sábado, 25 de junio de 2011

No soy digno, pero queremos que vengas a curarnos


Gén. 18, 1-15;

Sal.: Lc. 1, 46-55;

Mt. 8, 5-17

‘Voy yo a curarlo’, es la primera respuesta de Jesús ‘el que tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades’, cuando aquel centurión al entrar en Cafarnaún ‘se le acercó dicièndole: Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho’. Viene Jesús a sanarnos y a salvarnos. Ahí está su mano misericordiosa, su corazón lleno de amor. ‘Voy yo a curarlo’.

‘Señor, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ Aquel hombre tiene una fe muy grande que luego será alabada por Jesús. Pero aquel hombre es también de una humildad grande. ‘¿quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ Sabe que Jesús con una palabra puede curar a su criado. Confía totalmente en Jesús. Si él con una palabra da orden a sus soldados y sirvientes y ellos hacen inmediatamente lo que se les pide, allí está el autor de la vida y quien trae la salvación. Basta su palabra que es palabra de vida y de salvación.

Grande es la fe de este hombre. ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe’, exclamará Jesús y nos lo está poniendo como ejemplo. Con esa misma certeza y seguridad tenemos que ir hasta Jesús. Pero también con la misma humildad. No soy digno. Porque queremos creer en El pero al mismo tiempo nos sentimos pecadores.

Nosotros repetimos con fe esas mismas palabras. La liturgia nos la pone en nuestros labios cuando nos vamos a acercar a la Eucaristía. ‘Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo…’ Y antes de recibir al Señor queremos que sea El mismo quien nos purifique y prepare debidamente nuestro corazón.

‘Señor, no soy digno…’ le decimos al Señor, pero vamos a decirle más. Vamos a romper un poco lo que son los comentarios habituales y vamos a decirle al Señor que no somos dignos pero que sí queremos que El venga a nuestra casa. Queremos que entre a nuestra vida aunque esté tan llena de desordenes; o precisamente por eso porque está desordenada que venga El y ponga orden en nuestra vida.

Que venga Jesús y tienda su mano para levantarnos de nuestra parálisis e invalidez que no sólo es la de nuestro cuerpo sino la de nuestro espíritu. Nuestro corazón se endurece tantas veces que necesitamos esa mano de Jesús que llegue y nos toque, y nos despierte, y nos levante. Que nos haga salir de nosotros mismos porque el corazón egoísta tantas veces nos ha encerrado.

Que venga y tienda su mano para levantarnos y para hacernos cargar con nuestra camilla; o para que nos enseñee quizá como hemos de aprender a cargar con la camilla de los que nos rodean; esa camilla que nos molesta quizá por su carácter o por su manera de ser; esa camilla que hasta nos haga sentirle antípatico pero que tenemos que aprender a ser comprensivos y sobrellevanos los unos a los otros. Porque también cuántas camillas nuestras, la de nuestros defectos, hacemos cargar a los demás.

Que venga y tienda su mano como hizo más tarde con la suegra de Pedro y que nos enseñe a ser servidores de los demás; aquella mujer se levantó cuando Jesús la tomó de la mano e inmediatamente se puso a servirles.

Que venga Jesús y nos tienda su mano, y camine a nuestro lado para que arda nuestro corazón cuando le escuchemos y entendamos las Escrituras que El nos explica; que sintamos el gozo de su presencia, el fuego de su Palabra, la fuerza de su Espíritu para comenzar a caminar esos caminos donde ya nos sintamos iluminados y sin miedos porque sabemos que El siempre va con nosotros.

Que venga Jesús que aquí estamos con nuestro mal, con nuestros pecados, con nuestros demonios interiores y que nos sane y que nos salve. Lo necesitamos. Queremos gozarnos con El, con su presencia, con su gracia y con su salvación. No somos dignos pero queremos que El habite en nosotros para que nosotros habitemos también en El.

viernes, 24 de junio de 2011

Juan Bautista, su nacimiento un testimonio de luz para el mundo


Is. 49, 1-6;

Sal. 138;

Hechos, 18, 22-26;

Lc. 1, 57-66.80

En diversas ocasiones a través del año la liturgia nos presenta la figura de Juan Bautista. De forma intensa en el Adviento por cuanto fue el que venía a preparar los caminos del Señor y con la voz de los profetas y la voz y figura del Bautista nos preparamos nosotros entonces a la celebración del nacimiento del Señor. Pero en el entorno de las mismas fiestas navideñas seguirá apareciendo en la celebración del Bautismo del Señor e incluso al principio del tiempo Ordinario porque nos señalará al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, sobre el que él vió bajar al Espíritu en forma de paloma, escuchando también la voz del Padre del cielo.

