?’, se preguntaba el apóstol. ‘En todo esto vencemos por aquel que nos ha amado’, concluía san Pablo. Muchas cosas nos tientan continuamente para apartarnos de ese amor de Dios. Ya sean los momentos buenos y felices que pueden hacerme olvidar a Dios y su amor, ya sean los momentos malos y difíciles que nos llenan de dudas y de oscuridades y nos pueden cegar para no saber ver y sentir la presencia del Señor junto a nosotros.

Somos conscientes de cuántos, cuando llega el momento de la enfermedad, el dolor y el sufrimiento, cuando le aparecen los problemas en la vida, se tambalean fácilmente en su fe y llegan a abandonar la fe, a apartarse de Dios, de la religión, de la Iglesia. Comencemos por recordar lo primero que nos ha dicho hoy la Palabra de Dios a través de las palabras del apóstol. ‘Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo?’ Por eso decía que estos pensamientos tenemos que grabarlos a fuego en nuestro corazón para no olvidarlos y así nos sintamos más firmes en nuestra fe en el Señor.

‘Estoy convencido, nos decía para concluir, que nada podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro’.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Jesús de camino hacia Jerusalén nos enseña a alcanzar la vida eterna


Rom. 8, 26-30;

Sal. 12;

Lc. 13, 22-30

‘Jesús de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando’. Jesús siempre de camino. Jesús de camino hacia Jerusalén. Jesús que siempre va delante de nosotros. Es el camino. La gente le sigue. Queremos nosotros seguirle también. Pensamos en la meta. La salvación, la vida eterna.

Surge la pregunta. ‘Uno le preguntó: Señor, ¿serán pocos los que se salven?’ De una forma u otra es una pregunta repetida muchas veces en el Evangelio. Es normal sentir preocupación de si nos salvamos o no. Ahora preguntan si serán muchos o pocos. En otra ocasión preguntarán qué es lo que hay que hacer, o qué es lo fundamental. Recordamos al letrado que no hace mucho le escuchábamos preguntar ‘¿Cuál es el mandamiento principal y primero?’, o el joven que se acerca a preguntar: ‘Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?’

Jesús no se va por las ramas y contesta con toda rotundidad aunque nos parezca que ahora soslaye la pregunta. Porque no es tanto si serán muchos o serán pocos los que se salven, sino del empeño que hemos de poner. El nos regala la salvación que para eso ha venido, pero nosotros hemos de querer alcanzarla. ‘Esforzaos por entrar por la puerta estrecha’, nos dice.

No es que nos lo quiera hacer difícil. Es que tenemos que poner de nuestra parte todo lo necesario para aceptar ese Reino de Dios. Por eso había comenzado invitando a la conversión porque el Reino de Dios estaba cerca. Hay que darle la vuelta a la vida, porque vivir el Reino de Dios no es seguir con las mismas cosas. Es algo nuevo lo que tenemos que vivir. Son unos valores nuevos, unas actitudes nuevas, unos comportamientos nuevos, un nuevo estilo de vivir. Nos sentimos amados de Dios y hemos de comenzar a amar con el mismo amor. Y no siempre es fácil. Por eso, esforzaos…

Ya nos dirá en otro lugar que no nos vale decir ¡Señor, Señor!, sino cumplir la voluntad del Padre. Ya nos dirá que hemos de estar con las lámparas encendidas en nuestras manos y con suficiente aceite para que no se apaguen. A las que se les consumió el aceite y fueron a comprar cuando llegaron se encontraron la puerta cerrada. ‘Señor, ábrenos… no os conozco, no sé quienes sois’. No nos vale decir es que Tú has predicado en nuestras plazas y nosotros hemos bebido y comido contigo; es yo soy cristiano de toda la vida, y yo he hecho no sé cuantas cosas. ‘Esforzaos…’

