sábado, 8 de agosto de 2009

Cuidado, no te olvides del Señor que te sacó de Egipto

Deut. 6, 4-13
Sal. 17
Mt. 17, 14-19


Cómo nos acordamos de Dios, le suplicamos, le rogamos, le prometemos no sé cuantas cosas cuando tenemos problemas, cuando las cosas nos van mal o no salen como nosotros quisiéramos, cuando nos aparece la enfermedad. Como se suele decir, nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. Pero qué pronto olvidamos todas esas súplicas y promesas, qué pronto prescindimos de Dios cuando las cosas nos van bien, nos llega la prosperidad y el bienestar. Eso lo estamos viendo cada día en nosotros y en la sociedad que nos rodea. Las sociedades en las que se llega una situación de bienestar vemos cómo lo religioso se deja a un lado, la gente se vuelve indiferente en lo religioso y cada uno va a vivir su vida cómo puede o como quiere.
De todo eso quería prevenir Moisés al pueblo de Israel para cuando llegasen a la prosperidad de la tierra prometida. Se los dice claramente. ‘Cuando el Señor, tu dios, te introduzca en la tierra que juró a tus padres, que te había de dar, con ciudades grandes y ricas… casas rebosantes de riquezas… viñas y olivares... cuidado, no olvides al Señor que te sacó de Egipto, de la esclavitud…’
Les dice que tienen que recordarlo siempre, no lo pueden olvidar. Por eso como quien pone una señal allí donde la vea para no olvidar lo que tiene que hacer, emplea unas imágenes de cómo ha de ser ese recuerdo. Muchas veces nosotros buscamos la manera de no olvidar algo, y pones una marca en algún lugar, utilizamos algún truco en las cosas que tenemos a mano. Pero no es la señal lo importante sino aquello que tenemos que recordar.
Moisés les dice. ‘Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas entrando en casa y yendo de camino, acostado y levantado, las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal, las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales’. Se tomaron muy al pie de la letra estas palabras.
Todos hemos visto las imágenes de judíos ultraortodoxos, con sus vestiduras y sombreros negros, con unas cintas que cuelgan de los tirabuzones de sus cabellos… Es el querer tener presente al pie de la letra estas palabras del Deuteronomio. Bien sabemos cómo Jesús les echa en cara a los fariseos que alargan las filacterias o las franjas de sus mantos. Es que ahí copiaban este texto del Deuteronomio para no olvidarlo y aún hoy podemos ver en las puertas de las casas de los judíos más cumplidores esas señales en sus puertas donde escriben estas palabras de la ley. Pero, como decíamos, lo importante no son las señales sino el recuerdo hecho vida de la Palabra del Señor.
‘Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón,, con toda el alma, con todas las fuerzas’. Recordamos cómo en el evangelio los letrados que querían poner a prueba a Jesús le preguntaban por el primer y principal mandamiento y el Señor les respondía con estas palabras. ‘¿Qué lees en la ley?’ Era algo que todo judío se sabía de memoria y repetía muchas veces al día. Algo que hay que recordar bien, pues el monoteísmo es algo fundamental para el judío como para nosotros, algo que lo identificaba frente a los pueblos vecinos idólatras y politeístas. Moisés se los recuerda bien,
Y a ese Dios único hay que amar sobre todas las cosas como nosotros resumimos en los mandamientos. Porque Dios es el único Señor, el único que se merece todo nuestro amor. El único al que tenemos que adorar. El único que es el centro de nuestra vida.
Es también nuestra fe y lo que tiene que ser nuestro amor y nuestra vida. Algo que tampoco nosotros podemos olvidar. Algo que tenemos que repetir pero en la práctica de nuestra vida y es lo que tenemos que enseñar a los demás no sólo con nuestras palabras sino con muchos signos de que toda nuestra vida es para el Señor. No serán recuerdos ni signos meramente externos, pero también externamente, públicamente tenemos que manifestarlo. Algo que vivimos no sólo en los momentos en que nos vemos con problemas, sino en todo momento de nuestra vida, cuidando que el bienestar y la prosperidad nunca nos alejen de Dios. Cuidado, no te olvides del Señor que te ha amado y te ha salvado.

