martes, 20 de diciembre de 2011

Una vez más nos extasiamos contemplando con amor el misterio de Dios


Is. 7, 10-14; Sal. 23; Lc. 1, 26-38
Algunas veces hay personas que nos dicen que siempre estamos repitiendo lo mismo y que así aburrimos a la gente y por eso la gente se cansa de oír las mismas cosas y por eso no vienen a la iglesia. ¿Tendrán razón? ¿Será verdad que siempre estamos repitiendo las mismas cosas? De entrada decir que eso depende de cómo oigamos nosotros las cosas y cuál es la actitud de fe que llevamos en el corazón.
Pienso en dos enamorados. Parece que se dicen lo mismo, pero por eso mismo, porque están enamorados de verdad, nunca se cansa el uno del otro aunque se digan las mismas cosas. O pienso cuando hay algo en la vida que nos gusta, que nos satisface o nos llena interiormente, aquello lo repetimos, nos quedamos extasiados saboreándolo una y otra vez porque siempre lo gustaremos como algo nuevo que nos llega como muy dentro de nosotros.
Hoy hemos escuchado una vez más, por tercera vez dentro de este tiempo del Adviento, el mismo evangelio de la Anunciación. Creo que si consideramos con fe honda lo que este texto del evangelio de Lucas se nos manifiesta es como para quedarnos extasiados ante este texto saboreándolo una y otra vez por el misterio grande de Dios que en El se nos revela. Es el más inmenso misterio del amor de Dios que tanto nos ama que quiere encarnarse en el seno de María para hacerse hombre, pero para ser también Dios en medio de nosotros, para ser Emmanuel.
Locura de amor de Dios que así nos ama y nos salva, que así quiere estar con  nosotros y así quiere levantarnos para engrandecer nuestra naturaleza humana y llevarnos con El. Se hizo hombre, tomando nuestra naturaleza humana para engrandecernos y dignificarnos haciéndonos partícipes de su misma vida divina, haciéndonos a nosotros también hijos de Dios. Es como para quedarse en silencio, sin pronunciar palabra, y casi sin respirar para poder sentir y gozar de ese amor de Dios que así se nos manifiesta.
En la oración litúrgica se nos ha hablado del designio de Dios que humildemente y con amor es aceptado por María con ese sí rotundo y generoso que da con toda su vida al querer de Dios. Como ya dijimos en otro momento, es que María no sabía decir otra cosa ante Dios porque en sus manos se había puesto, y para El había consagrado toda su vida de forma radical. Así era la llena de la gracia, la llena e inundada de la presencia de Dios, la que se dejó transformar totalmente por obra del Espíritu Santo para ser verdadero templo de Dios.
Es algo que queremos aprender de María. De ella queremos aprender las mejores actitudes, la mejor forma de prepararnos para acoger al Señor que viene a nosotros con su salvación. ‘Ella lo esperó con inefable amor de madre’, decimos en uno de los prefacios de Adviento. ‘Y del seno virginal de la hija de Sión ha brotado para todo el género humano la salvación y la paz’, que decimos en el otro de los prefaciones que decimos en estos días.
Esa forma de esperar de María, dejándose inundar de la gracia del Señor, dejándose transformar por el Espíritu para ser ese verdadero y santo templo de Dios, es lo que nosotros también tenemos que hacer. Por eso pedíamos en la oración litúrgica, al contemplar cómo María acogía los designios de Dios, que ‘siguiendo su ejemplo, nos conceda la gracia de aceptar tu designios con humildad de corazón’.
Sólo los humildes de corazón podrán conocer a Dios. ‘Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; dichosos los humildes porque ellos poseerán la tierra; dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios’. Son las bienaventuranzas que Jesús proclamará allá en el monte. Pero son las bienaventuranzas que nosotros vemos reflejadas en el corazón de María. Son los caminos de humildad, sencillez, pureza de corazón por los que nosotros hemos de transitar para llenarnos de Dios, como lo hizo María. 

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