sábado, 15 de enero de 2022

Algo tenía la mirada de Jesús que ante su palabra Leví se levantó de su garito para emprender nuevos caminos con los discípulos de Jesús

 


Algo tenía la mirada de Jesús que ante su palabra Leví se levantó de su garito para emprender nuevos caminos con los discípulos de Jesús

1Samuel 9, 1-4. 17-19; 10, 1ª; Sal 20; Marcos 2, 13-17

¿Qué es lo que miramos en el otro cuando en la vida nos vamos encontrando con diferentes personas? Si nos ponemos a pensar ahora un poquito y queriendo quedar bien diremos quizás muchas cosas bonitas de cómo nosotros miramos a la persona por encima de todo; pero reconozcamos que esto se nos puede quedar en palabras bonitas, porque la realidad de lo que hacemos habitualmente es bien distinta.

¿Nos quedamos en su apariencia? ¿Nos quedamos en esa primera impresión que recibimos cuando nos hemos encontrado con esa persona? Acaso nos estamos dejando influir por lo que de ese tipo de personas – y ya estamos catalogando – se pueda decir o se pueda comentar; las apariencias nos influyen pero también lo que parece estar en la opinión de todos; es difícil abstraernos de ese halo que muchas veces se forma en torno a las personas con que nos vamos encontrando, para tratar de fijarnos en algo más fundamental.

El vecino es así, porque es de esa familia y ya sabemos lo que siempre se ha dicho de esa gente; aquel que vemos quizás mal vestido, ya fácilmente lo ponemos en el grupo de los indeseables; el otro que vemos rodeado de ciertos amigos o de ciertas personas, ya estamos diciendo que todos son iguales y dime con quién andas y te diré quien eres. Y así podríamos seguir diciendo muchas cosas. Claro que por ahí anda también aquello de que las cosas se ven según el color del cristal con el que miremos; que será el color o serán las legañas de nuestras torcidas intenciones.

No eran esos los criterios del actuar de Jesús. Va rompiendo moldes. Al pasar vio a Leví sentado en el mostrador de los impuestos. Según el criterio común de la gente era un indeseable, colaborador del poder opresor de los romanos al recaudar impuestos para ellos, y además con fama de usureros y ladrones por su manejo de los dineros y las riquezas acumuladas. Los llamaban los publicanos, algo así, como los pecadores públicos. Aquellos que se consideraban puros y justos con ellos no se mezclaban.

Pero Jesús se detiene ante aquella garita e invita a Leví a seguirle para ser uno del grupo de sus discípulos más cercanos. El escándalo estaba servido. ¿Cómo se mezclaba Jesús con publicanos y pecadores? Porque además se había celebrado un banquete donde estaban sentados a la mesa todos juntos. Por aquí andan los escribas y los fariseos con sus comentarios. ‘¿Por qué come con publicanos y pecadores?’

A Jesús no le importaban aquellos comentarios. Así algún día le reconocerán que es veraz y no le importa lo que puedan decir los demás. Pero es que Jesús además miraba otra cosa. ‘No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores’. Jesús había mirado a Leví, a la persona, y para Leví se le abrió otro horizonte, un horizonte de nueva vida, un horizonte de misericordia, un horizonte de compartir fraterno. Había otras posibilidades, había otros caminos que se estaban abriendo bajo sus pies.

Con la mirada turbia de los fariseos es difícil que podamos ayudar a alguien a que se le abran otros horizontes en su vida. Qué importante la mirada con que nosotros miremos a aquellas personas con las que nos vamos encontrando en el camino; demasiadas veces es de indiferencia, muchas veces es una mirada fría, muchas veces es una mirada juzgadora; quien se siente mirado así puede perder la ilusión por caminar, por levantarse, por emprender otras sendas.