Pero la celebración de este día tiene un especial significado y es celebrada con muchas muestras de alegría en medio del pueblo cristiano. Seis meses antes de la Navidad del Señor celebramos esta navidad, natividad del Bautista, como nueve meses después de la Inmaculada Concepción de María celebraremos su Natividad, la Natividad de María el 8 de setiembre.

La liturgia mantiene en sus fechas los ritmos naturales del ser humano, aunque no signifique eso que las fechas escogidas en la tradición de la Iglesia quiera decirnos que fue en esta fecha concreta cuando sucedieron los acontecimientos. Fechas que se fueron señalando en la medida que el sentido cristiano de la vida iba impregnando también la sociedad y aquellas fiestas paganas eran sustituidas por los misterios cristianos.

Hoy querrían algunos en nuestra sociedad secularizada hacer un camino inverso como si se quisiera volver a un neopaganismo, pero que los cristianos tenemos que saber conservar el sentido cristiano de nuestras celebraciones que también han influido en el caminar de la historia. Hay muchas cosas que tenemos que cuidar en nuestra sociedad y los signos y las fechas religiosas y cristianas no podemos dejar que nos las pisen o quieran anularlas.

Pero centrémonos en la festividad del nacimiento de san Juan Bautista que hoy estamos celebrando. Decíamos que tiene un especial significado. Muchas obras maravillosas realizó el Señor en torno a su nacimiento para señalarnos la misión profética especial, como precursor del Mesías, que tenía el hijo de Zacarías e Isabel. Si el profeta Isaías había dicho ‘el Señor me llamó en las entrañas maternas y pronunció mi nombre… y el Señor que desde el vientre me formó siervo suyo para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel…’ en Juan mucho más podemos ver ese designio de Dios en la misión que le encomendaría.

El ángel del Señor le había anunciado a Zacarías allá en el templo a la hora de la presentación de la ofrenda del incienso que ‘su mujer Isabel le daría un hijo al que llamaría Juan… será grande a los ojos del Señor… se llenará de Espíritu santo ya en el vientre materno y convertirá a muchos israelitas al Señor, su Dios, porque irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías… te llenarás de alegría y muchos se alegrarán en su nacimiento’. Parece que se repitieran las palabras del profeta cumpliéndose en el nacimiento de Juan, y que había sido santificado en el seno de su madre con la presencia de María en la visita a su prima Isabel donde se nos habla de cómo la criatura saltaba en el seno materno al oir las palabras de María y sentir aquella especial presencia de Dios que se encarnaba en el seno de la Virgen.

Así fue la alegría en la montaña y en su nacimiento ‘cuando se enteraron los vecinos y familiares felicitaban a Isabel de que el Señor le había hecho gran misericordia’. Alegría que se ha desbordado por los siglos en que el pueblo cristiano sigue celebrando con gran regocijo el nacimiento del Bautista.

Creo que cuando en esta fiesta nos estamos haciendo esta reflexión meditando todos aquellos acontecimientos que rodearon el nacimiento del Bautista hemos de saber descubrir también la Palabra que el Señor tiene para nosotros y que hemos de saber escuchar en nuestro corazón y plantar en nuestra vida. No nos podemos quedar en alegrías externas ni en costumbres ancestrales que repitamos en este día luminoso.

Y digo día luminoso no sólo en el sentido material de la luminmosidad propia de estas días que son los más largos del año con mayor horas de sol, sino por la luz que el nacimiento del Bautista tiene que proyectar sobre nuestra vida para que sigamos los caminos de la salvación y de la paz que el Señor nos ofrece.