Es necesario una fe grande como la del centurión; es necesario una confianza total para tener la certeza de que en El encontraremos siempre la salvación; es necesario ponernos en camino aunque haya que tomar la cruz de negarnos a nosotros mismos; es necesario plantar de verdad la Palabra en nuestro corazón, preparando la tierra de nuestra vida para que germine en nosotros y dé fruto; es necesario ser capaz de darlo todo por el Señor para ponerlo a El como el primero y principal de nuestra vida, nuestra raíz y nuestro fundamento, para que en verdad sea nuestro único Dios y Señor; es necesario aprender a hacernos los últimos y los servidores de todos porque así tendremos la seguridad que en el reino de los cielos seremos los primeros; es necesario tener hambre y sed de justicia en nuestro corazón y empaparnos del espíritu de todas las bienventuranzas porque así sabremos que nuestro es el Reino de los cielos.

Sigamos a Jesús, pongámonos en camino con Jesús, subamos a Jerusalén y a la cruz porque tendremos asegurada la resurrección y la vida eterna.

martes, 25 de octubre de 2011

¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿a qué lo compararé?


Rom. 8, 18-25;

Sal. 125;

Lc. 134, 18-21

Algunas veces cuando tenemos inquietud en el corazón que nos lleva a un compromiso por los demás, por hacer que nuestro mundo sea mejor, por superarnos nosotros mismos vemos que la tarea es grande y nos sentimos sobrecogidos ante todo lo que tenemos que hacer. Quizá pensamos sólo en nuestras fuerzas, nuestras capacidades o el conocimiento que tengamos de lo que realmente tenemos que hacer, pero creo que deberíamos tener un plus de confianza en la gracia del Señor que nos acompaña y fortalece para esa tarea que tenemos que realizar.

Hoy Jesús en el evangelio se pregunta ‘¿a qué se parece el reino de Dios? ¿a qué lo compararé?’ Fijémonos que nos habla de una pequeña semilla, insignificante en su tamaño podríamos decir, y poco más que unos polvillos en el puñado de levadura que la mujer echa en la masa de harina para hacerla fermentar y hacer el pan. Algo tan pequeño como un grano de mostaza, pero que en sí misma encierra toda la vitalidad de una vida que ha de germinar para hacer surgir una planta que crecerá hasta hacerse arbusto donde hasta puedan anidar los pajarillos del cielo.

El Reino de Dios que Jesús vino a instaurar; el Reino de Dios que nosotros hemos de vivir allá desde lo más hondo de nuestro corazón; el Reino de Dios que hemos de ir haciendo crecer en nuestro mundo, contagiando y transformando los corazones.

Ese Reino de Dios que va a partir de pequeñas cosas, de pequeños gestos de amor y de paz que nosotros vayamos poniendo en la vida en nuestra relación con los demás; el Reino de Dios que va germinando en los corazones de los hombres cuando la Palabra se va sembrando y que con la fuerza del Espíritu irá haciendo brotar esas plantas de vida nueva dando verdaderos frutos de amor y de vida.

Es grande la tarea que Jesús nos ha confiado; es grande la tarea que comenzamos por ir realizando en nuestro corazón dejándolo transformar por la gracia de Dios. Pero la fuerza transformadora no está en nosotros, no son nuestras fuerzas o nuestras capacidades, sino que es la gracia del Señor que llena todo de la vitalidad del Espíritu. Mucho tendremos que transformar en nosotros porque quizá nos damos cuenta de lo lejos que estamos pero dejemos que la gracia del Señor vaya penetrando en nuestra vida y vaya actuando, y vaya dándole la vuelta al corazón. El Señor actúa en nosotros si lo dejamos actuar, si nos dejamos conducir.

Grande es la transformación que tenemos que realizar en nuestro mundo para que se impregne del sentido del evangelio y vaya dando pasos a ese Reino de Dios. No nos acobardemos ni nos echemos atrás. Pongamos cada día nuestra semilla, aunque sea pequeña; pongamos nuestro puñado de levadura con nuestro amor, con nuestra paz, con las obras buenas que vayamos haciendo, con nuestros gestos de reconciliación y de comunión.