Intentemos que nuestra mirada sea siempre estimulante, de ánimo, sembradora de esperanza, que abra caminos, que le digamos a la persona que confiamos en ella, que llegue al corazón para que la persona también comience a creer en si misma, para que se sienta con ánimo de emprender otros vuelos.


viernes, 14 de enero de 2022

Jesús es el que nos sana y el que nos salva, el que nos perdona y el que nos llena de vida, el que nos libera y el que nos pone en camino, dejémonos conducir hasta Jesús

 


Jesús es el que nos sana y el que nos salva, el que nos perdona y el que nos llena de vida, el que nos libera y el que nos pone en camino, dejémonos conducir hasta Jesús

1Samuel 8, 4-7. 10-22ª; Sal 88; Marcos 2, 1-12

La constancia y la perseverancia, sobre todo cuando encontramos dificultades en la vida, es algo que nos suele fallar. Queremos las cosas fáciles, queremos las cosas a nuestra comodidad; cuánto nos cuesta, por ejemplo, hacer una cola, en una oficina, en un comercio, en algo a lo que vamos a asistir; enseguida estamos queriendo que se den soluciones prontas, que todo sea fácil, rehuimos esos momentos que nos parecen perdidos, pero que entran en el ritmo de la vida que nos hemos impuesto.

El otro día me decía un amigo que no soportaba las aglomeraciones y las colas incluso para entrar en las tiendas, en estos días de compras de regalos que quizá en nuestro consumismo nos hemos impuesto; se marchó, me decía, para otro lado aunque sabía que lo que buscaba solo allí lo podía encontrar.

Pero, ¿seremos así en la búsqueda de las cosas verdaderamente importantes de la vida? Según lo que nos importen las cosas son nuestras prisas o tenemos la constancia de perseverar para conseguirlo.

Hoy vemos que la gente hace cola por ver y escuchar a Jesús, vamos a decirlo así. La gente se aglomeraba a la puerta de la entrada de la casa donde estaba Jesús y no había manera de poder entrar hasta los pies de Jesús como querían aquellos que llevaban en la camilla a un paralítico para que lo curara. En su deseo, en este caso, por estar cerca de Jesús, se atreven a romper el techo de la casa quitando algunas baldosas o tejas, para por allí descolgar al paralítico hasta los pies de Jesús. ¿Justificamos en este caso las prisas de estos hombres? No se trata ahora de justificar, pero sí de contemplar la fe de aquellos hombres. Es lo que se resalta en la actitud incluso de Jesús. Ojalá nuestras prisas fueran siempre para algo tan importante como estar a los pies de Jesús.

Lo primero que se resaltará será la de fe aquellos hombres que fueron capaces de saltar por encima de dificultades para lograr su deseo de llevar a los pies de Jesús al paralítico. Pero cuántas trabas tenemos tantas veces en nuestro corazón; serán nuestras ambiciones o serán nuestros orgullos, los que nos van a motivar o los que nos van a retrasar o incluso paralizar; estará la indolencia con que tantas veces nos tomamos la vida o nuestros apegos a la comodidad y a los deseos de que todo nos salga siempre fácil; será el egoísmo que nos encierra en nosotros mismos y nos vuelve tantas veces insolidarios, o será la vanidad por la que nos movemos en la vida. Muchas cosas de las que tenemos que liberar el corazón, la lista sería grande quizás; muchas cosas que nos mantienen postrados en la vida sin iniciativas y sin ganas de nada que signifique esfuerzo. Así no avanzamos, así vamos arrastrándonos.

Jesús viene a decirnos que para levantarnos tenemos que tener un corazón liberado de ataduras, un corazón que se sienta liviano porque no hay cadenas que pesen sobre él. De cuántas cadenas nos envolvemos en la vida, de cuántas cosas tenemos que liberarnos. El ya anunció en la sinagoga de Nazaret que venía a traer la libertad a todos los que se vieran oprimidos. ¿Qué opresión hay mayor que el pecado que pesa sobre nuestra conciencia? El anuncia la amnistía y el perdón.