El profeta lo había anunciado como ‘la luz de las naciones para que la salvación alcance hasta el confin de la tierra’. Y Jesús diría de él que ‘él era la lámpara que ardía y brillaba’, por lo que ya el principio del evangelio de Juan nos habla de él diciendo que venía a dar testimonio de la luz. ‘Venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz’.

Recojamos, pues, ese testimonio; miremos hacia donde nos señala Juan para que vayamos siempre tras Jesús como aquellos primeros discípulos. A Juan no le importaba menguar con tal que creciera Jesús. Por eso claramente nos lo señalará: ‘He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo… He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre El. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre El, ése es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios’.

Es el fruto que hemos de dar nosotros en esta fiesta que hoy estamos celebrando. Que con el testimonio de Juan crezca nuestra fe en Jesús. Pero tendríamos que decir más. Nosotros estamos llamados también a dar testimonio. Que por nuestro testimonio, el que demos con nuestras palabras y demos con nuestra vida, otros muchos también puedan ir tras Jesús, comiencen a conocer a Jesús y a seguir a Jesús. Es testimonio de luz que nosotros hemos de dar. Es anuncio del evangelio el que nosotros hemos de hacer.

jueves, 23 de junio de 2011

Seguros y bien cimentados en nuestra fe


Gén. 16, 1-12.15-16;

Sal. 105;

Mt. 7, 21-29

La imagen que nos propone Jesús de la casa edificada sobre arena o sobre roca es muy rica en significado. Seguro que nadie concientemente quisiera edificar sobre arena sino que buscaría unos cimientos bien sólidos para su construcción.

Y eso en todos los ámbitos de la vida, porque no se trata únicamente de la construcción de un edificio material, sino de cosas más hondas como puede ser la propia vida con sus principios o el sentido que le hayamos querido dar y por supuesto en el ámbito de la fe y de la vida cristiana. Tendría que hacerrnos pensar mucho. Porque bien zarandeados nos vemos por muchos embates de la vida y por muchos problemas de los que no sabemos a veces cómo salir o cómo resolver.

¿Por qué a veces nos sentimos inseguros en nuestra fe y ante el menor problemilla que nos aparezca en la vida de lo que quizá menos echamos manos sea precisamente de esa fe que decimos que tenemos? Cuantos primero se manifestaban muy religiosos con participación en muchas manifestaciones religiosas, pero de la noche a la mañana abandonaron la práctica religiosa, se tambaleó su fe y terminaron muchas veces en la indiferencia o el ateismo incluso.

No nos vale creernos que nos lo sabemos todo, sino que es necesario darle mayor profundidad, hondura y compromiso a esa fe en nuestra vida. Hemos de reconocer que algunas veces en este orden somos demasiado orgullosos y rehusamos el que nos puedan enseñar, el que nos puedan iluminar mejor esa fe que tenemos. Cuántas veces decimos a mi edad qué es lo que ya me van a enseñar.

Jesús nos está diciendo que necesitamos poner sólidos cimientos a nuestra fe. Nos lo dice claramente que no vale decir solamente ‘Señor, Señor’, sino que es necesario algo más. No nos vale decir si yo creo como el que más y hago esto y lo de más allá, sino que es necesario darle un fundamento grande a esa fe, desde la escucha de la Palabra del Señor, pero una escucha que sea en verdad plantarla en nuestra vida poniendo en práctica lo que nos dice o enseña el Señor.

Jesús nos ha hablado claramente. ‘No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo’. Y luego nos dirá de forma muy concreta: ‘El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca… el que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena…’ Vendrán las lluvias y los temporales, pero la edificado sobre roca no se hundirá porque está bien cimentada, pero el que ha edificado sobre arena verá cómo todo se derrumba. Son claras las palabras de Jesús.

Tengamos verdaderos deseos de crecer más y más en nuestra fe; aprovechemos cuanto llega a nuestra mano para formarnos debidamente en todo lo que es nuestra fe, alejando de nosotros esos orgullos tontos, como decíamos antes, de qué es lo que vamos a aprender a nuestros años. Esta oportunidad que tenemos aquí cada día de escuchar la Palabra del Señor y reflexionar sobre ella es una gracia del Señor que tenemos que hacer fructificar en nuestra vida. Y si en determinados momentos algo más se nos ofrece en este sentido tendríamos que saberlo aprovechar.