Aunque nos parezca que nada hacemos, pensemos que la levadura se penetra en la masa y se funde con ella, y desde dentro la va transformando, fermentando para darnos ese pan tierno y gustoso que nos alimente. Así nosotros metidos ahí en el corazón de la vida, en el corazón de nuestro mundo, de ese mundo concreto en el que vivimos y estamos, vayamos contagiando de ese amor, de ese gusto del evangelio los corazones de los que nos rodean.

Es hermoso lo que nos dice Jesús con estas parábolas; es consolador y nos llena de esperanza porque nos damos cuenta de cuánto podemos hacer con la gracia y la fuerza del Señor. No nos sintamos sobrecogidos por la tarea sino pongamos manos a la obra para que cada día sea más realidad en el mundo que vivimos el Reino de Dios del que nos habla Jesús.

lunes, 24 de octubre de 2011

Cristo nos levanta y nos hace recuperar nuestra dignidad de hijos de Dios



Rom. 8, 12-17;

Sal. 67;

Lc. 13, 10-17

‘Una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma y andaba encorvada sin poderse enderezar… Jesús le impuso las manos y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios’. Una mujer enferma, dolores, deformaciones en el cuerpo, enfermedad. Jesús que la cura y la levanta.

Tiene un hermoso significado este milagro, este signo que realiza Jesús. Signo que nos está hablando de muchas cosas; que nos está hablando de cómo Cristo quiere levantarnos, nos libera, nos hace recuperar con toda dignidad nuestra vida. Es el milagro grande de su salvación.

Tenemos que mirar más allá del hecho en sí de la curación de aquella mujer de sus dolores y discapacidades. Damos gloria a Dios que nos cura y que nos sana. Damos gloria a Dios que está con nosotros en nuestro dolor y en nuestro sufrimiento, en nuestra enfermedad y en tantas debilidades como tenemos en la vida.

Y con Jesús todo es distinto. Con Jesús hay un sentido nuevo. Con Jesús encontramos sentido y valor también para nuestro padecer y para nuestra enfermedad. En Jesús tenemos fuerza y tenemos vida para enfrentarnos a nuestros sufrimientos o a nuestras carencias. Ese sentirnos fortalecidos con la gracia del Señor para vivir cada una de las situaciones de nuestra vida es el primer milagro que Jesús va realizando en nosotros.

Hay un detalle más que nos dice el evangelio y que nos puede decir también muchas cosas. Como dice el evangelista y como expresión quizá primero del concepto que tenían entonces de la enfermedad como obra del espíritu maligno nos dice que la mujer ‘llevaba dieciocho años enferma a causa de un espíritu’.

Queremos ir más allá y hemos de reconocer cuánto nos ‘encorva’, nos esclaviza el mal cuando lo dejamos meter en nuestro corazón. Y no hablamos del andar encorvados físicamente, sino de tantas cosas que nos oprimen y nos quitan libertad interior. Sí, nos esclaviza el egoísmo, el odio, la envidia, la pasión descontrolada, el orgullo, la mentira, el pecado, en una palabra. Qué mal nos sentimos por dentro, pero que además se va manifestar también externamente con nuestros malos modos, con nuestro mal humor, con nuestras violencias… Como el que está lleno de sufrimientos y dolores que le cuesta manifestarse en paz, así nosotros cuando nos esclavizamos con el pecado nos manifestaremos también con esa mala cara.

Nos creemos más libres porque hacemos lo que queremos, pero al final somos esclavos de nuestro yo egoísta o lleno de orgullo, porque nos impide hacer el bien, nos impide amar de verdad. Andamos encorvados; pesa sobre nosotros el pecado, el desamor. Y Cristo viene a liberarnos de verdad, desde lo más hondo de nosotros mismos. Nos tiende la mano, como a aquella mujer encorvada, para levantarnos y hacernos libres y felices de verdad.

