sábado, 31 de diciembre de 2011

La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo


1Jn. 2, 18-21;
 Sal. 95;
 Jn. 1, 1-18
‘La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer’.
Maravilla del misterio de Dios que se nos revela. Maravilla de evangelio, de Buena Noticia que recibimos en Jesús, por Jesús. Podría parecernos que  nos perdemos en la inmensidad del misterio de Dios. Por nosotros mismos somos incapaces de penetrar en ese misterio de Dios. Nos supera en su inmensidad y grandeza. Pero se nos revela, se nos da a conocer.
Cuando nos falta la luz no podemos saber ni descubrir que es lo que está detrás. Con la luz llega la revelación del misterio. Hoy nos dice el inicio del evangelio de san Juan en esta página sublime y maravillosa que la Palabra que está junto a Dios es Luz, y es Vida, y es Revelación, y se convierte en gracia para nosotros. En el regalo del amor de Dios nos descubre su misterio, su inmensidad. En Jesús se nos da a conocer a Dios, y podemos amarle de un modo nuevo y llenarnos de su vida. Es Palabra creadora; es Palabra de Vida; es Palabra que nos habla; es Palabra que nos llena de Luz. Es Dios mismo que llega hasta nosotros para descubrirnos la verdad de Dios.
‘En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres… la Palabra es la luz verdadera, que alumbra a todo hombre…’ Y nosotros finalmente decimos es Jesús, es el Hijo de Dios hecho hombre, es nuestro Redentor y nuestro Salvador.
Pero tendríamos que dejarnos iluminar por esa luz. Diríamos que sería lo lógico cuando tanta hambre y sed de Dios hay en nuestro corazón. Tendríamos que querer la luz para alcanzar la verdad. Tendríamos que desearla para llenarnos de vida. Pero ‘vino a los suyos y los suyos no la recibieron… al mundo vino y en el mundo estaba, el mundo se hizo por medio de ella y el mundo no la conoció… la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió’. Triste tragedia del ser humano que es nuestro pecado, nuestro rechazo de la luz, nuestro olvido de Dios.
Tendríamos mucho que reflexionar. Todos estamos alegres y dichosos en estos días de la navidad. Todo es fiesta y alegría por el nacimiento de Jesús. Cantamos y nos alegramos y por unos momentos parece que en verdad comienza a dar frutos en nosotros el nacimiento del Señor porque deseamos cosas buenas, queremos hacer felices a los demás, porque al menos para todos tenemos deseos de dicha y de felicidad. Y eso lo hacemos un año y otro.
Pero qué pronto olvidamos toda la alegría de la navidad y qué rápido vuelven a aperecer las sombras de nuestros egoísmos e insolidaridades, de nuestras violencias y nuestros orgullos. Teníamos la luz a nuestra mano iluminando nuestra vida y pronto preferimos una vez más las tinieblas y las sombras.
En los días previos a la navidad habíamos reflexionado y nos habíamos dicho que queríamos que nuestra navidad fuera diferente y más auténtica; que no nos pasara como en otras ocasiones que pronto olvidábamos el mensaje de la navidad. Yo diría que estamos a tiempo. Sigamos haciendo que la navidad sea auténtica, que sea alegría con la que cantamos en estos días sea verdadera, porque nos empeñemos en vivir el mensaje de la navidad, en vivir en esa luz que Jesús nos ha traido, esa vida nueva que nos ha regalado.
‘La gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo…’ Que en verdad vivamos esa gracia. Que en verdad nuestra vida a partir del nacimiento de Jesús sea distinta, porque seamos más santos, porque pongamos más amor en nuestra vida, porque repartamos entre los que nos rodean más luz con nuestro amor.

viernes, 30 de diciembre de 2011


Fiesta de la Sagrada Familia

Gén. 15, 1-6; 21, 1-13
; Sal. 104;
 Hb. 11, 8.11-2.17-19;
 L. 2, 22-40
‘Se volvieron a su ciudad de Nazaret’, nos dice el evangelista, después de cumplir todo lo que prescribía la ley del Señor. Es el texto que la liturgia nos ofrece en este día en que estamos celebrando la fiesta de la Sagrada Familia. Habitualmente se celebra el domingo siguiente a la Navidad, pero al coincidir domingo este año, el siguiente domingo con la Octava de la Navidad y la Solemnidad de María, la Madre de Dios, es por lo que esta fiesta de la Sagrada Familia celebra en este día del 30 de Diciembre.
Contemplando el hogar santo de Nazaret nos viene bien celebrar este jornada y reflexionar sobre la familia tomando como modelo aquella Sagrada Familia de Nazaret de Jesús, José y María.  Celebramos, reflexionamos y oramos. Nos gozamos en nuestras familias en las que hemos nacido y nos hemos desarrollado humana y cristianamente como personas y como creyentes en Jesús. Damos gracias a Dios por esa familia en la que vivimos o a la que hemos pertenecido o hemos formado, reconociendo también cuánto de Dios hemos recibido por su medio.
Y oramos por las familias, por todas las familias que también se ven tan amenazadas con tantos peligros. Pedimos al Señor su bendición sobre las familias, como diremos en la bendición del año nuevo, que vuelve su rostro sobre nuestras familias y nos conceda su favor, su paz, su amor, su gracia.
Riqueza maravillosa de la familia que no podemos permitir que sea destruida. Verdadero patrimonio de la humanidad que hemos de saber conservar. Necesitamos verdaderas familias, auténticos hogares que sean lugar de encuentro y de amor, lugar de crecimiento y maduración, auténtica base del desarrollo del hombre, del bien de la humanidad, de la paz para nuestro mundo.
En el caldo amoroso y al calor del amor de la familia tenemos todos los ingredientes para ese desarrollo y crecimiento de nuestra vida, de nuestra persona. Al calor del amor podemos desarrollando lo mejor de nosotros mismos; allí aprendemos a querernos y respetarnos, a aceptarnos y perdonarnos, a ser felices desde los pequeños detalles que tenemos los unos con los otros y desde esa ayuda desinteresada que busca siempre el bien del otro. Ahí, sabremos vencernos a nosotros mismos para lograr la mejor armonía y convivencia y nos damos cuenta que lo que nos hace felices es el bien que hacemos a los demás. Auténtico caldo de cultivo de la paz para todos.
Alguien podría decirme que son palabras hermosas, pero utópicas, si miramos la realidad de lo que es la vida. Partiendo precisamente de la realidad de la vida en su lado mas hermoso me atrevo a decir todo esto, aunque veamos familias rotas y destrozadas porque no hayamso dejado entrar el verdadero amor o no lo hayamos cuidado lo suficiente. Es cierto que el mal del egoísmo y de los orgullos se nos meten muchas veces en el corazón y destrozan las cosas más bellas. Pero es que cuando contemplamos la realidad de la familia hemos de saber descubrir su lado más trascendente y que precisamente desde amor fuertemente vivido nos hace descubrir a Dios, volvernos a Dios, encontrar a Dios en nuestra vida.
Un autentico hogar lleno de amor siempre nos abrirá a la trascendencia, y es en el hogar y en la familia donde aprendemos a abrirnos a Dios. La familia es no solo ese lugar de encuentro de los miembros de la familia entre si, sino el lugar donde podemos realizar, donde aprendemos a realizar un encuentro un encuentro vivo y profundo con Dios.
Los cristianos llamamos a la familia verdadera Iglesia doméstica. Es ahí donde aprendemos a conocer a Dios, donde aprendemos a relacionarnos con El, donde aprendemos de la manera más plástica y práctica todo lo que es ese amor de entrega total que nos enseña Jesús en el Evangelio. Alli nuestros padres nos hablaron de Dios por primera vez y nos enseñaron a hablar con Dios con las primeras oraciones aprendidas. De su mano nos llevaron a la práctica de las devociones religiosas y a la vivencia del culto litúrgico. Nos enseñaron el santo nombre de Jesús y el dulce nombre de María nuestra madre.
La familia es escuela de encuentro con Dios y escuela de aprendizaje de los más altos valores cristianos que arrancan desde el amor de Dios que se nos manifiesta en Jesús y que aprendemos a vivir en todo lo que es la relación familiar entre esposos, entre padres e hijos, entre hermanos y entre todos los miembros de la familia.
Pero es además que ahí en la familia aprendemos que todo eso no lo realizamos por nosotros mismos y si queremos vivir toda aquella maravilla que es la familia y el hogar lo podemos hacer con la fuerza y la gracia del Señor. Por eso el amor matrimonial se convierte en sacramento de Dios, en signo cierto y santo de lo que es la presencia de Jesús junto a nosotros que con su gracia nos fortalece, nos ayuda, nos previene frente a tantos peligros como pueden atentar contra la santidad del matrimonio, de la familia y de un hogar cristiano. Es lo que llamamos la gracia del sacramento.
Hoy a la sombra de la Sagrada Familia de Nazaret, cuando contemplamos al Hijo de Dios que al encarnarse lo ha querido hacer siendo miembro de una familia, siendo parte de un hogar humano, reflexionamos sobre todo ello y queremos pedir al Señor que derrame su bendición sobre nuestras familias, sobre nuestros hogares. Que vuelva su rostro amoroso sobre aquellas familias que se encuentran en mayores dificultades para que les fortalezca con su gracia. Que vuelva su rostro sobre nosotros y nos enriquezca con su amor.