Reconocemos cuánto cuesta en nuestras parroquias que la gente tenga esos verdaderos deseos de formarse debidamente en la fe cristiana para poder llegar a un verdadero compromiso. Mucho le cuesta a los párrocos que los mayores, los adultos asistan a reuniones de formación, a catequesis para adultos para formarse debidamente en su fe. El que esto escribe ha sido párroco muchos años y tiene experiencia en este sentido; hoy mi labor pastoral es acompañar a unas religiosas y a varios centros de ancianos que llevan estas religiosas, además de un grupo de discapacitados cristianos. Pero a través de este medio de internet quiere llegar a mucha gente - gracias a tantos que siguen este blog diariamente - y quisiera en todos despertar esta inquietud por la formación en la fe.

Gozo de un sacerdote es cuando surgen esos pequeños grupos con esos deseos y ver cómo luego van creciendo en animación, en compromiso en su fe a través de tantas cosas que dan vitalidad grande a nuestra parroquias, a nuestra iglesia. Un consuelo que nos da el Señor a los sacerdotes es ver cómo con el paso de los años aquellas personas con las que se trabajó fuertemente en ese sentido siguen comprometidas frente quizá muchas dificultades y que son el alma de muchas parroquias o movimientos. Un poco desde la distancia al no estar en parroquias veo el fruto en muchas personas comprometidas que un dia sintieron la llamada del Señor para una mayor formación y viven un compromiso muy grande en sus comunidades. Es un gozo y una satisfacción para mi y doy gracias al Señor por ello.

Recemos fuertemente al Señor para que mueva nuestro corazón en esos deseos y para que sean muchos también los que sientan esa llamada para sentirse firmes así en su fe.

miércoles, 22 de junio de 2011

Aquel día el Señor hizo Alianza con Abrán


Gén. 15, 1-12. 17-18;

Sal. 104;

Mt. 7, 15-20

‘El Señor se acuerda de su Alianza eternamente’, hemos repetido en el salmo. Y en la lectura del Génesis hemos escuchado que ‘aquel día el Señor hizo Alianza con Abrán’.

La historia de la salvación está jalonada toda ella por el tema de la Alianza. Se va repitiendo una y otra vez en la historia del salvación desde que el Señor prometiera allá en el paraiso cuando el pecado de Adán que la cabeza de la serpiente sería escachada. Esa Alianza renovada una y otra vez en la historia de Israel va recordando esa promesa de salvación, manteniendo la esperanza de una Alianza eterna y definitiva que nosotros sabemos que en la Sangre de Jesús se ha realizado. El pueblo de Israel, el pueblo de Dios es el pueblo de la Alianza.

Será con Noé al salir del arca tras el diluvio; es ahora con Abrahán al que Dios quiere hacer padre de un gran pueblo y darle una tierra en posesión; será la Alianza del Sinaí con Moisés que tanta importancia tuvo para el pueblo de Israel peregrino hacia la tierra prometida para ser así el pueblo de Dios; se repetirá al entrar en la tierra prometida con Josué, y luego en distintos momentos del pueblo establecido ya definitivamente en aquella tierra. Todo gira para el pueblo de Israel en torno a la Alianza con el Señor. Y de importancia grande será la Alianza solemne del Sinaí que luego recordarán continuamente y será renovada en numerosas ocasiones.

La Alianza entraña siempre dos partes que se comprometen; es Dios que será para siempre su Dios, pero será el pueblo que querrá ser siempre el pueblo del Señor. Pero quizá podríamos destacar que siempre es mucho más lo que Dios ofrece que lo que el hombre pueda realizar. Es cierto que siempre el hombre y el pueblo se compromete a cumplir la voluntad de Dios, el mandamiento del Señor, pero la gracia que el Señor otorga es siempre mucho más inmensa.

