martes, 25 de octubre de 2011

¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿a qué lo compararé?


Rom. 8, 18-25;

Sal. 125;

Lc. 134, 18-21

Algunas veces cuando tenemos inquietud en el corazón que nos lleva a un compromiso por los demás, por hacer que nuestro mundo sea mejor, por superarnos nosotros mismos vemos que la tarea es grande y nos sentimos sobrecogidos ante todo lo que tenemos que hacer. Quizá pensamos sólo en nuestras fuerzas, nuestras capacidades o el conocimiento que tengamos de lo que realmente tenemos que hacer, pero creo que deberíamos tener un plus de confianza en la gracia del Señor que nos acompaña y fortalece para esa tarea que tenemos que realizar.

Hoy Jesús en el evangelio se pregunta ‘¿a qué se parece el reino de Dios? ¿a qué lo compararé?’ Fijémonos que nos habla de una pequeña semilla, insignificante en su tamaño podríamos decir, y poco más que unos polvillos en el puñado de levadura que la mujer echa en la masa de harina para hacerla fermentar y hacer el pan. Algo tan pequeño como un grano de mostaza, pero que en sí misma encierra toda la vitalidad de una vida que ha de germinar para hacer surgir una planta que crecerá hasta hacerse arbusto donde hasta puedan anidar los pajarillos del cielo.

El Reino de Dios que Jesús vino a instaurar; el Reino de Dios que nosotros hemos de vivir allá desde lo más hondo de nuestro corazón; el Reino de Dios que hemos de ir haciendo crecer en nuestro mundo, contagiando y transformando los corazones.

Ese Reino de Dios que va a partir de pequeñas cosas, de pequeños gestos de amor y de paz que nosotros vayamos poniendo en la vida en nuestra relación con los demás; el Reino de Dios que va germinando en los corazones de los hombres cuando la Palabra se va sembrando y que con la fuerza del Espíritu irá haciendo brotar esas plantas de vida nueva dando verdaderos frutos de amor y de vida.

Es grande la tarea que Jesús nos ha confiado; es grande la tarea que comenzamos por ir realizando en nuestro corazón dejándolo transformar por la gracia de Dios. Pero la fuerza transformadora no está en nosotros, no son nuestras fuerzas o nuestras capacidades, sino que es la gracia del Señor que llena todo de la vitalidad del Espíritu. Mucho tendremos que transformar en nosotros porque quizá nos damos cuenta de lo lejos que estamos pero dejemos que la gracia del Señor vaya penetrando en nuestra vida y vaya actuando, y vaya dándole la vuelta al corazón. El Señor actúa en nosotros si lo dejamos actuar, si nos dejamos conducir.

Grande es la transformación que tenemos que realizar en nuestro mundo para que se impregne del sentido del evangelio y vaya dando pasos a ese Reino de Dios. No nos acobardemos ni nos echemos atrás. Pongamos cada día nuestra semilla, aunque sea pequeña; pongamos nuestro puñado de levadura con nuestro amor, con nuestra paz, con las obras buenas que vayamos haciendo, con nuestros gestos de reconciliación y de comunión.

Aunque nos parezca que nada hacemos, pensemos que la levadura se penetra en la masa y se funde con ella, y desde dentro la va transformando, fermentando para darnos ese pan tierno y gustoso que nos alimente. Así nosotros metidos ahí en el corazón de la vida, en el corazón de nuestro mundo, de ese mundo concreto en el que vivimos y estamos, vayamos contagiando de ese amor, de ese gusto del evangelio los corazones de los que nos rodean.

Es hermoso lo que nos dice Jesús con estas parábolas; es consolador y nos llena de esperanza porque nos damos cuenta de cuánto podemos hacer con la gracia y la fuerza del Señor. No nos sintamos sobrecogidos por la tarea sino pongamos manos a la obra para que cada día sea más realidad en el mundo que vivimos el Reino de Dios del que nos habla Jesús.

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