viernes, 7 de agosto de 2009

Recordemos las proezas del Señor presente en mi vida y en mi historia

Deut. 4, 32-40
Sal. 76
Mt. 16, 24-28


Dentro de la lectura continuada que venimos haciendo hoy hemos comenzado a leer el Deuteronomio, el quinto libro del Pentateuco. Este libro es algo así como si fueran unas reflexiones, en la forma de discursos, que Moisés le hace al pueblo para ayudarles a mantenerse fieles al Señor ahora que se van a establecer ya en la tierra prometida y no olviden las acciones del Señor.
‘Recuerdo las proezas del Señor’, decimos con el salmo, ‘sus antiguos portentos, medito todas sus obras y considero sus hazañas’. Les invita a ser fieles. ‘Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios…’ Algo a lo que quiere prevenirlos Moisés porque atraviesan pueblos y van a vivir en medio de ellos que son idólatras, para evitar que se dejen arrastrar por esos pueblos. Y les invita: ‘guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos…’
Son hermosas las consideraciones que se hace. ‘¿Hubo jamás desde un extremo al otro del cielo palabra tan grande como ésta? ¿se oyó cosa semejante? ¿hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego…?’ Les recuerda cuánto ha hecho el Señor por ellos, que les sacó de Egipto, les hizo atravesar el mar Rojo, y ahora los conduce por el desierto en medio de prodigios maravillosos hasta la tierra prometida.
No es el Dios lejano que se contempla allá en los cielos en medio de la majestad de su gloria. Aunque se manifiesta en la grandiosidad de las tormentas en el Sinaí, sin embargo es el Dios que se acerca al hombre, que interviene y se hace presente en la historia del hombre y del pueblo, de su pueblo. La fe de Israel en Yavé es la fe en el Dios que interviene en su historia. Por eso Moisés les dice que no hay pueblo que tenga un Dios como el que ellos tienen y les invita a la fidelidad.
Pero pensemos en nosotros. Miremos nuestra fe en el Señor. Porque si Moisés puede decir todo eso de Dios, cuánto podemos decir nosotros que nos sentimos tan amados de Dios que nos ha enviado a su propio Hijo para nuestra salvación.
Cuánto podemos decir nosotros creemos en un Dios que se hace Emmanuel, Dios con nosotros, y también interviene en nuestra historia, se hace presente en nuestra vida, podemos sentirlo allá en lo más hondo de nuestro corazón.
Cuánto nos ama Dios que en su Hijo Jesús muere por nosotros, da su vida por nosotros como la más grande prueba de amor, derrama su sangre para darnos el perdón de nuestros pecados y llenarnos de nueva vida.
Igualmente nosotros nos sentimos invitados a mantener nuestra fidelidad al amor de Dios cumpliendo sus mandamientos, siguiendo su camino de amor. Así tenemos que hace que sea el centro de nuestra vida, nuestro sentido y nuestra esperanza.
La frase que hemos escuchado hoy en el evangelio en este mismo sentido tendría que hacernos pensar. ‘¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?’ Un interrogante que nos plantea Jesús que ha hecho cambiar muchas vidas, que ha sido el inicio de una vida de santos para tantos. Podemos tener riquezas, poderes, grandezas humanas, incluso, salud que es lo que tanto pedimos al Señor, pero si al final se malogra nuestra vida, no alcanzamos la salvación eterna, ¿de qué nos ha servido?
Que ninguna de esas cosas me lleven a la condenación. Que todo me sirva para alcanzar la salvación eterna. Que si tengo que dejarlo todo por alcanzar la salvación sea capaz de hacerlo porque así me sienta amado por el Señor que lo único que me importe es vivir en su amor, vivir su vida. Recordemos las maravillas que hace el Señor, sus proezas, sus hazañas y eso me impulse cada vez más a la fidelidad y al amor.

jueves, 6 de agosto de 2009

Cristo transfigurado nos transfigura a nosotros con los resplandores de su gloria