Fijémonos en este caso de la Alianza con Abrahán que responde con su fe, pero la promesa del Señor es mucho más grande: ‘te haré padre de un pueblo numeroso… mira al cielo y cuenta las estrellas si puedes… así será tu descendencia… a tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río’. Y nos comentará el autor sagrado ‘Abrán creyó al Señor y se le contó en su haber’.

Los profetas irán recordando continuamente al pueblo esa Alianza con el Señor, que han de llevar inscrita en los corazones. Todo será anticipo y preparación de la alianza definitia y eterna que se realizaria con Jesús en su sangre derramada. Es lo que ahora nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía seguimos recordando y celebrando. Es el memorial del Señor que es la Eucaristía. ‘Este es el Cáliz de mi sangre, de la sangre de la Aliana nueva y eterna’, recordamos, celebramos, hacemos presente en el Sacrificio de Cristo.

Bien nos viene recordarlo con toda nuestra fe y dar respuesta en el día a día de nuestra vida. Al escuchar la Palabra del Señor que hoy nos ha hablado de esta Alianza de Abrahán nos tendría que motivar para que viviéramos mejor cada día esa nuestra condición de ser también hijos de la Alianza, de la Alianza nueva y eterna. Al contemplar las maravillas del Señor, en este caso en la predilección que siente por Abrahán a quien ha llamado para ser padre de los creyentes, recordar cuántas maravillas sigue realizando Dios en nuestra vida y darle la respuesta del sí total de nuestra fe y de nuestro amor.

No recordamos estos textos el Antiguo Testamento y los comentamos simplemente por erudición para saber cosas de historia, por así decirlo, sino para encontrar en ellos la palabra que el Señor quiere dirigirnos y que nos recuerda continuamente su amor al que tenemos que darle respuesta. Una respuesta en los frutos de fe y de amor, como hoy nos pide también el evangelio. Tenemos que ser árbol bueno que dé frutos buenos. ‘Por sus frutos los reconoceréis’, nos dice Jesús en el evangelio.

martes, 21 de junio de 2011

Los que están llenos de Dios rebosan de generosidad en su corazón


Gén. 13, 2. 5-18;

Sal. 14;

Mt. 7, 6.12-14

Las personas que están llenas de Dios rebosan de generosidad en el corazón. Me sugiere este pensamiento la postura que toma Abrahan ante las posibles disputas que pudieran surgir con su sobrino Lot que le ha acompañado en su peregrinar creyente conducidos por el Señor.

Han llegado a la tierra de Canaán y alli pueden establecer; no todos los lugares son iguales en fertilidad sin embargo Abrahán permite que sea su sobrino el que escoja el terreno donde asentarse, aunque a él le toquen territorios peores. ‘No haya disputas entre nosotros y nuestros pastores pues somos hermanos…’ Tendría derecho Abrahán a escoger porque es a él a quien le ha prometido que le dará una tierra en posesión, pero sobresale la generosidad del corazón del patriarca.

Hombre de fe su confianza no la pone ni en las riquezas ni en los territorios donde ha de asentarse. Su confianza la tiene puesta en el Señor. Así surge la generosidad de su corazón.

Puede ser una hermosa lección para nuestra vida. Nos decimos creyentes y seguidores de Jesús pero muchas veces nos cuesta tener generosidad en nuestro corazón. Es una lucha interior que hemos de hacer para superarnos en nuestras actitudes egoístas en que pareciera que todo lo queremos para nosotros. Ojalá supiéramos razonar como hoy vemos a Abrahán y supiéramos así superar envidias y rencillas, resentimientos y desconfianzas. Pensamos tanto en lo que tenemos, lo que es mío; y tengo la tentación de mirar con malos ojos lo que el otro es o tiene. Y así nos va.

El creyente se fía de Dios, se confía a la providencia de Dios, como hemos reflexionado últimamente. Pero además en nuestro seguimiento de Jesús bien sabemos en qué nos hemos de distinguir. El amor y la generosidad tendrían que brillar en nuestra vida y desaparecerían las envidias, y seríamos capaces de tener más confianza los unos en los otros, y nos respetaríamos en lo que somos o en lo que tenemos. Como decía Abrahán ‘no haya disputas entre nosotros, pues somos hermanos’.