Por eso cuando Jesús quiere liberar a aquel hombre de su camilla, lo primero que hace es perdonarle sus pecados. No lo entenderán, como también a veces a nosotros nos cuesta entender. Ya vemos la reacción de algunos de los que rodeaban a Jesús aquel día. Como tantas pegas que nos ponemos en nuestro interior para no ir a buscar el perdón. Pero Jesús es el que nos sana y el que nos salva, el que nos perdona y el que nos llena de vida, el que nos libera y el que nos pone en camino. Es lo que estamos contemplando hoy en el evangelio. Aquel hombre del evangelio tuvo la suerte de que alguien lo condujera hasta Jesús. ¿Nos dejamos conducir, nos dejamos llevar?

¿Será en verdad eso lo que buscamos en Jesús? ¿Saltaremos un día por encima de todos esos obstáculos que llevamos en el corazón para poder acercarnos a Jesús y llenarnos de liberación y de su gracia? ¿Qué es de verdad lo importante que nosotros buscamos? ¿Qué es lo que hay de interés en nosotros y en nuestra vida?  Sintamos esa palabra de luz y de vida que Jesús tiene para nosotros y gocemos de su salvación.

jueves, 13 de enero de 2022

Un pequeño gesto puede convertirse en una gran señal de amor que haga maravillas en la vida

 


Un pequeño gesto puede convertirse en una gran señal de amor que haga maravillas en la vida

1Samuel 4, 1-11; Sal 43; Marcos 1, 40-45

Hay cosas que no podemos callar, aunque nos lo pidan. Quizá una experiencia muy vital que hemos vivido, nos ha impresionado o hasta incluso marcado nuestra vida entre un antes y un después, o puede ser algo tan sencillo como un gesto que alguien ha tenido con nosotros y no esperábamos y por eso nos ha sorprendido e impresionado, un accidente quizás que nos ha traumatizado y no lo podemos quitar de la mente y lo compartimos con todo el mundo… hechos, gestos, cosas que nos suceden, nos impresionan, son como una señal en la vida.

Es lo que vivió aquel leproso. Hasta entonces se había sentido marginado de la sociedad porque su enfermedad le impedía convivir no solo con sus vecinos sino incluso con su propia familia; una enfermedad terrible en la que uno se ve en cierto modo muriéndose, al ver como su cuerpo se desmorona, pero no son solo los sufrimientos de la enfermedad sino la mella que va haciendo en su espíritu, el considerarse casi como un maldito.

Se había atrevido a acercarse a Jesús porque había oído hablar de El, de lo que enseñaba pero también de su cercanía con todos y de los milagros que le contaban que hacía. Se acercó a Jesús con miedo y temor, pero al mismo tiempo casi con una certeza. ‘Si quieres puedes limpiarme’. Había dado un paso, no se había quedado a lo lejos, sentía que tenía que hacer algo y se decidió. Y Jesús no lo había rehuído, no se había puesto a salvo, no se puso ni guantes ni una mascarilla, se había acercado a él y lo había tocado. ‘Extendió la mano y lo tocó diciéndole: Quiero, queda limpio’, fueron sus gestos y sus palabras.

Aunque Jesús le había recomendado que no estuviese contando a nadie lo sucedido, que fuera y se presentara a los sacerdotes para cumplir con las exigencias de la ley para poder ser considerado curado y poder volver con los suyos, él no podía callar. Estaba, es cierto, su atrevimiento, pero todo lo que había sucedido después le había desbordado; no solo se sentía sano de su enfermedad, lo que ya en sí era grandioso, sino que Jesús se había acercado a él, le había hablado, había tenido aquel gesto de extender la mano y tocarle sin miedo a la impureza legal, era algo que lo sobrepasaba todo. No podía callar.

Había sucedido algo grandioso, pero todo se había desarrollado en lo sencillo. Habían sido momentos sorprendentes de la manifestación del poder y de la grandeza de Dios se había realizado desde los gestos humanos más sencillos. Dios había llegado al corazón de aquel hombre desde los gestos más sencillos y más humanos. Era la acogida de Jesús, fue el gesto de tender su mano y de tocarlo. Allí estaba el amor, allí estaba la humanidad, allí se estaba haciendo presente Dios. Claro que aquel leproso curado no se podía callar.