Recordemos lo que nos decía san Pablo. ‘Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un un espiritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar ¡Abba! ¡Padre!’ Cristo nos ha liberado. El Espíritu de Dios que está en nosotros nos ha levantado de la esclavitud para darnos la libertad de los hijos de Dios. ‘Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios’. ¡Qué hermoso y cuánta grandeza! ‘Nuestro Dios es un Dios que salva’, fuimos respondiendo en el responsorio del salmo. Y vaya si lo experimentamos en nuestra vida cuando tantas veces recibimos su perdón.

Claro que tenemos que glorificar a Dios, darle gracias. Y cantaremos a Dios alabándole y bendiciéndole. Y haremos que nuestra vida ya sea distinta para siempre. Somos hijos, somos herederos, coherederos con Cristo y con El glorificados. No podemos volver a vivir encorvados; no podemos volver a la esclavitud del pecado. Es nuestra lucha de cada día, es el esfuerzo que hemos de poner para hacer resplandecer en nosotros para siempre la gracia y el amor de Dios.

domingo, 23 de octubre de 2011

El amor a Dios y al prójimo sentido profundo de la vida del creyente

Ex. 22, 20-26;

Sal. 17;

1Tes. 1, 5-10;

Mt. 22, 34-40

‘Yo te amo, . Señor; tú eres mi fortaleza’, hemos repetido en el responsorio del salmo¡Qué otra cosa podemos hacer! El amor es la razón de ser de la vida del hombre; el amor es el sentido profundo de la vida del creyente.

‘Dios es amor’, nos enseña san Juan en sus cartas y en el mensaje profundo y fundamental que nos trasmite Jesús. Quien cree en Dios y desea vivir unido a Dios y vivir su vida no puede hacer otra cosa que amar. Y no con un amor cualquiera, sino con el amor de Dios, con un amor semejante a aquel con que nos sentimos amados de Dios. Por eso, ése tiene que ser nuestro grito: ‘Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza’, tú lo eres todo para mí y tengo que amarte, Señor, con un amor como el tuyo.

Sin embargo, reconocemos que no siempre es fácil. Tendría que serlo pero ya sabemos cómo somos. Ahí queremos poner nuestras medidas o nuestras exigencias; miramos si nos aman o no nos aman para saber hasta donde amamos o a quien amamos; y hasta queremos poner nuestras normas o leyes y terminamos desfigurando, destrozando el amor.

Estamos hechos para el amor y ese sería el camino que nos llevara a la mayor dicha y felicidad, pero bien sabemos cuánto nos cuesta, porque al mismo tiempo, ya sabemos, el mal se mete dentro de nosotros y nos llena de egoismo, de orgullo, de envidias y de no sé cuantas pasiones desordenadas que nos encierran en nosotros mismos y nos alejan del amor verdadero.

Hoy hemos escuchado que una vez más se acercan a Jesús con preguntas para ponerlo a prueba. Un fariseo experto en la ley es el que le hace la pregunta. ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ Parecería innecesaria la pregunta porque estaba bien claro en la ley de Moisés, pero se habían impuesto tantas normas y preceptos que al final terminaban confudidos y entre ellos en las escuelas rabínicas las discusiones eran interminables.

Jesús responde con el texto del Deuteronomio y del Levítico que todo buen judío tenía que conocer, porque incluso había de repetirlo como una oración varias veces al día y hasta estaba grabado en las puertas de las casas, la Mezuza. Lo hemos escuchado: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Pero concluirá Jesús: ‘Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas’.

Aquí está el fundamento de todo. Amar a Dios y amar al prójimo son inseparables. Si de verdad amamos a Dios, amamos al prójimo; si amamos al prójimo con un amor verdadero, es que amamos a Dios. Como decíamos antes, porque creemos en Dios que es amor, tenemos que amar; y amamos a Dios y amamos al prójimo porque queremos amar todo lo que Dios ama; amamos al prójimo porque amando a Dios y queriendo estar unidos a El que es Amor, necesariamente tenemos que amar también al prójimo. Dios quiere hacernos partícipes de su amor, para amarle y amar, por El, con El y en El a todas las personas, a nuestro prójimo.