Jesús en el evangelio nos habla de los caminos que se presentan ante nosotros y cómo hemos de saber escoger el mejor camino. Y bien entendemos con las palabras de Jesús que el mejor camino no es precisamente la senda de lo fácil o de lo que sea precisamente dejarnos llevar por nuestros caprichos o apetencias.

El camino del bien, el camino que nos conduce a la plenitud tiene sus exigencias. Es un camino de rectitud y de bondad, es un camino que nos exige verdad en nuestra vida y búsqueda siempre de lo que es más justo. Ese camino no coincide con la búsqueda de mi mismo o de mis satisfacciones personales, pensando solo en lo mío o en mis caprichos o deseos; ese camino pasa por el encuentro con el otro, por la búsqueda del bien para todos y lo que es más justo. Es un camino que tiene unas exigencias para mí. Porque igual que quería lo bueno para mi, también tengo que desearlo para el otro y comprometerme a que también lo tenga. ‘Tratad a los demás como queréis que ellos os traten’, nos dice Jesús.

Por eso nos ha dicho Jesús que seamos capaces de entrar por la puerta estrecha. ‘Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto es el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos’.

Pidámosle al Señor que sepamos encontrar ese camino que nos lleve a la vida; que sintamos su fuerza y su gracia para recorrerlo; que seamos capaces de llenar de generosidad nuestro corazón; que crezca más y más nuestra fe en el Señor para que nunca dejemos llenar nuesro corazón de maldad.

lunes, 20 de junio de 2011

Abrahán es un hombre en camino como lo es todo creyente


Génesis, 12, 1-10;

Sal. 32;

Mt. 7, 1-5

‘Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición…’

Iniciamos así hoy la historia de Abrahán que estaremos siguiendo varias semanas. ‘Te bendeciré… y tu nombre será una bendición…’ Es nuestro padre en la fe. Padre del pueblo creyente, así es considerado por las tres grandes religiones monoteistas, judios, cristianos y mahometanos.

Humanamente hablando, y en concreto lo que hoy hemos escuchado, es la historia de un beduino cualquiera, que va errante con sus ganados de un lugar para otro buscando siempre donde asentarse, donde haya agua y tierras de pastos abundantes para sus ganados. Canaán, Siquén, Moré, Betel, el Negueb, como hoy hemos escuchado; más tarde Egipto y de nuevo Canaán donde se establecerá son etapas de su caminar como beduino errante. Pero en Abrahán descubrimos algo más. Es el hombre de la fe, es el hombre que se fia de Dios y se pone en camino. No busca por su cuenta sino que se deja guiar por el Señor. ‘Hacia la tierra que te mostraré…’

Abrahán es un hombre en camino. ‘Abrán marchó como le había dicho el Señor…’ Todavía es Abran, no Abrahán, porque ha de pasar por las pruebas de la fidelidad. Superadas esas pruebas y lleno de la bendición del Señor, el mismo Señor le cambiará el nombre. Ya lo escucharemos. Pero Abrahán es un hombre en camino como lo es todo creyente, que se fía de Dios, que se deja conducir por el Señor, a quien se le va manifestando en el camino el Señor en las pruebas o en los consuelos.

La fe nos hace buscar, nos pone en camino, nos impulsa a crecer. El creyente, aunque se apoya en la seguridad de su fe en Dios, es un hombre inquieto que busca, que siente llamadas que le hacen salir de la pasividad y de si mismo. El creyente quiere cada día conocer mejor a Dios y lo que es su voluntad. El verdadero creyente no está satisfecho con lo que hace o con lo que ya ha logrado, porque sabe que puede hacer más, que Dios le puede pedir más. Pero el creyente es un hombre de paz, que siente la paz en su corazón y va sembrando paz. ¡Cómo no va a sentir paz si sabe que Dios va con El, aunque haya momentos de desierto o de oscuridad!

Vamos a seguir escuchando con atención toda la historia de Abrahán porque mucho tenemos que aprender para nuestro camino de fe. No tengamos miedo al camino que tenemos que realizar porque sabemos bien de quien nos fiamos. Es un Dios de luz y de amor; es el Dios que está junto a nosotros y que nos ama; es el Dios que camina a nuestro lado que para eso ha querido ser Emmanuel, Dios con nosotros.