jueves, 29 de diciembre de 2011



1Jn. 2, 3-11;
 Sal. 95;
 Lc. 2, 22-35
En estos días en que seguimos celebrando la Natividad del Señor en el evangelio se nos van ofreciendo distintos textos todos ellos referentes a los acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesús y su infancia para seguir ayudándonos a profundizar en el misterio de Jesús, Dios que se ha hecho carne, se ha hecho hombre como nosotros.
El texto del evangelio de hoy nos ofrece la presentación de Jesús en el templo, como estaba prescrito para todo primogénito varón que había de ser ofrecido al Señor a los cuarenta días de su nacimiento. En su momento, cuarenta días después de la navidad, el 2 de febrero, volveremos a escucharlo y a celebrarlo, pero hoy se nos ofrece en esta lectura continuada de los hechos de la infancia de Jesús.
Es la ofrenda que todo piadoso judío hacía al Señor junto al reconocimiento de que toda vida nos viene de Dios y por eso la primicia es para el Señor. Una expresión de un pueblo creyente que sabe hacer ofrenda de lo mejor para Dios. Allí están, pues, José y María en esa consagración a Dios de su hijo primogénito y haciendo la ofrenda de los pobres. Así quiso encarnarse Dios entre nosotros entre la humildad de los pobres, que luego tanto nos enseñaría este gesto humilde a través de todo el evangelio.
Pero ahí podemos contemplar a Jesús, como nos dirá luego la carta a los Hebreos, haciendo ofrenda de si mismo, de quien viene en todo a hacer la voluntad del Padre. Quien en otro momento del evangelio – allá junto al pozo de Jacob – que su alimento es hacer la voluntad del Padre, quien en el momento supremo de la Cruz gritará poniendo en las manos del Padre su espíritu, o quien ante la inminencia de la pasión en la agonía de Getsemaní aunque le pida al Padre que le libre de aquella hora, de aquel cáliz, sin embargo dirá que no se haga su voluntad sino la voluntad del Padre, es el que en el momento de entrar en el mundo, como expresa la carta a los Hebreos dirá ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.
Pero en algo más podríamos fijarnos en este texto del evangelio. Allí se están manifestando las mejores esperanzas del pueblo de Israel expresadas en aquel santo anciano, Simeón, que acude al templo y da gloria al Señor porque sus ojos han podido contemplar al Salvador. ‘Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel y el Espíritu Santo moraba en él’, como nos lo presenta el evangelista.
‘Había recibido un oráculo del Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Ahora impulsado por el Espíritu Santo fue al templo’. Y aquel hombre, lleno de esperanza, de la más pura y honda esperanza, bendice ahora al Señor porque allí está quien es ‘presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’.
Es lo que  nosotros estamos viviendo y celebrando en estos días. Las esperanzas de la humanidad están cumplidas en Jesús, el niño recién nacido que vemos entre pajas en Belén. Ha llegado la luz que disipa todas nuestras tinieblas. Con Jesús toda nuestra vida tiene que estar llena de luz. La alegría que tanto manifestamos en estos días de tantas formas tiene que nacer de esa presencia de Cristo en nuestro corazón. Nos sentimos luminosos para iluminar también a los demás porque estamos llenos de la luz de Dios. No es nuestra luz, sino la luz del Señor que reflejamos en nuestras obras, en  nuestra fe y en nuestro amor.
No caben en nosotros los pesimismos que oscurecen y llenan de muerte nuestra vida. En nuestro corazón brotan y florecen todas esas flores llenas de color y de vida que nos hacen mirar la vida y el mundo de manera nueva. Por eso queremos trasmitir alegría, ilusión por lo nuevo, esperanza de un mundo nuevo. Es más, desde nuestra fe en Jesús tenemos la obligación de trasmitirla. No saben en nosotros las tristezas y las desesperanzas porque tenemos a Jesús con nosotros. Y El  nos enseña a hacer esa ofrenda de nuestro yo y nuestra voluntad al Padre para hacer siempre el querer de Dios.

