jueves, 6 de agosto de 2009

Cristo transfigurado nos transfigura a nosotros con los resplandores de su gloria


2Ped. 1, 16-19
Sal. 96
Mc. 9, 1-9



Los evangelistas nos narran con muchos detalles la transfiguración de Jesús en la montaña alta que nosotros reconocemos por el Tabor en medio de las llanuras de Galilea.
El resplandor de las vestiduras ‘de un blanco tan deslumbrador como no puede dejarlos ningún batanero del mundo’, nos dice Marcos.
Los tres sinópticos nos hablan de los dos personajes, Moisés y Elías que hablan con El; sólo Lucas nos dirá que ‘hablaban de la muerte que iba a consumar en Jerusalén’.
Tanto Marcos como Mateo nos señalan la prohibición de que de que ‘no cuenten a nadie lo que han visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos’, aunque ello no lo entendían. Como vemos todo el misterio de la Transfiguración de Jesús en el Tabor está referenciado a la Pascua, a su muerte y a su resurrección. Es allí donde todos podremos contemplar ya a Jesús como el Señor, lleno de la gloria de Dios.
Los tres nos refieren la voz venida del cielo: ‘este es mi Hijo amado, el escogido, mi predilecto: escuchadle’.
Pedro nos explicará que han sido ‘testigos oculares de su grandeza’; y nos dirá más aún que ‘esta voz traída del cielo la oímos nosotros, estando con El en la montaña sagrada’.
¿Qué significado tiene la transfiguración de Jesús? Manifestar su gloria, fortalecer y alentar la fe y la esperanza de los discípulos y de la Iglesia. No es sólo la gloria del Señor lo que se manifiesta cuando ‘les da a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad’. Si ése es el resplandor y la gloria de la Cabeza, todo el Cuerpo está llamado a la misma gloria y resplandor. Se está expresando con estas palabras en el prefacio todo lo que es el misterio del Cuerpo Místico de Cristo. Unidos a Cristo, con Cristo resplandeceremos. Todo el Cuerpo de Cristo va a resplandecer con el resplandor y la gloria de Cristo. Es nuestra esperanza. Es nuestra confianza,
Revela en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya’. Así nos lo explica el prefacio. Es el resplandor de la Iglesia, nuestro propio resplandor y santidad.
Es una prefiguración maravillosa de nuestra perfecta adopción como hijos. ‘Este es mi Hijo amado, predilecto, escogido’, le dice el Padre a Jesús en lo alto del Tabor, pero para que nosotros lo escuchemos.
Tu eres mi hijo amado, yo te he escogido, te he llamado, nos dirá a nosotros también. Cristo Jesús ha muerto por ti, te ha lavado con su sangre, te ha llenado de vida nueva, te ha dado su Espíritu para que seas hijo por adopción. Sólo Jesús, el Hijo de Dios, lo es por naturaleza. Pero Dios quiere llamarnos sus hijos. Como dirá san Juan en su primera carta, no sólo nos llama sino que lo somos en verdad.
Con los resplandores de tu luz límpianos de la mancha de nuestros pecados, le pediremos a Jesús. Nosotros tenemos también que resplandecer. Muchas son las manchas de nuestros pecados que nos han quitado ese resplandor. Por eso le pedimos que nos purifique, que nos llene de los resplandores de su luz. Que nos alimentemos de Cristo, Pan de vida que da vida al mundo, para que así nos transformemos a imagen de Jesús. Comiéndole a El en la Eucaristía de tal modo asimilaremos su vida en nosotros que viviremos una nueva vida, que no es nuestra vida sino la de El.

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