Necesitamos gestos de humanidad. No son acciones mecánicas, no son protocolos burocráticos, no son normas incluso de higiene o de urbanidad las que nos impongamos las personas en nuestras relaciones. Hace falta algo más en la vida. Es necesario aprender a llevar el corazón en la mano. Y no hacen falta cosas ni extrañas ni extraordinarias, sino en eso pequeño, sencillo, ordinario de la vida de cada día poniendo humanidad, amabilidad, una sonrisa, una mirada a los ojos, un ponerte a su lado y a su altura, un facilitar el encuentro o ese decir esa primera palabra con amabilidad. ‘Extendió la mano y lo tocó’. Y el leproso curado iría diciendo ‘me tocó con su mano’ porque ese calor de su mano no lo olvidaría jamás, nunca jamás se enfriaría en su corazón.

Cuántas cosas sencillas podemos hacer y con ellas cuántas maravillas.

 

miércoles, 12 de enero de 2022

Ojalá sepamos encontrar ese tiempo de vivir sin agobios, para encontrarnos con nosotros mismos y para ir en actitud de servicio al encuentro con los demás

 


Ojalá sepamos encontrar ese tiempo de vivir sin agobios, para encontrarnos con nosotros mismos y para ir en actitud de servicio al encuentro con los demás

1Samuel 3, 1-10. 19-20; Sal 39; Marcos 1, 29-39

Cuando queremos tenemos tiempo para todo. Vivimos en un mundo de prisas y de carreras, donde siempre estamos ocupados y tenemos tanto que hacer. Una frase que escuchamos como una muletilla muchas veces es aquello de ‘no tengo tiempo’. Estamos cansados siempre con nuestros agobios y carreras y surge pronto la disculpa de que tenemos tantas cosas que hacer que no tenemos tiempo. Pero quizá tendríamos que preguntarnos si realmente eso es así o es que en nuestros agobios nos ahogamos en un vaso de agua y como decimos no tenemos tiempo para nada.

Suele decirse que si quieres realizar algo importante y tenerlo además en su tiempo no se lo des a aquel que parece desocupado, sino a aquel que más cosas tienen que hacer, porque sabrá organizarse y sacar tiempo para eso y para más. Hay personas que realmente están ocupadas en muchas cosas, en muchas tareas, pero siempre tendrán tiempo para algo más, para algo distinto, porque habrán sabido poner serenidad en su vida para sus muchas ocupaciones sacarlas adelante.

Serán personas con paz interior y serenidad de espíritu, que a pesar de sus muchas tareas no viven agobiados, que saben tener tiempo para sí mismos, para su propio cultivo y crecimiento personal, sabrán afrontar la vida con valentía y serenidad a pesar de los problemas que se acumulen. Necesitamos aprender. Necesitamos discernir lo que verdaderamente es importante. Necesitamos encontrar ese tiempo para nuestra vida interior que será la que nos va a dar verdadera fortaleza y verdadera paz de espíritu.

Hoy contemplamos en el evangelio esos días verdaderamente atareados de Jesús. Como sábado  había ya acudido a la sinagoga donde había estado enseñando a la gente en el momento de la oración y la escucha de la Palabra; allí fue donde curó a aquel hombre poseído por el mal, pero ahora no le faltará tiempo para el encuentro familiar en la casa de Simón, cuya suegra está enferma y El la levantará de la cama, pero aún más, al atardecer atender a todos cuantos acudían a la puerta con sus enfermos y poseídos por el mal para que El los curase. Ha sido un día completo, podríamos decir.

Sin embargo aún veremos más. En la madrugada se había ido a las afueras del pueblo para hacer su oración. Es allí al amanecer donde vendrán a buscarlo los primeros discípulos, porque la gente se agolpa de nuevo a las puertas de la casa de Simón Pedro para que Jesús les atendiera. ‘Todo el mundo te busca’, le dicen. Pero El ha de seguir su camino, habrá de ir a otros lugares, allí también habrá de hacer el anuncio del Reino de Dios que llega y curará a muchos enfermos con toda clase de dolencias. Es el camino itinerante de Jesús, pero es el camino del encuentro, del encuentro consigo mismo y con Dios, serán los momentos de oración desde donde nos está enseñando sabremos nosotros también mantener la paz del espíritu.