2Ped. 1, 16-19
Sal. 96
Mc. 9, 1-9



Los evangelistas nos narran con muchos detalles la transfiguración de Jesús en la montaña alta que nosotros reconocemos por el Tabor en medio de las llanuras de Galilea.
El resplandor de las vestiduras ‘de un blanco tan deslumbrador como no puede dejarlos ningún batanero del mundo’, nos dice Marcos.
Los tres sinópticos nos hablan de los dos personajes, Moisés y Elías que hablan con El; sólo Lucas nos dirá que ‘hablaban de la muerte que iba a consumar en Jerusalén’.
Tanto Marcos como Mateo nos señalan la prohibición de que de que ‘no cuenten a nadie lo que han visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos’, aunque ello no lo entendían. Como vemos todo el misterio de la Transfiguración de Jesús en el Tabor está referenciado a la Pascua, a su muerte y a su resurrección. Es allí donde todos podremos contemplar ya a Jesús como el Señor, lleno de la gloria de Dios.
Los tres nos refieren la voz venida del cielo: ‘este es mi Hijo amado, el escogido, mi predilecto: escuchadle’.
Pedro nos explicará que han sido ‘testigos oculares de su grandeza’; y nos dirá más aún que ‘esta voz traída del cielo la oímos nosotros, estando con El en la montaña sagrada’.
¿Qué significado tiene la transfiguración de Jesús? Manifestar su gloria, fortalecer y alentar la fe y la esperanza de los discípulos y de la Iglesia. No es sólo la gloria del Señor lo que se manifiesta cuando ‘les da a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad’. Si ése es el resplandor y la gloria de la Cabeza, todo el Cuerpo está llamado a la misma gloria y resplandor. Se está expresando con estas palabras en el prefacio todo lo que es el misterio del Cuerpo Místico de Cristo. Unidos a Cristo, con Cristo resplandeceremos. Todo el Cuerpo de Cristo va a resplandecer con el resplandor y la gloria de Cristo. Es nuestra esperanza. Es nuestra confianza,
Revela en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya’. Así nos lo explica el prefacio. Es el resplandor de la Iglesia, nuestro propio resplandor y santidad.
Es una prefiguración maravillosa de nuestra perfecta adopción como hijos. ‘Este es mi Hijo amado, predilecto, escogido’, le dice el Padre a Jesús en lo alto del Tabor, pero para que nosotros lo escuchemos.
Tu eres mi hijo amado, yo te he escogido, te he llamado, nos dirá a nosotros también. Cristo Jesús ha muerto por ti, te ha lavado con su sangre, te ha llenado de vida nueva, te ha dado su Espíritu para que seas hijo por adopción. Sólo Jesús, el Hijo de Dios, lo es por naturaleza. Pero Dios quiere llamarnos sus hijos. Como dirá san Juan en su primera carta, no sólo nos llama sino que lo somos en verdad.
Con los resplandores de tu luz límpianos de la mancha de nuestros pecados, le pediremos a Jesús. Nosotros tenemos también que resplandecer. Muchas son las manchas de nuestros pecados que nos han quitado ese resplandor. Por eso le pedimos que nos purifique, que nos llene de los resplandores de su luz. Que nos alimentemos de Cristo, Pan de vida que da vida al mundo, para que así nos transformemos a imagen de Jesús. Comiéndole a El en la Eucaristía de tal modo asimilaremos su vida en nosotros que viviremos una nueva vida, que no es nuestra vida sino la de El.

