lunes, 24 de octubre de 2011

Cristo nos levanta y nos hace recuperar nuestra dignidad de hijos de Dios



Rom. 8, 12-17;

Sal. 67;

Lc. 13, 10-17

‘Una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma y andaba encorvada sin poderse enderezar… Jesús le impuso las manos y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios’. Una mujer enferma, dolores, deformaciones en el cuerpo, enfermedad. Jesús que la cura y la levanta.

Tiene un hermoso significado este milagro, este signo que realiza Jesús. Signo que nos está hablando de muchas cosas; que nos está hablando de cómo Cristo quiere levantarnos, nos libera, nos hace recuperar con toda dignidad nuestra vida. Es el milagro grande de su salvación.

Tenemos que mirar más allá del hecho en sí de la curación de aquella mujer de sus dolores y discapacidades. Damos gloria a Dios que nos cura y que nos sana. Damos gloria a Dios que está con nosotros en nuestro dolor y en nuestro sufrimiento, en nuestra enfermedad y en tantas debilidades como tenemos en la vida.

Y con Jesús todo es distinto. Con Jesús hay un sentido nuevo. Con Jesús encontramos sentido y valor también para nuestro padecer y para nuestra enfermedad. En Jesús tenemos fuerza y tenemos vida para enfrentarnos a nuestros sufrimientos o a nuestras carencias. Ese sentirnos fortalecidos con la gracia del Señor para vivir cada una de las situaciones de nuestra vida es el primer milagro que Jesús va realizando en nosotros.

Hay un detalle más que nos dice el evangelio y que nos puede decir también muchas cosas. Como dice el evangelista y como expresión quizá primero del concepto que tenían entonces de la enfermedad como obra del espíritu maligno nos dice que la mujer ‘llevaba dieciocho años enferma a causa de un espíritu’.

Queremos ir más allá y hemos de reconocer cuánto nos ‘encorva’, nos esclaviza el mal cuando lo dejamos meter en nuestro corazón. Y no hablamos del andar encorvados físicamente, sino de tantas cosas que nos oprimen y nos quitan libertad interior. Sí, nos esclaviza el egoísmo, el odio, la envidia, la pasión descontrolada, el orgullo, la mentira, el pecado, en una palabra. Qué mal nos sentimos por dentro, pero que además se va manifestar también externamente con nuestros malos modos, con nuestro mal humor, con nuestras violencias… Como el que está lleno de sufrimientos y dolores que le cuesta manifestarse en paz, así nosotros cuando nos esclavizamos con el pecado nos manifestaremos también con esa mala cara.

Nos creemos más libres porque hacemos lo que queremos, pero al final somos esclavos de nuestro yo egoísta o lleno de orgullo, porque nos impide hacer el bien, nos impide amar de verdad. Andamos encorvados; pesa sobre nosotros el pecado, el desamor. Y Cristo viene a liberarnos de verdad, desde lo más hondo de nosotros mismos. Nos tiende la mano, como a aquella mujer encorvada, para levantarnos y hacernos libres y felices de verdad.

Recordemos lo que nos decía san Pablo. ‘Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un un espiritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar ¡Abba! ¡Padre!’ Cristo nos ha liberado. El Espíritu de Dios que está en nosotros nos ha levantado de la esclavitud para darnos la libertad de los hijos de Dios. ‘Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios’. ¡Qué hermoso y cuánta grandeza! ‘Nuestro Dios es un Dios que salva’, fuimos respondiendo en el responsorio del salmo. Y vaya si lo experimentamos en nuestra vida cuando tantas veces recibimos su perdón.

Claro que tenemos que glorificar a Dios, darle gracias. Y cantaremos a Dios alabándole y bendiciéndole. Y haremos que nuestra vida ya sea distinta para siempre. Somos hijos, somos herederos, coherederos con Cristo y con El glorificados. No podemos volver a vivir encorvados; no podemos volver a la esclavitud del pecado. Es nuestra lucha de cada día, es el esfuerzo que hemos de poner para hacer resplandecer en nosotros para siempre la gracia y el amor de Dios.

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