miércoles, 28 de diciembre de 2011



1Jn. 1,5-2,2;
 Sal. 123;
 Mt. 2, 13-18
‘Levántate, coge al Niño y a su madre y huye a Egipto… porque Herodes va a buscar al Niño para matarlo’. Es el ángel del Señor que se manifiesta una vez más a José. Un día se le había manifestado para disipar sus dudas sobre lo que sucedía en María y le señala lo que ha de hacer; ahora se le manifiesta para que huya a Egipto para salvar la vida del Niño.
Y José obedece la voz de Dios. Aunque hoy hemos de reflexionar sobre el significado de la matanza de los niños inocentes, no podemos menos que admirarnos de dos cosas en la figura de José, como hombre creyente y como padre de familia.
Ahí está la fe de José que se fía de Dios, que se pone en sus manos y que se deja conducir por El. Modelo de hombre creyente con el corazón siempre abierto para Dios. Modelo también de padre de familia atento y preocupado por el bien de la familia y la vida del hijo que Dios le ha confiado. Ya tendremos oportunidad de reflexionar algo más en este sentido en unos días cuando celebremos el día de la Sagrada Familia.
Volvamos a lo que es el centro de la celebración de hoy. Los orgullos de los hombres ya sabemos cuánto daño pueden hacer a los demás. Ya fue una inquietud para Herodes, como veremos en la fiesta de la Epifanía, el que le hablaran de un recién nacido rey de los judíos. Se podía poner en peligro su poder.
Como escucharemos en la fiesta de los Reyes Magos indaga para saber más de aquello de lo que le están hablando; las Escrituras hablan de Belén como lugar del nacimiento del Esperado de las naciones. Allí envía a los Magos de Oriente con el encargo de que vuelvan para saber el lugar concreto y también él ir a adorar al niño.
Al verse en cierto modo burlado porque los Magos, por indicación del ángel del cielo, se vuelven por otro camino y no vendrán a avisar a Herodes, éste montará en cólera y se originará la matanza de los niños pequeños de Belén y sus alrededores, como hemos escuchado. Son los Santos Inocentes que hoy celebramos porque derramaron su sangre por Cristo y es por lo que la Iglesia los considera también mártires. Es lo que hoy celebramos.
Vuelve a aparecernos junto al pesebre donde nace Jesús y la alegría navideña que nosotros estamos celebrando y viviendo la cruz, la pasión y la muerte. Contemplamos el pesebre en que es recostado el niño Jesús en su nacimiento con lo que tiene también de pasión y de pascua en su pobreza y en su austeridad.
Celebramos a Esteban, el protomártir; ayer al celebrar la fiesta de san Juan Evangelista recordábamos su presencia junto a la Pascua de Cristo, junto a la cruz pero también acudiendo al sepulcro de la resurrección. Hoy contemplamos y celebramos a estos inocentes que derraman su sangre por Cristo. La Pascua, en lo que es pasión y cruz pero en lo que es también vida y resurrección siempre estará presente en nuestra vida en todo momento. Quienes seguimos a Jesús, a quien estos días estamos contemplando hecho niño en Belén, sabemos que ese Jesús es el que se va a entregar en su pasión y en su muerte para arrancarnos de la muerte, para llenarnos de la vida divina, para alcanzarnos la salvación.
Pero quizá también la celebración de los Santos Inocentes en este día nos obligue a tener una mirada para contemplar el sufrimiento de tantos inocentes en el mundo en que vivimos. Podíamos pensar en los niños que no llegan a nacer porque sus vidas se ven truncadas ya en el seno de sus madres. Podríamos pensar en tantos que a lo largo y a lo ancho del mundo mueren a causa de la miseria, el hambre, las enfermedades o las guerras como consecuencia de la injusticia con que construimos nuestro mundo y nuestra insolidaridad.
Podríamos pensar también en tantos que mueren como consecuencia del odio, de la intolerancia y del fanatismo en muchos niveles, en muchos casos también desde lo religioso. Estos mismos días hemos escuchado como en distintos lugares grupos de cristianos han sido masacrados simplemente por eso, por ser cristianos, y en concreto en el mismo día de navidad cuando se dirigían a celebrar la Misa del Nacimiento del Señor.
Santos inocentes que celebramos su fiesta en este día en el entorno de la Navidad y ya no sólo los caídos bajo la espada de Herodes, sino los de todos los tiempos y los que están muriendo también en el mundo de hoy. Que el Señor nos dé una sensibilidad especial para descubrir y hacernos solidarios con el sufrimiento de tantos inocentes, y nos dé valentía y fortaleza para dar un auténtico testimonio cristiano frente a todos esos problemas y situaciones.

martes, 27 de diciembre de 2011



1Jn. 1, 1-4;
 Sal. 96;
 Jn. 20, 2-8
‘Entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó’. No era necesario decir quien era el otro discípulo. Un día se había ido tras Jesús cuando el bautista lo había señalado como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ‘Maestro, ¿Dónde vives?’, había sido la pregunta. Se fueron y se quedaron con El. Por eso cuando Jesús al pasar por la orilla del lago junto a la barca de su padre Zebedeo con quien estaban recogiendo y remendando las redes le invita a seguirle, ‘inmediatamente dejaron la barca y a su padre con los jornaleros’y se fueron con El.
‘Lo que hemos visto y oído no lo podemos callar… os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó’. No lo habían podido callar tampoco cuando el Sanedrín se los prohibía, porque eran testigos y los testigos no pueden estar con la boca callada, tienen que decir lo que han visto, lo que han experimentado.
Grande sería la experiencia de Juan desde aquel día en que se fueron con el y se quedaron aquella tarde, hasta tantos otros momentos de intimidad con Jesús, en el Tabor, en la resurrección de la hija de Jairo, en Getsemaní, como antes cuando se atreve incluso a reclinarse sobre el pecho de Jesús. Mucho aprendería Juan al sentir incluso los latidos del corazón de Cristo. Sería quizá lo que le daría fuerza para subir hasta el Gólgota y estar a los pies de la cruz para recoger el último latido, el último suspiro, su última palabra, como un notario que da fe de lo allí sucedido, para ser testigo para siempre. Pero no sólo subió hasta el Calvario con Jesús, sino que sería el primero en llegar hasta la tumba del resucitado y el primero en decir que vio y creyó.
Qué profundidad de vida de Juan aprendida allí junto al corazón de Cristo para dejarnos las bellas páginas del evangelio con la belleza y profundidad de su mensaje. Qué descripción más hermosa nos hace de la encarnación de Dios en la primera página de su evangelio. No necesita él describirnos los detalles del nacimiento de Jesús allá en Belén como haría Lucas, porque ya nos lo ha dejado plasmado en la altura teológica de esa página que nos habla del Verbo, de la Palabra de Dios que viene a nosotros, que se encarna en el seno de María y planta su tienda entre nosotros.
Si ayer escuchábamos el mensaje de la vida y de la muerte de Esteban, el protomártir, hoy se nos presenta al discípulo amado, escogido de una manera especial por Jesús y que lleno del Espíritu nos deja las hermosas páginas de su evangelio. Celebramos a Juan, el hermano de Santiago, el hijo del Zebedeo, el pescador de Galilea que un día lo dejó todo por seguir a Jesús pero que volaría alto como un águila para terminar por dejarnos esa visión del cielo que nos llena tanto de esperanza que es el libro del Apocalipsis.
‘vio y creyó’, y lo que vio y lo que creyó no lo pudo callar, nos lo trasmitió para que alcanzáramos la luz que nos ilumina para siempre, para que llegáramos a conocer al Verbo de Dios y aprendiéramos a plantarlo en nosotros o mejor dejan que plante su tienda en nosotros para que nos llenemos de Dios, del Emmanuel, del Dios con nosotros; para que tuviéramos vida eterna. Es lo que desea Jesús y lo que pide para nosotros, que lleguemos al conocimiento de Dios y conociéndolo nos llenemos de su vida, tengamos vida para siempre en nosotros.
Esta fiesta del apóstol y evangelista Juan vivida y celebrada en medio de la octava de la Navidad a eso tiene que ayudarnos: a que conozcamos la vida, a que nos dejemos iluminar por su luz, a que alcancemos la verdad de Dios; a que tengamos vida eterna, vida para siempre, porque los que creen en Jesús no morirán sino que tendrán vida para siempre.