miércoles, 5 de agosto de 2009

María, templo y morada de Dios, imagen de lo que nosotros hemos de ser


Apoc. 21, 1-7
Sal. Jud.
Lc. 11, 27-28



Este día 5 de agosto es una fiesta de la Virgen que se celebra bajo diversas advocaciones, según sean los pueblos. Por ejemplo en nuestra tierra canaria es habitual celebrar en este día a la Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora de las Nieves, como se celebra en la isla de la Palma y en otros muchos lugares. Pero litúrgicamente es la fiesta de la Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor. Una de las cuatro Basílicas Mayores que hay en Roma y que fue el primer templo dedicado a la Virgen María en occidente después del concilio de Éfeso que la proclamó como la Madre de Dios.
Esta dedicación de un templo a María centrar nuestra reflexión de hoy. Un templo a María, pero, tenemos que decir, un templo para Dios. Un templo cristiano es un lugar de culto a Dios; un lugar que por su especial dedicación o consagración se convierte para nosotros en un lugar de la presencia de Dios. Es cierto que Dios en su inmensidad lo llena todo y en todas partes nos sentimos en la presencia de Dios. Sin embargo, el templo cristiano se convierte para nosotros en un signo especial de su presencia, un signo y un lugar de encuentro con Dios. Como lugar sagrado y con ese significado especial al que hacemos mención nos facilita el que sea lugar para la oración y para la escucha de Dios, la escucha de su Palabra, ya sea en nuestra oración personal o en la celebración comunitaria.
Hoy en el Apocalipsis hemos escuchado un texto que en su primer significado nos está hablando de la Iglesia. ‘Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y oí una voz potente… Esta es la morada de Dios con los hombres; acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos…’
Pero la liturgia de la Iglesia cuando nos propone este texto en las fiestas de María de alguna manera nos está señalando también una referencia a la Virgen en estas palabras. Así utilizan este texto en referencia a Maria los comentarios de los santos padres, de los teólogos y del magisterio de la Iglesia. María, podemos decir, morada de Dios, templo de Dios, signo y lugar de la presencia de Dios. A través de ella quiso Dios venir a nosotros hecho hombre, porque en sus entrañas por obra del Espíritu Santo se encarnó el Hijo de Dios para ser Emmanuel, Dios con nosotros. Así María nos lleva a Dios.
Pero también podríamos decir que este texto del Apocalipsis habla de nosotros. Somos también templo del Espíritu Santo, morada de Dios, desde nuestra consagración bautismal. Podríamos recordar aquel lugar donde Jesús nos habla de que si le amamos y guardamos sus mandamientos el Padre y El vendrían y harían morada en nosotros, como más de una vez hemos reflexionado.
Y es aquí donde de María tenemos que aprender a ser esa morada de Dios. María, templo y morada de Dios porque acogía la Palabra de Dios que se hacía presente en su vida. Así la vemos en ese momento de la anunciación cómo acoge ella al ángel, mensajero divino, que le trasmite la Palabra de Dios, lo que Dios quería para ella y de ella. María abre su corazón a las palabras del ángel, acoge así la Palabra de Dios. Y de tal manera acoge la Palabra de Dios, que el mismo Verbo de Dios se hace carne en ella, se encarna en sus entrañas para hacerse hombre. Viviendo la Palabra de Dios, Dios habita en ella, porque por obra del Espíritu Santo de ella va a nacer el Hijo de Dios hecho hombre.
Es la alabanza de María que hoy escuchamos en el Evangelio. ‘Mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron..,’ Es la alabanza y la bendición a la madre que surge espontánea del pueblo al escuchar la Palabra de Jesús. Pero Jesús quiere decirnos que hay una dicha más grande en María y en nosotros. ‘Mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen’. Una alabanza a María, pero que tiene que ser también una alabanza a nosotros si de esa manera acogemos la Palabra de Dios en nuestra vida.
Como María así tenemos nosotros que acoger la Palabra de Dios, para que Dios habite también en nosotros y seamos en verdad ese templo de Dios, esa morada de Dios en medio de los hombres. Así nosotros podemos y tenemos que convertirnos también en signos de la presencia de Dios en medio del mundo para los demás. La santidad de nuestra vida, la santidad con que nosotros vivamos esa nuestra condición de templos de Dios, ha de ser señal para los demás que les hable de su encuentro con Dios. Exigencia de santidad para nuestra vida. Grandeza también de nuestra vida porque podemos convertirnos en signos de esa presencia de Dios para los demás. Es lo que tenemos que aprender de María, copiar en nosotros de María, plantar la Palabra de Dios en nosotros como lo hizo María.