Es la gran lección hoy del evangelio. Jesús vive en medio de nosotros pero para ayudarnos a comprender el verdadero valor, el verdadero sentido que le demos a la vida, a lo que hacemos. Vivió con los ajetreos semejantes a los que nosotros nos vemos inmersos – hay un momento en el evangelio en que se dirá que no tenían tiempo ni para comer – pero no le faltó nunca la paz del Espíritu.

Vemos al Jesús servidor, al Jesús que a todos se acerca y a todos escucha, al Jesús siempre en camino para ir al encuentro del otro, al Jesús que siente preocupación por la gente que le rodea, pero al Jesús que sabe encontrarse a sí mismo, al Jesús que está atento para ir o escuchar a aquel que lo necesite, al Jesús que sabe detenerse igual a la orilla del camino escuchando la voz del que lo necesitaba que bajar a la piscina donde hay alguien que sufre la soledad de no encontrar a nadie que lo ayude, al Jesús que encontrará tiempo, aunque sea en la madrugada, para ir a la oración con el Padre, al Jesús cuya presencia nos da serenidad y paz a nosotros para que sepamos encontrarnos con nosotros mismos, que sepamos encontrarnos con Dios para que tenga un verdadero sentido el encuentro con los demás.

¿Sabremos nosotros de igual manera encontrar ese tiempo para no vivir agobiados sino en paz, para encontrarnos con nosotros mismos para también para llenarnos de Dios?

 

martes, 11 de enero de 2022

Dejémonos conducir e iluminar por el Evangelio y encontraremos así la verdadera liberación que Jesús nos viene a traer dando sentido y valor nuevo a nuestra vida

 


Dejémonos conducir e iluminar por el Evangelio y encontraremos así la verdadera liberación que Jesús nos viene a traer dando sentido y valor nuevo a nuestra vida

1Samuel 1, 9-20; Sal.: 1Sam 2, 1-8; Marcos 1, 21-28

Hay cosas en la vida que nos oscurecen el alma y nos dejan obnubilados y como sin sentido. Una enfermedad que nos aparece de sorpresa en la vida cuando nos parecía que más sanos estábamos nos deja descolocados, nos hace hacernos muchas preguntas, nos ciega para no saber encontrar una luz y una respuesta.

Es el dolor físico que nos produce la enfermedad, pero son otros dolores los que se nos meten en el alma cuando nos llenamos de dudas y preguntas ante lo inesperado, ante la incertidumbre del futuro que nos espera, ante la incapacidad e invalidez espiritual para afrontar esa nueva situación que se nos presenta en la vida. Mucha madurez humana se necesita para afrontar situaciones así, pero muchos valores bien madurados que nos den fortaleza interior, pero que no siempre quizá sabemos encontrar en el momento adecuado.

Hablamos de la enfermedad como experiencia propia, pero podemos hablar de tantos tipos de sufrimiento, no ya en nosotros sino que contemplamos en los demás y que de la misma manera nos deja también descolocados en la vida. Como puede ser un accidente que todo nos lo cambia, una muerte súbita e inesperada de un ser querido y apreciado, muchas cosas que nos oscurecen la mente y nos dejan como sin sentido en la vida.

Esa inestabilidad emocional que se nos produce en nuestro interior nos puede llevar a unas actitudes de rechazo de todo lo que nos rodea, hasta de la vida misma, todo se nos vuelve como un sin sentido; incluso podemos ponernos en contra de lo bueno que nos rodea, porque quizá no soportamos que otros tengan vida, mientras nosotros nos vemos tan mermados en nuestras posibilidades; hasta una mano que se acerca compasiva a nosotros podemos rechazarla porque así nos vemos tan envueltos por el mal que ya no vemos esperanza. Mucha amargura se nos puede meter en el alma.