Pidámosle a Dios ya desde el primer momento en que estamos escuchando la historia de Abrahán que nos dé una disponibilidad como la suya. Se puso en camino, y no le importó ni su casa ni la casa de su padre, ni su tierra ni lo que allí tenía. Se puso en camino, y ponerse en camino significa desprenderse de muchas cosas, que no es sólo lo externo, sino muchos apegos que podamos tener en el corazón.

Tengamos la confianza de que si sentimos esa llamada de la fe en nuestro corazón es porque somos un pueblo elegido y amado de manera especial por el Señor. Nos lo ha dicho el Salmo: ‘dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad’. Se ha fijado en nosotros y de manera especial nos llama como lo hizo con Abrahán. Esa fe con la que pretendemos responder a la larga es un don sobrenatural, un don de Dios. Y si podemos dar esos pasos es porque nunca nos faltará la gracia del Señor. Qué dicha ser elegido del Señor. Somos también los bendecidos por el Señor, como Abrahán.

domingo, 19 de junio de 2011

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo

Ex. 34, 4-6.8-9;

Sal.: Dn. 3, 52ss.;

2Cor. 13, 11-13;

Jn. 3, 16-18

Hay que confesar que hablar del misterio de Dios y querer explicarlo con palabras y conceptos humanos es harto difícil. Claro que lo que pretendemos en esta reflexión en nuesrtra celebración no es una clase de teología sino ayudarnos a vivir el misterio que celebramos. Nos sentimos sobrecogidos por el misterio de Dios en su inmensidad, en su grandeza y sólo desde la fuerza del Espíritu podemos llegar a decir ‘amén’ a Dios, darle el sí de nuestra fe.

En este domingo donde retomamos el ritmo del tiempo ordinario después de haber celebrado todo el misterio de Cristo, todo el misterio de nuestra salvación que concluíamos el pasado domingo con la celebración de Pentecostés, la Iglesia en su liturgia quiere que celebremos todo el misterio de Dios, el Misterio de su Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Como diremos en el prefacio: ‘un solo Dios, un solo Señor, no una sola persona, sino tres Personas en una sola naturaleza… al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Personas distintas, de unica naturaleza e iguales en su dignidad’.

Es una celebración especial en la liturgia de este día pero en cierto modo es lo que cada domingo celebramos, lo que cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos. Todo para la gloria de Dios. Todo honor y toda gloria para el Señor. En el momento culminante de la Eucaristía, cuando queremos hacer la verdadera ofrenda a Dios, es por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad y en la comunión del Espíritu Santo como queremos dar todo honor y toda gloria a Dios Padre. Es el verdadero ofertorio donde ponemos toda nuestra vida unidos a Cristo.

Celebramos el memorial de la pasión salvadora de Jesús, su admirable resurrección y ascensión al cielo y mientras esperamos su venida gloriosa y ofrecemos el sacrificio vivo y santo. Es la ofrenda de la Iglesia, es la ofrenda de toda la humanidad en el deseo de poder vivir un día la plenitud eterna de la gloria de Dios. Y todo para la mayor gloria de Dios. Todo honor y gloria a Dios.

Pero eso que hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía tendría que envolver toda nuestra vida, tendría que ser la ofrenda que con toda nuestra vida queremos hacer siempre a Dios, sintiendo su presencia, gozándonos de su amor, siendo fortalecidos con su Espíritu. Ese Espíritu divino que nos hace penetrar el misterio de Dios – ‘os lo revelará todo’, nos decía Jesús – y que inunda totalemente nuestra vida para poder vivir ese amor de Dios en plenitud en nosotros.

Más que hablar del misterio de Dios queriendo buscarnos explicaciones y razonamientos, partamos de la experiencia de Dios en nosotros, de la experiencia que en Jesús podemos tener de ese actuar de Dios, de esa vida de Dios que nos envuelve con su gracia y con su amor. Si nos fijamos en los textos de la Palabra que se nos ofrecen en este día, la Palabra que hoy el Señor ha querido decirnos, todo nos está hablando de amor y de misericordia entrañable.