lunes, 26 de diciembre de 2011



Hechos, 6, 8-10; 7, 54-57;
 Sal. 30;
 Mt. 10, 17-22
A primera vista podría parecer un contrasentido cuando estamos viviendo las alegrías de las fiestas de la Navidad del Señor el que dentro de toda la solemnidad de la Octava en el primer día que sigue a la Navidad celebremos la fiesta de un martirio. Pero todo tiene su sentido y, podríamos decir, que esta celebración del martirio de san Esteban no merma la alegría de la solemnidad de la octava de la Navidad. Nos puede ayudar a descubrir muchas cosas en torno a las exigencias de nuestro seguimiento de Jesús.
Merece ocupar este primer lugar en las celebraciones navideñas porque es el protomártir, el primer mártir que derramó su sangre en el martirio por el nombre de Jesús. Uno de los siete diáconos escogidos en aquella primera comunidad de Jerusalén, hombres escogidos de buena reputación, llenos de Espíritu santo y sabiduría para el servicio de la comunidad sobre todo en la atención a los huérfanos y a las viudas; pronto impulsado por ese mismo Espíritu le veremos enfrentarse a todos en el anuncio del Evangelio con gran espíritu de sabiduría, de manera que no podían resistirle lo que le llevaría a ser conducido ante el Sanedrín y como hemos escuchado hasta el martirio. Es el testimonio del amor el que nos ofrece en el cumplimiento de la misión para la que había sido elegido, pero es el testimonio que con su palabra y su vida dará hasta el límite glorioso del martirio.
La fe que confesamos en ese Niño recién nacido que contemplamos en Belén estos días tiene que llevarnos al testimonio valiente de que sólo en Cristo alcanzamos la vida y la salvación. Testimonio con nuestra palabra, y con nuestras obras. Ese niño que contemplamos en brazos de María o recostado en el pesebre es el Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación. Es el Jesús, Mesías salvador y redentor a quien queremos seguir y de cuya salvación queremos hacernos partícipes recibiendo su gracia salvadora. Es el Jesús que veremos entregarse hasta el final en la prueba más sublime del amor que es dar la vida por nosotros. Es el Jesús que nos anuncia el Reino de Dios y que lo constituye con su sangre derramada en la Cruz. Es el Jesús por el que estaríamos dispuestos a darlo todo, si fuera necesario también nuestra vida.
Es lo que nos está enseñando el martirio de san Esteban en este primer día de Navidad. Queremos seguir a ese Jesús y de El recibimos también la misión del servicio y del amor, la misión del anuncio del Evangelio y del testimonio valiente con toda nuestra vida. Y sabemos que podríamos poner en peligro nuestra vida porque por Jesús la podemos perder pero que eso será ganarla realmente, como el mismo Jesús nos enseñará en el evangelio. ‘El que pierda su vida por mi la ganará para la vida eterna’.
El testimonio del martirio de san Esteban nos está recordando un camino que nosotros hemos de seguir, una entrega que hemos de vivir en nuestra vida, un amor que tenemos que repartir, un mensaje que hemos de trasmitir siendo anunciadores de evangelio, evangelizadores con nuestra palabra y con el testimonio de nuestra vida.
Una tarea en la que no estamos solos, porque siempre estaremos asistidos por la fuerza y la presencia del Espíritu Santo. Hoy el texto sagrado nos lo repite continuamente. ‘Esteban, lleno del Espíritu Santo…’ se nos dice. Y Jesús nos había prometido, como escuchamos en el evangelio que ‘cuando os arresten, no os preocupéis por lo que vais a decir o de cómo lo diréis… no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros’.
No es contradictorio que celebramos esta fiesta en medio de las celebraciones de navidad, porque nos está recordando ya desde el primer momento que nos encontramos con Jesús cuál de de ser nuestra misión, cuál nuestra tarea, y hasta donde ha de llevarnos el testimonio que demos por Jesús. 