martes, 4 de agosto de 2009

¿Por qué dudamos? Seamos firmes en nuestra fe

Núm. 12, 1-13
Sal. 50
Mt. 14, 22-36


‘¡Ábimo, soy yo, no tengáis miedo!’ Cuánto necesitamos muchas veces escuchar estas palabras de Jesús. Un apretón de manos, una mano sobre el hombro, una sonrisa reconfortante, una palabra de estímulo lo necesitamos con bastante frecuencia. Podemos sentir cansancio; pueden desanimarnos muchas cosas; la travesía de la vida se nos puede hacer costosa; puede parecernos que andamos solos; la fe se nos puede enfriar o decaer, y ese aliento es muy necesario en la vida.
Seguían titubeantes y con muchos miedos. A pesar de la hermosa experiencia vivida con el signo de la multiplicación de los panes, ahora se encuentran solos en medio del lago, luchando contra el viento y el oleaje. Y para colmo les parece ver fantasmas. Por eso tienen miedo, están llenos de dudas, se atreverán incluso a pedir pruebas de que en verdad es Jesús quien camina hacia ellos sobre las aguas del lago.
‘Jesús apresuró a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla’. Pero Jesús no fue con ellos. Se quedó para despedir a la gente. ‘Y después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar’. Esto ellos no lo sabían y allí están en medio de lago en su lucha con los elementos.
Jesús les invita a no tener miedo pero no lo tienen claro. ‘Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua. Jesús le dijo: Ven…’ Y Pedro lo intentó pero seguía dudando. Por eso a la menor complicación se hundía. ‘Al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse…’
Qué fácil nos hundimos cuando tenemos miedo. Lo vemos todo negro. Algunas veces pareciera que preferimos las negruras. No sabemos ver un rayo de luz. Se nos cae la esperanza y la confianza. Nos gustaría que las cosas fueran de otra manera, que todo nos saliera bien y no tuviéramos ningún tropiezo. Pero las cosas no salen siempre bien y los tropiezos aparecen por nuestros errores, nuestras dudas o también la oposición o la malicia de los demás. Pero tenemos que saber encontrar la luz.
Que no nos hundamos, Señor. ‘Sálvame’, fue el grito de Pedro y es tantas veces nuestro grito. ¿O acaso algunas veces ni siquiera somos capaces de gritar pidiendo auxilio porque lo vemos todo tan negro que pensamos que las cosas no tienen solución o nadie nos puede salvar?
Jesús tendió mano hasta Pedro para levantarlo y sacarlo a flote, ‘¡Qué poca fe! ¿por qué has dudado?’ ¿Por qué dudamos? ¿No sabemos que ahí está el Señor y El nunca nos abandona?
‘Realmente eres Hijo de Dios’, fue la exclamación y la profesión de fe que terminaron haciendo cuando vieron que todo volvía a la calma. Que seamos capaces de hacer esa afirmación siempre, porque no nos entre la duda, porque no se nos enfríe la fe. Es el Señor. Es Jesús, el Hijo de Dios que está con nosotros, que camina con nosotros.
Que crezca cada día mas mi fe. ‘Auméntame la fe’, le pedimos como aquel hombre del evangelio. Que aunque siente la tentación de la duda, me aferre siempre a mi fe, me aferre siempre a Jesús que nos está tendiendo su mano, que nos está diciendo que no perdamos la fe, que nos está dando confianza diciéndonos una y otra vez que El está ahí.