Por una parte en el evangelio nos habla de ese amor inmenso de Dios que nos envía a su Hijo no para la condenación, sino para la salvación y la vida eterna. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…’ como tantas veces hemos escuchado y meditado.

Será el Hijo de Dios que nos pueda hablar de Dios, que nos pueda hablar del Padre como ningun otro lo pueda hacer. ‘Nadie conoce al Padre sino al Hijo, y nadie conoce al Hijo sino el Padre y aquel a quien se lo ha dado a conocer’. Y Jesús nos habla del Padre, nos enseña a conocer el rostro misericordioso de Dios. Miremos a Jesús y miremos su amor y conoceremos a Dios. ‘El que me ve a mí, ve al Padre’, que nos dirá en la última cena.

Y Jesús nos promete el Espíritu que enviará desde el Padre. ‘Cuando venga el Paráclico, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que procede del Padre, El dará testimonio de mí…’ Lo hemos ido escuchando y meditando en estos domingos y días anteriores a Pentecostés.

Por otra parte es hermosa la experiencia de Dios de Moisés, que nos narra el texto del Exodo. ‘Moisés subió en la madrugada al monte Sinaí, al monte de Dios… y el Señor bajó en la nube y se quedó allí y Moisés pronunció el nombre de Dios. Y el Señor pasó ante El proclamando: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad’. Moisés subía a la presencia de Dios y el Señor venía a El. Ya nos dirá en otro momento que cuando Moisés bajaba de la montaña de estar con Dios iba con el rostro resplandeciente.

Y esa proclamación que se escucha al paso o en la presencia del Señor es muy rica en contenido y significado. Nos hemos quizá acostumbrado a repetirla y no calibramos todo su hondo significado. Esas expresiones están hablando de un amor entrañable, de un amor como de quien nos lleva en sus entrañas. Una madre pueda quizá mejor comprenderlo que ha llevado a su hijo en sus entrañas, muy cerca de su corazón, le ha sentido dentro de sí y desde lo más hondo de si misma ama a su hijo; con amor entrañable, decimos. O es el amor de la madre que toma en brazos a su hijo y lo levanta y lo pone junto a su corazón, lo abraza, lo aprieta contra su corazón.

Es así el amor del Señor, compasivo, misericordioso, clemente, entrañable. Se conmueven de amor las entrañas de Dios por nosotros y así es misericordioso, así es de maravilloso en su amor. Somos sus criaturas, las que han salido de Dios, porque El nos ha creado y en su amor nos tiene asi junto a su corazón. Si no fuera así, ¿podría comprenderse que enviara y entregara a su Hijo único para redimirnos, para salvarnos, para darnos así su perdón? ¿Cómo podríamos comprender entonces que nos dé el Espíritu Santo para habitar en nosotros y nosotros habitemos en El si no fuera por ese amor tan grande que nos tiene? Pero es que además ha querido hacernos hijos.

Decíamos al principio que nos sentimos sobrecogidos por el misterio de Dios en su inmensidad, en su grandeza, pero ahora tenemos que decir más, nos sentimos sobrecogidos por la inmensidad y la grandeza de su amor. Nos sentimos envueltos en el amor de Dios, imundados por el amor de Dios. ¿Cómo no poner toda nuestra fe en El? Creemos porque sentimos su amor y su presencia. Le queremos dar el sí total de nuestra vida. Queremos que todo sea siempre para su gloria.

Muchas veces a lo largo del día y a lo largo de nuestra vida estamos diciendo en nuestra oración ‘gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo’. Que seamos conscientes en verdad de lo que decimos. Que no lo repitamos sin más. No nos dejemos llevar por una rutina repetitiva. Que con nuestras obras, con nuestra vida, con nuestras palabras en verdad queremos esa gloria para el Señor. Que con la santidad de nuestra vida estemos manifestando que queremos dar gloria al Señor. Que por nuestras buenas obras los que nos contemplen, los que estén a nuestro lado se sientan también impulsados a dar gloria a Dios.