domingo, 25 de diciembre de 2011


Ante el misterio de Belén confesamos nuestra fe y contagiamos de alegría y amor

Aunque el tiempo metereológico estuviera hoy con densos nubarrones sin embargo hoy es el día en que más resplandece el Sol. Ya entendemos que no es el sol que brilla en lo alto del firmamente sino el Sol que nos ha venido de lo Alto y que ha brillado con luz divina incluso en lo más denso de la noche.
Todo nos habla hoy de luz. Todo resplandece con un nuevo resplandor. Entre nosotros ha nacido el que es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre. Por eso en medio de la noche de Belén había resplandores de cielo, porque allí estaba el cielo, allí estaba Jesús recién nacido que viene a iluminarnos con su luz. Por eso la liturgia puede decir ‘hoy brillará una luz sobre nosotros porque nos ha nacido el Señor’.
Es lo que los ángeles anunciaban en la noche de Belén a los pastores. ‘Os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y ahí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y costado en un pesebre’. Los pastores corrieron a Belén entre los resplandores del cielo mientras los ángeles cantaban la gloria de Dios y la paz para los hombres. Ya no necesitaban otra luz de luminarias de la tierra, porque les iluminaba la luz que venía del cielo y que se había posado en Belén. Y lo encontraron todo como les habian dicho los ángeles.
‘Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre’, nos dirá san Pablo. Se ha manifestado la gloria de Dios. ‘Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios… el Señor da a conocer su victoria’. Es el Señor, es el Rey, es el Mesías redentor que nos ha nacido, es el Salvador que viene a nosotros, es luz que viene a iluminarnos cuando tantas veces quizá rechazamos la luz, es el Hijo de Dios que se ha encarnado tomando nuestra naturaleza humana en el seno de María, es ‘la Palabra de Dios que se ha hecho carne y ha plantado su tienda entre nosotros. y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad’.
Y es que ‘en el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente de un modo nuevo entre nosotros’, que decimos con la liturgia. Así pues, ‘la luz de la gloria de Dios brilló ante nosotros con un nuevo resplandor’. Dios se hace visible, Dios está entre nosotros. Dios se hace Emmanuel y así podremos podremos contemplar la gloria de Dios, así podremos conocer a  Dios. Nos llega la Palabra, se hace presente entre nosotros el Verbo de Dios que se nos revela, se nos da a conocer, nos habla con palabras divinas que se hacen humanas para que lleguemos a comprender todo el misterio de Dios que es Amor.
Ante el misterio de Dios que se  nos revela y se nos manifiesta no nos queda otra cosa que confesar nuestra fe. Nos postramos y adoramos. Reconocemos y damos gracias. Confesamos nuestra fe con alegría y convencimiento y nos sentimos renovados y transformados. Admirable intercambio que se realiza y nos llena de salvación. El Hijo de Dios ha tomado nuestra frágil condición humana para levantarnos, para elevarnos, para sobrenaturalizarnos al llenarnos de la vida de Dios. La gracia de Dios llega a nuestra vida y nos hace hijos en el Hijo, porque viene a traernos el perdón pero viene a regalarnos su vida.
Sí, es momento para detenernos ante el Misterio, contemplarlo, meditarlo, rumiarlo en el corazón. Cuántas consideraciones podemos hacernos, cuánto amor tenemos que sentir en nuestro corazón. No  nos podemos cansar de contemplar y meditar, de hacerlo vida y hacerlo oración. Es momento para ponernos ante aquel pequeño pesebre y contemplar allí al Hijo de Dios y cantar al Señor, y darle gracias, y gritar nuestra fe.
Y bien alta tenemos que confesar nuestra fe para que todos lleguemos a reconocer en verdad a Jesús y sepamos acoger su salvación. Tenemos que gritarla muy fuerte para que no haya confusiones y no cambiemos la navidad por lo que no es Navidad. Lo que estamos celebrando no es otra cosa que el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre. Tenemos que celebrar la verdadera navidad.
Por eso es día de dicha y felicidad, por cuanto nos regala Dios con su amor que nos entrega a su Hijo único. De ese amor Dios que así experimentamos en nosotros nace toda esa dicha y felicidad para que sea la más verdadera, la más profunda, la que nunca se acaba. Y, claro, nuestra dicha y felicidad tendrá que desbordarse para que alcance a los demás y todos puedan llegar a descubrir la salvación de Dios. Es importante para nosotros la navidad porque estamos llenándonos e inundándonos del amor de Dios. Por ahí tenemos que comenzar para celebrar una verdadera navidad. Qué lástima los que celebran fiestas de Navidad sin acordarse de Jesús, sin tener presente a Jesús.
Es la fiesta del amor de Dios que se desborda sobre nosotros y claro tenemos que hacerla la fiesta del amor, del amor compartido, del amor que desde Dios llevamos a los demás para que todos nos sintamos hermanos, para que aprendamos entonces a querernos con un amor verdadero, para que entonces encontremos la verdadera paz de los corazones. Por eso nos felicitamos, nos alegramos mutuamente, nos deseamos lo mejor que es amarnos y querernos, y sentirnos hermanos, y llenarnos de paz. Que no sean sólo palabras que se queden en buenos deseos de un día. Que no sean sonrisas forzadas u ocasionales de un día las que brillen en nuestros rostros, sino que reflejemos la alegría verdadera que llevamos en el corazón.
Todo esto que estamos contemplando, meditando, rumiándo en nuestro corazón y haciéndolo oración y alabanza al mismo tiempo nos compromete. Todo ese inmensa maravilla de amor que descubrimos no nos la podemos quedar para nosotros. Porque si a nosotros nos llena de alegría y de esperanza grande el misterio de la Navidad que estamos celebrando, por qué no trasmitir esa alegría y esperanza a cuantos nos rodean cuando sabemos cuantos son los que caminan llenos de sufrimientos y desesperanzas a nuestro lado.
Esa luz que nos ha iluminado tenemos que llevarla también a los demás. Tenemos que disipar tantos negros nubarrones que se abaten sobre nuestro mundo. Si decíamos al principio que para nosotros brilla de manera especial el sol hoy porque nos ha nacido el Salvador, que ese Sol ilumine también a los que nos rodean, ilumine y llene de esperanza a todo nuestro mundo.
Sí, el mundo está necesitando esa luz; hay muchos hambrientos de paz y de amor; mucha sed de la verdadera alegría hay a nuestro alrededor. En nuestra mano está esa luz, esa paz y ese amor, esa alegría verdadera. De nosotros depende, de nuestra forma de vivir nuestra fe, el que la puedan encontrar. Gritemos nuestra fe en Jesús al mundo para que todo puedan encontrar esa gracia y esa salvación.
Permítanme que termine esta reflexión con unos versos que he tomado prestados y que os sirvan como mi felicitación de navidad:
En Navidad Dios quiere nacer en ti
para iluminar tu vida
y ayudarte a ser luz para los demás.
Acoge este rayo de luz que llega hasta ti:
Viene en forma de ternura:
déjate llevar por ella.
Viene en forma de alegría:
camina a su lado y contágiala.
Viene en forma de paz:
ofrécela a todos sin distinción.
Viene en forma de comprensión:
que sea alimento de la acción.
Viene con sencillez:
no la busques en las cosas complicadas.
Viene como generosidad:
entrégate intensamente a los demás.
Viene como perdón:
repártelo a todos y sé puente de unión.
Viene como armonía:
deja que llene tu corazón.
Viene como gratuidad:
sé agradecido en toda ocasión.
En esta Navidad y siempre te deseo…
ojos para ver el Misterio,
manos para ser buen samaritano,
olfato para rastrear lo nuevo,
pies veloces para acercarte al hermano,
gusto para saborear lo bueno,
oídos para escuchar al que está a tu lado,
presencias que acompañen en la vida,
acontecimientos que te ayuden a madurar
y ser más humano,
entrañas de misericordia,
y una vida plena que ofrezcas como regalo.
¡Feliz Navidad!

Una gran noticia: nos ha nacido Dios, nos ha nacido el amor, nos ha nacido la paz