lunes, 3 de agosto de 2009

Un pueblo rebelde pero un pueblo creyente que pone toda su confianza en el Señor

Núm, 11, 4-15
Sal. 80
Mt. 14, 13-21


Durante varios días vamos a estar escuchando el libro de los Números, de los cinco libros del Pentateuco, con lo que iremos completando el acercamiento a los libros de la Ley del Antiguo Testamento. Este libro sigue narrándonos principalmente las incidencias del recorrido del pueblo de Dios por el desierto camino de la tierra de promisión.
Largo y duro recorrido el que realiza el pueblo de Israel. Largo porque se prolongará durante cuarenta años y duro no sólo por lo que significaba caminar por el desierto con unas condiciones bien inhóspitas, sino también por el proceso que como pueblo iban realizando. Podemos decir que fue un tiempo de prueba que les iba a purificar y les iba a hacer tomar conciencia de su condición de pueblo unido y peregrino. Lo que había de llegar no podían ser simplemente unos clanes familiares sino un pueblo bien unido y conjuntado, y un pueblo creyente que ponía su confianza en el Señor y por El se dejaba conducir. Llegar a ello era una tarea inmensa.
Una cosa que nos presenta el texto sagrado son precisamente esos momentos de duda, de rebelión interior, de cansancio en ese largo camino. Ya en las reflexiones que nos hemos ido haciendo ha ido apareciendo esa situación que vivía el pueblo de Israel en su peregrinar por el desierto. Esas tentaciones a la añoranza de los tiempos pasados es algo que va apareciendo. De ello nos ha hablado hoy el texto. ‘Cómo nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto, y de los pepinos y los melones y puerros y cebollas y ajos…’
Esa situación que vive el pueblo le afecta a Moisés que tiene que dirigir y guiar a ese pueblo. Se siente cansado por las rebeliones y las infidelidades. Pero Moisés es un hombre de fe, que quiere poner toda su confianza en el Señor. ‘Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas… ¿He concebido yo a todo este pueblo o le he dado a luz, para que me digas: coge en brazos a este pueblo, como una nodriza a la criatura, y llévalo a la tierra que prometí a sus padres?...’ Pero aún así quiere seguir con la misión que el Señor le confió y le pide fuerzas.
Cuando escuchamos estos textos no es sólo por entretenernos con viejas historias que pudiera parecer que nada tienen que ver con nosotros. Primero son la historia del pueblo de Dios, del que nosotros somos herederos porque en él nació Jesús, nuestro Salvador. Pero además porque hemos de saber leer en esas historias nuestra propia historia y nuestra propia situación.
En el camino de nuestra fe y de nuestra vida cristiana nosotros podemos vernos en situaciones parecidas. También surge el cansancio en nuestra lucha por la superación, muchas veces nos vemos arrastrados por la tentación que nos lleva a la rebelión y a la infidelidad al Señor, nos gustaría que las cosas fueran de otra manera y nos cuesta aceptar y enfrentarnos a los caminos que tenemos que recorrer. Pero ahí tiene que aparecer nuestra actitud creyente como vemos en Moisés para confiarnos al Señor y para fiarnos de Dios y sus caminos.
Igual que Israel en el desierto apetecía las cebollas y los puerros que comían en Egipto en los tiempos de la esclavitud, como hemos reflexionado ya en alguna ocasión, nos sentimos tentados a volver a la vida anterior, a la vida del pecado que nos esclaviza, pero que en nuestros sueños tentadores nos pueden parecer mayor libertad. Es donde tenemos que pedir la fuerza del Señor, su gracia, su luz que nos ilumine para descubrir sus caminos y no volvernos por las sendas tortuosas de la muerte y del pecado.
No nos podemos sentir solos ni desamparados porque tenemos siempre la presencia del Señor. No podemos decir como Moisés ‘¿de dónde sacaré pan para repartir a este pueblo y que coma?’, porque en el evangelio hemos contemplado como Jesús da de comer a la multitud en el desierto con solo cinco panes y dos peces. No comentamos ahora este evangelio que nos propone la liturgia hoy, porque en estos días repetidamente lo hemos escuchado y comentado y lo seguiremos haciendo, pero sí ver cómo el Señor no nos deja ni nos abandona, sino que siempre nos dará el alimento mejor que necesitamos que es El mismo, verdadero Pan de vida.

domingo, 2 de agosto de 2009

¿Por qué buscamos a Jesús? Es el Pan de vida que nos sacia en plenitud


¿Ex. 16, 2-4.12-15;

Sal. 77;

Ef. 4, 17.20-24;