¿Dónde está Dios? nos podemos preguntar, pregunta que surge incluso en aquellos que antes podían parecer más creyentes. Es un mundo amargo, son situaciones difíciles, son momentos oscuros en que nos cuesta encontrar algún atisbo de luz. Pero ¿todo está perdido? Como creyente que ahora me estoy haciendo esta reflexión, desde cosas que puedan suceder en mi espíritu o de lo que contemplo en los demás, nuestra respuesta es que tenemos que buscar la luz, una luz que no nos fallará muchas que nos parezcan las oscuridades. No me queda otra que mirar a Jesús, que mirar el evangelio.

En el pasaje de hoy se nos dice que la gente estaba asombrada porque enseñaba con autoridad. Pero esa autoridad de Jesús, llamémosla así, se va a manifestar con ocasión de un hombre que hay en medio de la asamblea y que está absorbido por ese espíritu del mal. Endemoniados, los llamaban entonces; podemos hablar de enfermedades mentales, o enfermedades del espíritu, o tenemos que reconocer que mal hace ese daño en nuestro espíritu. Y aquel  hombre, en la presencia de Jesús y al escuchar su palabra manifiesta su rechazo. ¿Qué quieres de nosotros, qué quieres de mí?, viene a preguntar más o menos con este sentido. ‘¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.

‘¡Cállate y sal de él!’, le dice Jesús, y aunque aquel hombre se ve como retorcido por el mal que lo poseía, se vio liberado de él, se vio curado. Es cuando la gente de nuevo, y ahora con un sentido más hondo, reconoce la autoridad de la Palabra de Jesús. ‘¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen’.

Se manifiesta así la verdadera liberación que Jesús nos viene a traer. No es solamente curarnos del mal de la enfermedad, sino es curarnos y sanarnos desde lo más hondo de nosotros mismos. No es la enfermedad la que en el fondo nos desestabiliza, sino que algo nos falta en nuestro interior, o algo malo hemos dejado meter dentro de nosotros que no nos  hace encontrar la luz, el valor, la fortaleza, esos valores que tanto necesitamos para construir sobre verdaderos pilares nuestra vida. Y eso lo vamos a encontrar en Jesús.

Dejémonos conducir e iluminar por el Evangelio. Vayamos contemplando el camino de Jesús pero vayamos escuchando allá en lo más hondo de nosotros mismos su Palabra que día a día va a venir a nosotros. Dejemos que esa buena semilla se vaya sembrando en nuestro corazón y veremos cómo comenzarán a florecer unos nuevos valores en nuestra vida, que nos darán motivos para vivir, fuerza para luchar, luz para nuestro caminar.

Sentiremos que no caminamos solos envueltos en dudas y oscuridades porque junto a nosotros está el Señor, nuestro corazón se va a ver inundado de su gracia y caminaremos por esos caminos del Evangelio, por esos caminos del nuevo Reino de Dios.

lunes, 10 de enero de 2022

Puede parecer un riesgo de locura, pero hay quien es capaz de desprenderse de todo lo que son sus apoyos humanos por seguir el camino de Jesús que no promete honores ni grandezas

 


Puede parecer un riesgo de locura, pero hay quien es capaz de desprenderse de todo lo que son sus apoyos humanos por seguir el camino de Jesús que no promete honores ni grandezas

1Samuel 1, 1-8; Sal 115;  Marcos 1, 14-20

Que nos diga alguien que nos invita a hacer un camino, pero que aunque nos dicen que la meta merece la pena, sin embargo de entrada no vemos claro cual va a ser ese recorrido ni las exigencias que entraña, es un riesgo que no siempre estamos dispuestos a correr; que nos digan que hay que hacer una tarea, que va a ser transformadora de muchas cosas, pero donde no tenemos muy claro a qué nos va a obligar, sería cosa de pensárnoslo; que en medio de las tormentas de la vida nos aseguren que hay esperanza para ese mundo, que aun vemos muy oscuro, porque apreciamos que aun permanecen muchos sufrimientos, que no  nos promete honores ni grandezas sino algo que de tan espiritual nos puede parecer ilusorio, cuesta un tanto que se despierten esas esperanzas en nuestra vida de manera que estuviéramos dispuestos a dejar incluso lo que ahora tenemos por esa promesa que aún nos puede parecer muy incierta.