Ya la noticia se ha producido. Acabamos de escuchar su anuncio. Es la Buena Noticia, el Evangelio que esta noche se proclamó solemne por los ángeles en Belén; es la Buena Noticia, el Evangelio que se repite esta noche en todos los lugares del mundo. Mensajeros nos la habían ido anunciando y para este momento nos habíamos venido preparando; los profetas, Juan el Bautista, María nos habían poniendo las señales y nos habían ido señalando el camino que habíamos de recorrer.
‘Mirad que yo envío mi mensajero para que prepare el camino ante mí’, habían anunciado los profetas. El mensajero llegó finalmente preparando los caminos y quienes escuchaban el mensaje purificaban su vida con la conversión del corazón. Juan Bautista lo señalaba ya bien cercano, porque nos decía que ya estaba entre nosotros y habíamos de aprender a reconocerlo.
Ha llegado el momento en que la Luz ha comenzado a brillar con fuerza y la noche ya no es noche, porque las estrellas han dejado paso al Sol que viene de lo alto y que todo lo ilumina. ‘Os traigo una buena noticia, una gran alegría: nos  ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor’.
‘El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierras de sombra y una luz les brilló’, había dicho el profeta. ‘La gloria del Señor los envolvió con su claridad’, y los ángeles cantaban a gloria. ‘Ha aparecido la gracia de Dios que nos trae la salvación para todos los hombres’ nos diría san Pablo para hablarnos del momento de la salvación, de la gloria, de la gracia que con Jesús nacía para todos nosotros.
Y nosotros también nos llenamos de alegría. Hoy es fiesta. Hoy es la fiesta grande del Nacimiento de Jesús. Todos se llenan de alegría y ya no sabemos ni cómo celebrarlo; tanta fiesta hacemos que hasta los que no terminan de creer en el Salvador también hacen fiesta. Todos nos contagiamos. Todos tendríamos que conocer bien la gran noticia, la Buena Nueva de Salvación que para todos nos llega. Tendríamos que saber contagiar de nuestra fe para que todos lleguen a descubrir la Luz verdadera que viene a este mundo y nos trae la salvación. Tendría que ser un compromiso de quienes hemos puesto toda nuestra esperanza en el Salvador que nos ha nacido.
La luz que esta noche brilla con tanto resplandor tiene que de verdad iluminar a todos los hombres. Las tinieblas de la desesperanza tendrían que desaparecer para siempre. Si escuchamos de verdad en lo  hondo del corazón esta gran noticia que se nos comunica tendrían que desaparecer para siempre tantas negruras que nos atormentan y nos hacen sufrir.
El Niño recién nacido que contemplamos esta noche entre las pajas de un pesebre o en los brazos de María es nuestro consuelo y nuestra fortaleza en nuestros sufrimientos y en nuestras debilidades; es nuestra vida y el que nos llena de paz que nos resucitará de tanta muerte y hará brotar en nuestros corazones nuevos sentimientos de entendimiento y de armonía para que sepamos entendernos y querernos, de humildad y de generosidad para saber ir al encuentro con los demás; es el que nos despierta para una vida nueva y pone en nuestros corazones gérmenes de paz y de amor para que llenos de esperanza y de ilusión todos comencemos a hacer un mundo nuevo.
Ese Niño recién nacido que es anunciado a los pastores como el Salvador, el Mesías y el Señor, es el Hijo del Altísimo encarnado en las entrañas de María para ser Dios con nosotros, para ser Emmanuel. El profeta lo había anunciado y el ángel así se lo comunicó a María en la Anunciación de Nazaret. ‘La Virgen concebirá y dará a luz un  hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros’, había dicho entonces el profeta. ‘Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo’, había anunciado el ángel.
No podemos olvidarnos. No podemos pensar en otra cosa ni darle otro nombre. Nuestra fiesta ya no es simplemente la fiesta del solsticio del invierno. El Sol que nos ha brillado con su luz no es una luz cualquiera, porque quien brilla entre nosotros es el Hijo del Altísimo, es el Hijo de Dios hecho hombre. No nos felicitamos por una fiesta cualquiera sino que nos felicitamos porque está Dios con nosotros. Nos felicitamos en el amor de Dios que se ha derramado sobre nosotros y nos trae la vida y la salvación. Nos felicitamos en el mundo nuevo de esperanza y amor que con Jesús nos ha nacido. Y esto tenemos que decirlo muy alto y muy claro para que no haya confusión.
Es navidad, es el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios lo que nosotros estamos celebrando y lo que tenemos que proclamar a los cuatro vientos. Es la fe que profesamos esta noche con rotundidad y es la fe que tenemos que trasmitir y contagiar a los demás. Nuestra alegría no es una alegría cualquiera. Es la alegría que nace de nuestra fe; es la alegría que nace del misterio que contemplamos y celebramos y que da sentido y valor a nuestra vida. Es el anuncio lleno de alegría que tenemos que llevar a los demás. Un anuncio alegre y entusiasta que nace del convencimiento de nuestra fe hasta contagiar a los demás.
Profesamos una fe que nos llena de esperanza para ver auroras de luz para nuestro mundo anunciadoras de tiempos mejores si en verdad nos disponemos a seguir a este Salvador que nos ha nacido. Por eso decíamos que las negruras tienen que desaparecer de nuestra vida y de nuestro mundo. Queremos celebrar la Navidad con tanto hondura y profundidad que ya nuestra vida tiene que ser distinta después de la vivencia de la presencia de Dios en medio de nosotros que experimentamos.
No puede ser una navidad cualquiera; no puede ser una navidad triste porque en el mundo haya problemas; tiene que ser una navidad llena de esperanza porque creemos que en Cristo es posible ese mundo nuevo y en el Niño recién nacido que contemplamos en Belén tenemos toda la fuerza de la gracia para nuestra lucha y para nuestro trabajo por hacer un mundo nuevo y mejor.
Es la gran noticia que esta noche recibimos, que nos llena de alegría y que nos pone en camino. Vayamos y comuniquemos a nuestro mundo que nos ha nacido un Salvador y que el mundo tiene ya esperanza, todos hemos de tener esperanza porque en Jesús nos nace un mundo nuevo que es el Reino de Dios.
Alegría, hermanos, que nos ha nacido Dios. Es nochebuena: nos ha nacido el amor, nos ha nacido la paz.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Bendito el Señor que viene a visitarnos y a llenarnos de su amor y de su paz



2Samuel, 7, 1-5.8-11.16;
 Sal. 88;
 Lc. 1, 67-79
‘Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo’, es nuestra oración de bendición y alabanza. Nace el Señor y mañana veremos su gloria, como nos dice la liturgia. Se cumple el tiempo en que Dios envió a su Hijo a la tierra, como repiten las antífonas en estas vísperas de la celebración del nacimiento del Señor.
En el evangelio hemos escuchado el cántico de Zacarías. Cuando llegó el momento de la circuncisión de su hijo y señalar que Juan era su nombre, porque así se lo había puesto el ángel del Señor, recobró el habla que había perdido y prorrumpió en este hermoso cántico de alabanza y bendición al Señor.
Llega el Señor; nos viene a visitar y a redimir; se va a manifestar la misericordia del Señor. Aparece y se manifiesta la fuerza salvadora del Señor que estaba anunciada ‘desde antiguo por boca de los santos profetas’. No puede menos que bendecir al Señor y darle gracia, reconocer su gracia salvadora, la dicha que tenemos de que el Señor venga a nosotros, nos visite y nos redima, nos dé su salvación. No podemos menos nosotros que bendecir al Señor. Que nos encuentre en oración y cantando su alabanza, como expresa la liturgia. Que ‘le sirvamos en santidad y justicia en su presencia todos nuestros días’ ya que  nos ha iluminado con su luz y nos ha regalado su salvación.
No son necesarias muchas reflexiones en este momento, sino culminar todo ese camino de preparación que hemos venido recorriendo a través de todo el Adviento. Un templo hermoso para el Señor hemos de preparar en nuestro corazón, de lo que nos ha hablado la primera lectura de hoy. Y no es un templo material lo que el Señor quiere. Está buscando nuestro corazón.
Cuando Jesús nació en Belén como vamos a escuchar en esta noche santa no hubo sitio para El en la posada y María y José tendrán que acogerse en un pequeño establo en los alrededores de Belén. Nosotros podemos hacerle sitio en nuestro corazón, tenemos que hacerle sitio en nuestro corazón.
‘Era peregrino y forastero y me acogisteis’ le escucharemos a la hora del juicio final. Era peregrino por los caminos y calles de Belén y no hubo quien le acogiera; es peregrino o forastero, pobre o enfermo y solo en los caminos de la vida que nos rodean, ¿tendrá quien le acoja?
Sabemos cuantos problemas hay a nuestro lado, cuánta gente que sufre, cuántas personas que pasan necesidad, cuántos que se sienten solos y abandonados, cuántos que van por los caminos de la vida desorientados y llenos de angustia por los problemas que los envuelven. Ahí está el Señor que llega a nuestro lado, tendiéndonos su mano, buscando un lugar de acogida, buscando nuestro amor y el calor de nuestro cariño. ¿Cerraremos las puertas? ¿Nos encerramos en nosotros mismos para no ver o para no saber?
Con alegría nos hemos venido preparando y nos queremos disponer a celebrar ya la Navidad. Pero fijémonos cuáles son las actitudes de nuestro corazón que nos está pidiendo el Señor, fijémonos en qué es lo que realmente tenemos que hacer, fijémonos en el amor que tenemos que poner.
Abre tu corazón con amor y recibirás a Dios. Pon amor y generosidad en tu corazón y harás una auténtica navidad. El Señor viene a visitarnos y a llenarnos de su amor y de su paz. Bendecimos a Dios por su presencia y su gracia. Bendigámosle con toda la fuerza de nuestro amor.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El nacimiento de Juan nos recuerda que se acerca nuestra liberación


