miércoles, 25 de agosto de 2021

El evangelio ha de ser un interrogante al que no le tengamos miedo porque reconociendo los claroscuros que pudiera haber en nosotros nos haremos más creíbles para los demás

 


El evangelio ha de ser un interrogante al que no le tengamos miedo porque reconociendo los claroscuros que pudiera haber en nosotros nos haremos más creíbles para los demás

1Tesalonicenses 2, 9-13; Sal 138; Mateo 23, 27-32

Todos queremos conservar intacta nuestra imagen; bueno, la imagen que nos hemos creado de nosotros mismos, donde siempre queremos presentar el lado bonito, pero que no se vean los claroscuros que pudiera haber. Como anécdota recuerdo siempre a un hombre, que no era muy agraciado en su cara hay que reconocerlo, pero que él decía de sí mismo que era bonito y cuando se hacía una fotografía se ponía de perfil de tal forma que no se vieran las partes de su rostro que no eran tan agraciadas.

Pues un poco así somos aunque no lo queramos decir en voz alta. Quizás lo que más nos duele de algún error que hayamos cometido en la vida, no es el error en sí, sino lo que los otros podrán pensar de él cuando se enteren, la desilusión que se van a llevar porque siempre nos tuvieron por buenos y nosotros nos aprovechamos de ello presentando solo ese lado bueno y de evitar esos otros lados oscuros de la propia vida. Es lo que llamamos el prestigio que tenemos que salvar, el buen nombre que podríamos tener y por eso quizás damos una apariencia que no refleja lo que en verdad somos.

Así vamos por la vida llenos de vanidades, con muchas apariencias que no reflejan la auténtica realidad. Nos manifestamos grandilocuentes cuando no sabemos decir dos palabras seguidas, por decirlo de alguna manera; nos queremos presentar fuertes y poderosos, cuando sentimos tanta debilidad en nuestro interior y tantos miedos que en el fondo vamos acobardados; ocultamos la timidez que llevamos dentro dando apariencias de seguridades que no tenemos pero con nuestra prepotencia y con nuestra autosuficiencia tratamos de disimularlo; queremos presentarnos como personas muy religiosas y haciendo muchas recomendaciones a los demás de cómo tiene que ser su religiosidad, cuando nosotros estamos vacíos por dentro y sin ninguna espiritualidad que merezca la pena.

Y de esto nos encontramos en todas las facetas de la vida y de la sociedad; y es triste reconocerlo, pero muchas veces nos encontramos así entre gentes de iglesia y hasta en quienes tienen que ser dirigentes o formadores de la comunidad cristiana. Cuanto vacío nos encontramos tantas veces, cuanta palabrería, cuanta fanfarria, cuantas suntuosidades, pero donde falta algo profundo. Y no nos queremos dar cuenta o tratamos de buscar disimulos o disculpas.

Hoy Jesús llama sepulcros blanqueados a aquellos fariseos y maestros de la ley que se quedaban en las apariencias y en la hipocresía y nada tenían en su interior. Cuando leemos este evangelio nos damos gusto cargando contra aquellos y hasta nos frotamos las manos, pero no somos valientes para hacer una lectura donde nosotros nos veamos reflejados en aquellos personajes y aquellas actitudes que Jesús denuncia en el evangelio. Tenemos que aprender a mirarnos a nosotros mismos que nos vemos bien reflejados en esas páginas del evangelio y en esas palabras de Jesús.

Tenemos que examinar la autenticidad de nuestras vidas y la sinceridad de nuestro vivir. No nos cueste reconocer nuestras debilidades, nuestras inseguridades, nuestra superficialidad, porque puede ser el punto de arranque para que siendo conscientes de nuestra condición nos pongamos en serio a cambiar, a buscar la manera de encontrar esa espiritualidad profunda que dé sentido a nuestras vidas.

El evangelio tiene que ser un interrogante para nosotros al que no hemos de tenerle miedo. Con la sinceridad reconociendo los claroscuros que pudiera haber en nuestra vida nos haremos más creíbles para los demás, seremos más auténticos.

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