jueves, 22 de diciembre de 2011

El cántico de la misericordia, del amor y de la vida nueva


1Samuel, 1, 24-28; Sal.: 1Samuel, 2, 1-8; Lc. 1, 46-50

‘Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador’, fuimos repitiendo en el salmo responsorial. ‘Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador’, repetimos una y otra vez en estos días vísperas de la Navidad del Señor. Mi corazón quiere cantar al Señor. Queremos, sí, repetir el cántico de María desde lo más hondo de nosotros mismos, porque el Señor ha estado grande con nosotros, porque derrama su misericordia sobre nuestras vidas dándonos a Jesús como lo estamos celebrando, lo queremos celebrar con toda intensidad en estos días. Queremos empaparnos del espíritu de María porque como ella y con ella queremos cantar la mejor alabanza al Señor.
Cuando María en su encuentro con su prima Isabel allá en la montaña prorrumpe en tan hermoso cántico de alabanza al Señor era algo, sí, que salía espontáneo de su alma porque así estaba ella llena de Dios y de alguna manera era el cántico de su corazón cada día y que en aquel momento lo provocaría la emoción del encuentro con Isabel con todas aquellas alabanzas que su prima llena del Espíritu Santo estaba proclamando; pero al mismo tiempo pienso que no fue algo totalmente improvisado porque en el largo camino de Nazaret hasta las montañas de Judea muchas serían las cosas que pasaban por el pensamiento de María, muchas serían las consideraciones que se iba haciendo en su corazón por todo aquello que en ella estaba sucediendo.
Aquellas largas horas de camino en aquella que sabía guardar y rumiar en su corazón cuanto le sucedía fueron oportunidad para meditar, para orar, para cantar al Señor desde lo más hondo de sí mismo reconociendo las maravillas que el Señor estaba obrando en ella y a través de ella para toda la humanidad. Cantaba, pues, al Señor que se había fijado en su pequeñez y en su humildad para hacer cosas grandes y maravillosas.
Una mujer en estado de gestación, bien lo saben las mujeres que han sido madres, mucho habla con aquel ser que lleva en sus entrañas a quien ama porque le está dando algo de sí mismo que es su propia vida; muchas miradas echa hacia su futuro con deseos y con interrogantes, con sueños e ilusiones; muchas esperanzas se van suscitando sobre lo que será la vida de aquel hijo que lleva dentro de sí, vida que será como una prolongación de su propia vida. Cómo no había de hacerlo María cuando era consciente de la misericordia del Señor que se estaba manifestando sobre ella, pero que también era manifestación y anticipo ya de la misericordia de Dios para con todos los hombres.
Sabía María que aquel hijo que llevaba allí en sus entrañas, junto a su corazón, no iba a ser sólo el hijo de María, sino que era también el Hijo del Altísimo, aquel a quien Dios ya le había puesto un nombre, Jesús, porque iba a ser el Salvador de todos los hombres. Sabía María que no sólo era una nueva vida la que se estaba allí gestando en sus entrañas, sino que era quien iba a ser la vida para todos los hombres, porque en El todos íbamos a tener nueva vida, porque con El vendría el perdón, la gracia, la paz, el amor de Dios con su salvación para todos.
‘La misericordia del Señor llega a sus fieles de generación en generación’, cantaría María. ‘Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia – como lo había prometido a nuestros padres – en favor de Abrahán y su descendencia para siempre’. Es el canto de la misericordia divina para todos los hombres; es el canto del amor de Dios que se derrama sobre nosotros transformando nuestros corazones.
Es el canto que anuncia un mundo nuevo nacido del corazón misericordioso de Dios, porque nos trae el perdón, pero nos trae nueva vida, porque va a transformar el corazón de todos los hombres, haciendo desaparecer el orgullo y la soberbia, para hacer brotar el mundo de los humildes y sencillos, el mundo de la paz, de la amistad nuevas de todos los hombres que se quieren, el mundo del amor.
Es el canto que nosotros con María queremos cantar y con el queremos prepararnos desde lo más hondo de nosotros mismos para recibir al Señor, para darnos cuenta también de cuantas maravillas el Señor quiere realizar en nosotros cuando nosotros nos hacemos disponibles para El y para vivir según su amor. ‘Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador’, seguimos repitiendo  nosotros también como Ana y como María.

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