¿No sería algo así lo que estaba sucediendo con aquellos anuncios del Reino nuevo de Dios que estaba proclamando aquel nuevo profeta que había surgido y que venía precisamente de Nazaret? No todos podían tenerlo tan claro, aunque comenzaban a despertarse nuevas esperanzas en muchos. Había una exigencia que se estaba planteando y que pasaba por cambiar radicalmente todo, la manera de pensar, la manera de hacer las cosas, y que pedía incluso a algunos que dejaran sus trabajos por algo nuevo que se les ofrecía y que aún no tenían muy claro.

Jesús había comenzado a recorrer los pueblos y aldeas de Galilea, en cualquier rincón donde hubiera gente allí se detenía para anunciarles el Reino de Dios, aprovechaba cualquier ocasión, la gente reunida en la playa del lago porque venían al encuentro de los pescadores en busca de sus alimentos para la vida diaria, las reuniones de los sábados en la sinagoga, eran momentos en que Jesús hacía su anuncio del Reino nuevo de Dios, donde todo parece que va a cambiar.

No promete honores ni grandezas humanas, sino que más bien hay que despojarse de esas ambiciones, a los pescadores les pide que lo sigan porque ya no necesitarán salir a pescar en aquel lago, porque serán otros los mares de la vida que les ofrece porque van a ser pescadores de hombres. Y las gentes comienzan a escucharle y entusiasmarse de manera que de boca en boca pasa la noticia y ya vendrán de muchos sitios para escucharle y para traerle lo que parecía que más les dolía en principio que eran sus enfermos. El los curaban, liberaba a los endemoniados de su mal, a los ciegos los hacía ver, los paralíticos podían caminar… Algo nuevo estaba surgiendo, una esperanza en verdad se iba despertando en sus corazones.

Hoy le pide a los pescadores que están en la orilla del lago que dejen sus redes y sus barcas y le sigan porque van a ser pescadores de hombres. Y aquellos pescadores lo dejan todo, sus redes, sus barcas, sus familiares incluso y otros pescadores que les sirven de ayuda. Se ponen a caminar tras Jesús. ¿Tendrían claro lo que Jesús les pedía? Ellos presienten en las palabras de aquel profeta que algo nuevo va a suceder, y ansiosos como estaban de un mundo nuevo con nuevas libertades se marchan tras Jesús. Una disponibilidad total, una generosidad grande en el corazón, un desprendimiento que parece incomprensible, pero se van tras Jesús.

Están vislumbrando lo que significa ese cambio y esa conversión que Jesús les pide para creer en la Buena Noticia que les anuncia, y aunque aún habrá momentos en que les costará y parece que vuelven a sus antiguas apetencias y ambiciones, ahora se van con Jesús.

¿Estaríamos dispuestos nosotros a hacer lo mismo? ¿Llegaremos a entender de verdad lo que significa la conversión que Jesús nos pide? ¿Dejaríamos atrás nuestras barcas y nuestras redes, esas cosas que parecen ser los apoyos de nuestra vida? ¿Seríamos capaces de ponernos en camino arriesgándolo todo por nuestra fe en Jesús?

domingo, 9 de enero de 2022

Desde el silencio un grito resuena en el cielo señalando a Jesús en el Jordán como el Hijo amado de Dios y haciéndonos a nosotros participes de esa misma vida divina

 


Desde el silencio un grito resuena en el cielo señalando a Jesús en el Jordán como el Hijo amado de Dios y haciéndonos a nosotros participes de esa misma vida divina

Isaías 42, 1-4. 6-7; Sal 28; Hechos 10, 34-38; Lucas 3, 15-16. 21-22

El bautismo de Jesús que hoy celebramos es un grito después del silencio. Han pasado los años de silencio de Nazaret. Aquel niño en torno a cuyo nacimiento se manifiestan los cánticos de los coros celestiales, tras unos breves episodios en que los evangelistas nos hablan de algunos hechos de su infancia, su presentación en el templo, su huida a Egipto, su presencia en el templo en medio de los doctores a los doce años, marcha a Nazaret donde en silencio se desarrolla su vida, sujeto a sus padres como la de cualquier niño o cualquier joven que como resume el evangelista crece en estatura y en gracia ante Dios y los hombres. Pero por demás, silencio.