Malaquías, 3, 1-4; 4, 5-6;
 Sal. 24;
 Lc. 1, 57-66

‘Mirad y levantad vuestras cabezas: se acerca vuestra liberación’. Ya está cerca el Señor que viene. Hoy contemplamos nacer al precursor, el que viene a preparar los caminos, a purificar los corazones.
El profeta había anunciado que llegaría un mensajero para preparar el camino del Señor. En el desierto predicaría porque así sería más clara el signo que iba a mostrarnos de caminos que habían abrir, de corazones que había que enderezar, de vidas que había que purificar.
Todas las profecías se van cumpliendo y hoy contemplamos su nacimiento con alegría. Significativo fue su nacimiento que hizo que hasta los vecinos y parientes de Zacarías e Isabel se felicitaban por la gran misericordia que el Señor había mostrado para con aquellos venerables ancianos. No sabían entonces el misterio grande que allí se estaba desarrollando, pero se preguntarían en el sucederse de los acontecimientos ‘qué iba a ser de aquel niño porque la mano de Dios estaba sobre él’.
El evangelio nos da detalles del nacimiento de Juan señalándonos, como hacíamos notar, la alegría de los vecinos por tal acontecimiento. Juan, aquel niño recien nacido gran consuelo para Zacarías y para Isabel, pero consuelo y manifestación de lo que es el amor de Dios para con nosotros en el significado de su nombre. Ya escuchamos cómo, mientras los vecinos piensan que ha de llamarse Zacarías como su padre, tanto Isabel como también Zacarías escribiendo su nombre en la tablilla nos dicen que ‘Juan es su nombre’, porque ‘Dios se ha complacido’ - es su significado -, con su pueblo haciéndonos llegar al que nos anuncia la venida de el Salvador.
Nosotros nos llenamos de alegría en su nacimiento, tanto cuando lo celebramos en su propia fecha, como cuando escuchamos esa buena noticia en el evangelio de hoy en las vísperas del nacimiento de Jesús. ‘Se acerca la liberación’, y el nacimiento de Juan nos tiene que hacer despertar si acaso hemos caido en alguna modorra o descuido en la preparación de la navidad. ‘Levantad vuestras cabezas’, nos grita la liturgia en este día.
Es momento, pues, de intensificar nuestra preparación. No son simples adornos los que tenemos que poner en nuestra vida, aunque llenemos nuestras estancias, nuestras casas, calles y pueblos de muchos signos externos de esa alegría que llevamos en nuestro interior por la fiesta grande que vamos a celebrar. Está bien que pongamos todos esos signos externos, todas esas luces como signos visibles de la fe que profesamos y de lo que en verdad celebramos.
Pero no olvidemos que tenemos que preparar nuestro corazón. Que esas cosas externas no pueden distraernos de lo principal. Purifiquemos el corazón, llenémoslo de mucho amor. Pero que no sea amor de un día, sólo de un buen deseo que estos días tengamos los unos para con los otros, sino que todo eso sea como aprendizaje y entrenamiento para que ese amor permanezca para siempre en nuestra vida, en lo que hacemos, en nuestros gestos y palabras, en nuestras posturas y en nuestras actitudes.
Como decimos en uno de los prefacios, ‘el mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría, para encontrarnos así cuando llegue velando en oración y cantando su alabanza’.

jueves, 22 de diciembre de 2011

El cántico de la misericordia, del amor y de la vida nueva


1Samuel, 1, 24-28; Sal.: 1Samuel, 2, 1-8; Lc. 1, 46-50

‘Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador’, fuimos repitiendo en el salmo responsorial. ‘Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador’, repetimos una y otra vez en estos días vísperas de la Navidad del Señor. Mi corazón quiere cantar al Señor. Queremos, sí, repetir el cántico de María desde lo más hondo de nosotros mismos, porque el Señor ha estado grande con nosotros, porque derrama su misericordia sobre nuestras vidas dándonos a Jesús como lo estamos celebrando, lo queremos celebrar con toda intensidad en estos días. Queremos empaparnos del espíritu de María porque como ella y con ella queremos cantar la mejor alabanza al Señor.
Cuando María en su encuentro con su prima Isabel allá en la montaña prorrumpe en tan hermoso cántico de alabanza al Señor era algo, sí, que salía espontáneo de su alma porque así estaba ella llena de Dios y de alguna manera era el cántico de su corazón cada día y que en aquel momento lo provocaría la emoción del encuentro con Isabel con todas aquellas alabanzas que su prima llena del Espíritu Santo estaba proclamando; pero al mismo tiempo pienso que no fue algo totalmente improvisado porque en el largo camino de Nazaret hasta las montañas de Judea muchas serían las cosas que pasaban por el pensamiento de María, muchas serían las consideraciones que se iba haciendo en su corazón por todo aquello que en ella estaba sucediendo.
Aquellas largas horas de camino en aquella que sabía guardar y rumiar en su corazón cuanto le sucedía fueron oportunidad para meditar, para orar, para cantar al Señor desde lo más hondo de sí mismo reconociendo las maravillas que el Señor estaba obrando en ella y a través de ella para toda la humanidad. Cantaba, pues, al Señor que se había fijado en su pequeñez y en su humildad para hacer cosas grandes y maravillosas.
Una mujer en estado de gestación, bien lo saben las mujeres que han sido madres, mucho habla con aquel ser que lleva en sus entrañas a quien ama porque le está dando algo de sí mismo que es su propia vida; muchas miradas echa hacia su futuro con deseos y con interrogantes, con sueños e ilusiones; muchas esperanzas se van suscitando sobre lo que será la vida de aquel hijo que lleva dentro de sí, vida que será como una prolongación de su propia vida. Cómo no había de hacerlo María cuando era consciente de la misericordia del Señor que se estaba manifestando sobre ella, pero que también era manifestación y anticipo ya de la misericordia de Dios para con todos los hombres.
Sabía María que aquel hijo que llevaba allí en sus entrañas, junto a su corazón, no iba a ser sólo el hijo de María, sino que era también el Hijo del Altísimo, aquel a quien Dios ya le había puesto un nombre, Jesús, porque iba a ser el Salvador de todos los hombres. Sabía María que no sólo era una nueva vida la que se estaba allí gestando en sus entrañas, sino que era quien iba a ser la vida para todos los hombres, porque en El todos íbamos a tener nueva vida, porque con El vendría el perdón, la gracia, la paz, el amor de Dios con su salvación para todos.
‘La misericordia del Señor llega a sus fieles de generación en generación’, cantaría María. ‘Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia – como lo había prometido a nuestros padres – en favor de Abrahán y su descendencia para siempre’. Es el canto de la misericordia divina para todos los hombres; es el canto del amor de Dios que se derrama sobre nosotros transformando nuestros corazones.
Es el canto que anuncia un mundo nuevo nacido del corazón misericordioso de Dios, porque nos trae el perdón, pero nos trae nueva vida, porque va a transformar el corazón de todos los hombres, haciendo desaparecer el orgullo y la soberbia, para hacer brotar el mundo de los humildes y sencillos, el mundo de la paz, de la amistad nuevas de todos los hombres que se quieren, el mundo del amor.
Es el canto que nosotros con María queremos cantar y con el queremos prepararnos desde lo más hondo de nosotros mismos para recibir al Señor, para darnos cuenta también de cuantas maravillas el Señor quiere realizar en nosotros cuando nosotros nos hacemos disponibles para El y para vivir según su amor. ‘Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador’, seguimos repitiendo  nosotros también como Ana y como María.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