Y cuando estamos llenos de ese amor ya no caben medidas ni distinciones; ya el amor tiene que ser un amor generoso como es el amor de Dios generoso hasta el infinito. Y amando así caminamos caminos de plenitud y de felicidad verdadera. Y tenemos además una certeza y es que no nos faltará la gracia y la fuerza del Señor. ‘Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza’, que hemos rezado en el salmo. Y si venimos a la Eucaristía a comerle e inundarnos de su vida, estaremos inundándonos de su gracia y de su amor para amar con su mismo amor.

Muchas conclusiones tendríamos que sacar de aquí para nuestra vida de cada día, y para la relación que mantenemos con cuantos están a nuestro lado. Porque todo esto no se puede quedar en palabras bonitas sino que tiene que hacerse realidad en el día a día, en ese día a día que tantas veces se nos hace dificil en nuestra convivencia ordinaria con los que están a nuestro lado.

El texto del Exodo que hemos escuchado en la primera lectura nos señala cosas muy concretas, que no sólo eran válidas en aquel momento sino que nos están señalando muchas cosas que hoy tenemos que hacer. Nos habla del forastero y del emigrante, de la viuda y del huérfano, como nos habla del pobre que pasa necesidad a nuestro lado y al que tenemos que ayudar y con el que tenemos que compartir. Este texto daría para muchas reflexiones de cosas muy concretas porque esas situaciones las tenemos cada día a nuestro lado.

Sin querer alargarme excesivamente hemos de tener en cuenta en nuestra reflexión también la jornada misionera que hoy estamos celebrando, el Domund. Precisamente en nombre de ese amor con el que llenamos nuestra vida hemos de sentir la urgencia de trasmitir y comunicar a los demás esa fe que vivimos, ese amor de Dios que experimentamos en nuestra vida, para lograr que todos lleguen a ese conocimiento de Dios, a esa vivencia del evangelio salvador.

El Papa Benedicto XVI en su mensaje para esta Jornada nos recuerda la necesidad de renovar el empeño de llevar a todos el anuncio del Evangelio con “el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 58). Es el servicio más precioso que la Iglesia puede hacer a la humanidad y a cada persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su propia existencia’.

Nos sigue diciendo que ‘destinatarios del anuncio del Evangelio son todos los pueblos. La Iglesia “es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2). Esta es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14). En consecuencia, no puede nunca cerrarse en sí misma’.

‘La misión universal implica a todos, todo y siempre, nos sigue diciendo el Papa. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido, sino que es un don que compartir, una buena noticia que comunicar. Y este don-compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son “raza elegida … una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1Pe 2,9), para que proclame sus obras maravillosas’.

‘Así, a través de la participación corresponsable en la misión de la Iglesia, el cristiano se convierte en constructor de la comunión, de la paz, de la solidaridad que Cristo nos ha dado, y colabora en la realización del plan salvífico de Dios para toda la humanidad. Los retos que ésta encuentra, llaman a los cristianos a caminar junto con los demás, y la misión es parte integrante de este camino con todos. En ella llevamos, aunque en vasijas de barro, nuestra vocación cristiana, el tesoro inestimable del Evangelio, el testimonio vivo de Jesús muerto y resucitado, encontrado y creído en la Iglesia. Que la Jornada Misionera reavive en cada uno el deseo y la alegría de “ir” al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo’.

He entresacado algunos párrafos del mensaje del Papa que nos ayuden en esta Jornada y aviven en nosotros ese espíritu misionero que en todo cristiano tiene que brillar. Sentimos como nuestra la obra misionera de la Iglesia, y con ella colaboramos como algo propio con nuestro testimonio, nuestra oración y también nuestra colaboración económica para que se pueda realizar esa tarea inmensa de la Iglesia y que abarcará muchos aspectos. Es un fruto también de nuestro amor.