Ahora acude a la orilla del Jordán, como tantos acuden de todas partes para escuchar al profeta que bautiza preparando los caminos del Señor y en un bautismo general se pone en la fila de los pecadores que quieren mostrar su penitencia y conversión. Uno de los evangelistas nos pondrá un breve diálogo entre Jesús y Juan el Bautista que quiere negarse a bautizarlo porque reconociéndolo siente que es él, Juan, quien ha de ser bautizado por Jesús; ya lo hará con su sangre. Haz ahora lo que tienes que hacer, son las indicaciones de Jesús, y después de ser bautizado, estando Jesús en oracion será el momento del grito del cielo. ‘Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco’, se oye la voz del cielo mientras se manifiesta la gloria del Señor, sobre El se posará el Espíritu Santo en la apariencia de una figura de paloma.

Es el grito del cielo después del silencio de Nazaret que nos manifiesta quien es Jesús; es el grito del cielo que nos lo señala como el Hijo amado de Dios. Es el grito del cielo que nos despierta a la fe y a la esperanza para ponernos en camino de vida nueva. Es el grito del cielo que se convierte en Buena Noticia, en Evangelio que ha de ser anunciado y que finalmente tendrá que resonar hasta los confines de la tierra. Es el grito del cielo con que comienza a realizarse sobre la tierra el nuevo Reino de Dios, que como en un eco resonará en las palabras de Jesús cuando más tarde comience a predicar anunciándonos la llegada del Reino de Dios pero pidiéndonos conversión para creer en esa Buena Noticia. Comenzará el tiempo nuevo en que la Palabra que había plantado su tienda entre nosotros comenzará a resonar con fuerza y es la que tenemos que escuchar en nuestros corazones.

El Bautista lo había anunciado. ‘Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego’. Por eso lo señalará más tarde. ‘El que me envió a bautizar me había dicho que aquel sobre quien veas bajar el Espíritu del cielo es el que bautizará con el Espíritu Santo’. Así lo señalará a sus discípulos como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Un significado hermoso tiene esta fiesta del Bautismo del Señor con la que concluimos todas las celebraciones de la Navidad y de la Epifanía del Señor. Es la culminación de la Epifanía, pues si la estrella había llevado sus resplandores ya por los cielos para que los gentiles recibieran el primer anuncio, ahora será allí en medio del pueblo que esperaba el Mesías donde resuena ese grito, donde resuena esa Buena Noticia de que Jesús es el Hijo de Dios y nuestra salvación, porque es el Cordero de Dios que viene a quitar el pecado del mundo.

Escuchamos hoy nosotros el grito de esa voz que resonó allí en las orillas del Jordán. La luz ha comenzado a brillar muy fuerte para traernos vida, aunque no todos la acepten, pero sabemos que quienes la acepten y la reciban, quienes quieran escuchar ese grito y esa voz, quienes van a creer en esa Buena Noticia, ‘porque a cuantos le recibieron les dio poder ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios’. Hoy escuchamos también nosotros esa voz desde el cielo que nos dice ‘tú eres mi hijo amado’ y sentimos cómo Dios se complace en nosotros regalándonos su amor.

No es un bautismo de agua el que nosotros recibimos, no es simplemente un bautismo purificador de nuestros pecados, es el bautismo que por el agua y el Espíritu nos hace nacer de nuevo, como diría un día a Nicodemo, nos llena de nueva vida, porque a nosotros también nos hace participes de esa vida de Dios, nos hace hijos de Dios.

Es el grito que tiene que seguir resonando en nuestro corazón, somos amados de Dios. ¿No tendría hoy que ser un día en que recordemos nuestro bautismo y demos gracias a Dios por ese don de su vida divina que hemos recibido?