Jn. 6, 24-35


Escuchamos el domingo pasado que ‘seguía mucha gente a Jesús por veían los signos que hacía con los enfermos’. Al final, ‘al ver el signo que Jesús había hecho – la multiplicación de los panes – se decían: Este el es profeta que tenía que venir al mundo’. Pero Jesús se retiró a la montaña él solo. A la mañana siguiente ‘cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús’.
¿Por qué buscan a Jesús? ¿por qué buscamos a Jesús? Nos preguntamos al mismo tiempo. Jesús les echa en cara que no han sabido leer los signos. ¿era sólo porque habían comido pan hasta saciarse? ¿Habían comprendido que significaba aquel signo? Por los signos que veían se iban tras Jesús. Y El ahora quiere que se aclaren en su toma de postura y no se confundan las cosas. ¿Nos confundiremos nosotros también? ¿Buscamos milagros pero no signos? ¿Buscamos que Dios nos solucione nuestras carencias, nuestros problemas, nuestras necesidades, cure nuestras enfermedades y dolencias o vamos más allá? ¿También tenemos dudas en nuestro interior sobre qué es lo que buscamos realmente cuando venimos hasta Jesús?
Creo que en verdad nos está planteando Jesús cosas bastante serias. Porque si somos capaces de ver todas las señales de amor que Dios nos va poniendo en el camino de nuestra vida, nuestra fe en El tendría que crecer y manifestarse de otra manera.
‘Trabajad no por el alimento que perece sino por el alimento que perdura, dando vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre’. El tema del alimento que perece o que perdura es una buena imagen para pensar, ¿Cuáles son nuestros afanes y preocupaciones? ¿Cosas que nos satisfagan al momento? ¿En qué pone la gente la dicha y la felicidad?
Hay expresiones que se usan en la vida corriente que están manifestando por una parte el materialismo en que vivimos, o esa pérdida de trascendencia para no pensar sino en el momento presente. Total, dicen algunos, de esta vida uno no se va a llevar nada sino lo que coma o lo que disfruta aquí y ahora. ¿Comer y disfrutar porque no hay nada más? ¿El alimento que perece? ¿No hay un alimento que perdura, algo que nos trascienda hacia la vida eterna?
Jesús quiere que vayamos más allá en nuestra vida de esas satisfacciones temporales. No es que no quiera que las disfrutemos. Porque Dios nos quiere felices también ahora. Pero el nos enseña a buscar una felicidad de mayor plenitud. Jesús les está diciendo, nos está diciendo, en una palabra, que crean, que creamos en El.
La gente se da cuenta, tenemos que reconocer, de lo que dice Jesús porque aún se atreven a pedirle más pruebas o señales para creer en El. ‘¿Qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti?’, siguen las dudas o los interrogantes profundos que se crean en nuestro interior. Seguimos buscando o seguimos interrogándonos por dentro. Tampoco es tan malo que tengamos dudas porque eso nos hace ponernos en camino de búsqueda y podremos al final encontrar la respuesta, como siempre Cristo nos la dará. Y como Jesús les está hablando de alimento que da vida eterna, como tienen muy presente aún en el recuerdo que en el día anterior comieron en el desierto el pan milagrosamente multiplicado, le recuerdan el maná, pan bajado del cielo que Moisés les dio en el desierto.
Os aseguro, les dice Jesús, que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo’. Contrapone Jesús el pasado con el presente. Moisés dio entonces, el Padre del cielo da ahora. Y éste sí, el que nos da el Padre del cielo, el que es el verdadero pan del cielo y que da vida al mundo.
‘Señor, danos siempre de ese pan’, es la respuesta y petición de los judíos. Nos recuerda la petición de la samaritana junto al pozo de Jacob. ‘Dame de esa agua para que no tenga más sed, ni que venir a sacar agua de este pozo’. Al final todos terminan pidiendo algo a Jesús. ¿Pediremos nosotros también? ¿Qué es lo que vamos a pedirle?
Es Cristo ese pan bajado del cielo que alimenta para siempre. Es Cristo esa agua que sacia plenamente nuestra sed. Es necesario creer en Jesús para comer ese pan y beber de esa agua.
Sí, creer en Cristo. En El está la verdad de nuestra vida. Creer en Cristo: es el que nos lleva a la verdadera vida, a la plenitud de la vida. Creer en Cristo: seguir su camino que es el camino de la felicidad total. Creer en Cristo: con El no tenemos muerte, somos arrancados de la muerte para conducirnos a la vida verdadera. Creer en Cristo: buscarlo porque en El tenemos todas las respuestas a los interrogantes más profundos de nuestro interior.
Algunas veces, aunque sepamos todo esto, nos costará esa fe, nos veremos en múltiples tentaciones contra esa fe. Porque esa fe nos exige una búsqueda, un camino que tenemos que recorrer. Claro que quizá en ese camino tengamos que negarnos a nosotros mismos muchas veces. El nos lo dijo, no es nada nuevo. Y eso cuesta.
En ese camino, que puede ser camino de desierto en muchos momentos, quizá añoremos las cebollas que comimos en Egipto – como escuchamos en la primera lectura que les sucedía a los israelitas en el camino del desierto – porque nos pueden parecer más buenas las comidas del tiempo de la esclavitud. Son las tentaciones que sufrieron entonces en el desierto como son muchas de las tentaciones que nosotros sufrimos en muchas ocasiones. Cómo volvemos a apetecer tantas veces las cosas del hombre viejo del pecado. Tenemos que mantenernos firmes en el rumbo que le hemos dado a nuestra vida cuando hemos optado seriamente por Jesús.
No temamos sentirnos débiles en ese camino emprendido de fe en Jesús, de seguimiento de Jesús. El es nuestro alimento, nuestro viático para el camino, nuestra fuerza y nuestro compañero de camino. ‘Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará más hambre. El que cree en mí no pasará nunca sed’. Estaremos atentos en los próximos domingos de lo que nos seguirá hablando Jesús.