lecciones de fe, de humildad, de amor y alegria en María e Isabel



Cantar de los Cantares, 2, 8-14;
 Sal. 32;
 Lc. 1, 39-45
 ‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’ dice Isabel cuando llega María. Todo se vuelve bendiciones y alabanzas. ‘Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre’. Bendiciones para María en que se han realizado las maravillas del Señor, pero bendiciones para el hijo de María, el ‘fruto de tu vientre’.
Alabanzas para María, es la madre del Señor, pero es la mujer de fe grande. El Espíritu ha llenado también el corazón de Isabel para descubrir esas maravillas del Señor, y es el que la inspira en sus reconocimientos y alabanzas. ‘Dichosa tú que has creido, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’. Todo al mismo tiempo con un espíritu humilde reconociendo su indignidad y pequeñez ante las maravillas del Señor. ‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’, que exclamó Isabel ante la llegada de María.
Hermosa y delicada escena la que hoy contemplamos en esta visita de María a su prima Isabel. Cuánta alegría, cuánto amor, cuánta fe y cuánta humildad. El amor había puesto alas en los pies de María para correr a servir y ayudar. Así se manifiestan las grandezas del Reino de los cielos. Ya se está allí realizando en la humildad de aquellas mujeres, en el espiritu de servicio, en la apertura del corazón a las maravillas de Dios y en la alegría que desborda para cantar las mejores alabanzas al Señor como escucharemos en labios de María.
Cuánto podemos aprender; cuánto tenemos que aprender de ambas mujeres en este final del camino del Adviento que estamos recorriendo ya en la cercanía de la navidad. Fíjémonos cómo quien es capaz de reconocer las maravillas del Señor ese reconocimiento le llevará siempre a la más profunda humildad, porque pobres y pequeños nos sentiremos siempre ante el Señor.
Ya hemos reflexionado más de una vez que sólo por los caminos de la humildad y sencillez podemos llegar a Dios, a conocerle y reconocerle. Pero es que, en lo que podríamos llamar el camino de vuelta, siempre terminaremos en caminos también de humildad y sencillez. Nos sentimos amados cuando Dios así se nos manifiesta, pero reconoceremos inmediatamente nuestra indignidad y pobreza. El verdadero encuentro con el Señor nunca nos puede conducir por caminos de orgullo y de soberbia, sino todo lo contrario.
No caben orgullos ni grandezas humanas en quien haya vivido una profunda experiencia de Dios. Lo estamos contemplando en Isabel que cuando siente que Dios viene a ella con la presencia de María se reconoce indigna. ‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’. Pero lo vimos también en María que cuando recibe la embajada angélica anunciándole la mayor de sus grandezas que es ser la Madre de Dios, ella se siente pequeña y la última. ‘Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra’, que la escuchamos en la Anunciación.
Lo podríamos contemplar en muchas páginas de la Biblia. Por citar una, recordemos que cuando Isaías tiene aquella impresionante visión de Dios se siente pecador, hombre labios impuros, ante la presencia de Dios. El ángel del Señor vendrá a purificarle para que sienta que esa experiencia de Dios, esa presencia de Dios ante quien se encuentra no es para muerte sino para vida.
Hoy la liturgia nos está invitando a la alegría y a la alabanza al Señor. ‘Aclamad justos al Señor, cantadle un cántico nuevo… dichosa la nación cuyo Dios es el Señor…’, hemos dicho y meditado en el salmo responsorial. Es lo que manifiesta también el cantar de los cantares en la primera lectura en ese cántico de amor del esposo que busca a su esposa; y lo que también manifestábamos en la oración de la liturgia. ‘Escucha, Señor, la oración de tu pueblo, alegre por la venida de tu Hijo en carne mortal…’ decíamos, ‘que un día podamos alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación a poseer el reino eterno’.
Llenemos nuestro corazón de esa humildad, de esa fe, de ese amor y de esa alegría que hoy vemos resplandecer en Isabel y en María.

martes, 20 de diciembre de 2011

Una vez más nos extasiamos contemplando con amor el misterio de Dios


Is. 7, 10-14; Sal. 23; Lc. 1, 26-38
Algunas veces hay personas que nos dicen que siempre estamos repitiendo lo mismo y que así aburrimos a la gente y por eso la gente se cansa de oír las mismas cosas y por eso no vienen a la iglesia. ¿Tendrán razón? ¿Será verdad que siempre estamos repitiendo las mismas cosas? De entrada decir que eso depende de cómo oigamos nosotros las cosas y cuál es la actitud de fe que llevamos en el corazón.
Pienso en dos enamorados. Parece que se dicen lo mismo, pero por eso mismo, porque están enamorados de verdad, nunca se cansa el uno del otro aunque se digan las mismas cosas. O pienso cuando hay algo en la vida que nos gusta, que nos satisface o nos llena interiormente, aquello lo repetimos, nos quedamos extasiados saboreándolo una y otra vez porque siempre lo gustaremos como algo nuevo que nos llega como muy dentro de nosotros.
Hoy hemos escuchado una vez más, por tercera vez dentro de este tiempo del Adviento, el mismo evangelio de la Anunciación. Creo que si consideramos con fe honda lo que este texto del evangelio de Lucas se nos manifiesta es como para quedarnos extasiados ante este texto saboreándolo una y otra vez por el misterio grande de Dios que en El se nos revela. Es el más inmenso misterio del amor de Dios que tanto nos ama que quiere encarnarse en el seno de María para hacerse hombre, pero para ser también Dios en medio de nosotros, para ser Emmanuel.
Locura de amor de Dios que así nos ama y nos salva, que así quiere estar con  nosotros y así quiere levantarnos para engrandecer nuestra naturaleza humana y llevarnos con El. Se hizo hombre, tomando nuestra naturaleza humana para engrandecernos y dignificarnos haciéndonos partícipes de su misma vida divina, haciéndonos a nosotros también hijos de Dios. Es como para quedarse en silencio, sin pronunciar palabra, y casi sin respirar para poder sentir y gozar de ese amor de Dios que así se nos manifiesta.
En la oración litúrgica se nos ha hablado del designio de Dios que humildemente y con amor es aceptado por María con ese sí rotundo y generoso que da con toda su vida al querer de Dios. Como ya dijimos en otro momento, es que María no sabía decir otra cosa ante Dios porque en sus manos se había puesto, y para El había consagrado toda su vida de forma radical. Así era la llena de la gracia, la llena e inundada de la presencia de Dios, la que se dejó transformar totalmente por obra del Espíritu Santo para ser verdadero templo de Dios.
Es algo que queremos aprender de María. De ella queremos aprender las mejores actitudes, la mejor forma de prepararnos para acoger al Señor que viene a nosotros con su salvación. ‘Ella lo esperó con inefable amor de madre’, decimos en uno de los prefacios de Adviento. ‘Y del seno virginal de la hija de Sión ha brotado para todo el género humano la salvación y la paz’, que decimos en el otro de los prefaciones que decimos en estos días.
Esa forma de esperar de María, dejándose inundar de la gracia del Señor, dejándose transformar por el Espíritu para ser ese verdadero y santo templo de Dios, es lo que nosotros también tenemos que hacer. Por eso pedíamos en la oración litúrgica, al contemplar cómo María acogía los designios de Dios, que ‘siguiendo su ejemplo, nos conceda la gracia de aceptar tu designios con humildad de corazón’.
Sólo los humildes de corazón podrán conocer a Dios. ‘Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; dichosos los humildes porque ellos poseerán la tierra; dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios’. Son las bienaventuranzas que Jesús proclamará allá en el monte. Pero son las bienaventuranzas que nosotros vemos reflejadas en el corazón de María. Son los caminos de humildad, sencillez, pureza de corazón por los que nosotros hemos de transitar para llenarnos de Dios, como lo hizo María.