sábado, 20 de junio de 2020

María guardaba todo en su corazón y allí llegaba a comprender el plan de Dios, aprendamos de María a meternos en nuestro interior para escuchar la voz del Señor



María guardaba todo en su corazón y allí llegaba a comprender el plan de Dios, aprendamos de María a meternos en nuestro interior para escuchar la voz del Señor

2Crónicas 24, 17-25; Sal 88; Lucas 2, 41-51
¡Cuántas cosas caben en el corazón de una madre! Es un corazón que se ensancha y se multiplica en el amor. Por muchos que sean sus hijos ninguna va a ver mermada la intensidad del amor de su madre. Cada uno tendrá su amor especial y concreto, aunque algunas veces pareciera que alguno sea el preferido la realidad es bien distinta, porque sobre cada uno se vuelva el corazón de madre amándolo con un amor concreto y distinto, como distintos son cada uno de sus hijos pero para todos tiene la misma intensidad del amor.
Decíamos que es un corazón que se ensancha y parece que se multiplica porque el corazón de una madre es eso como llamamos como un cajón de sastre donde todo lo metemos, donde la madre va metiendo cada una de las cosas y circunstancias de la vida de los hijos. En su corazón podemos encontrar lo que ya casi ni recuerdan sus hijos de su propia vida porque en su corazón se van grabando cada una de esas cosas que nunca se borrarán. Por eso para cada uno tendrá su estilo de amor, porque cada uno necesitará algo especial que siempre en el corazón de la madre encontrará.
Cuantas alegrías y cuantas lágrimas, cuantas historias de felicidad y cuantos momentos de amargura y dolor como solo una madre los sabe sufrir vamos a encontrar en su corazón. La madre podrá parecernos distraída en cualquier momento, pero siempre está atenta, incluso cuando ella ya no pueda quizá valerse por si misma, para recordar a su hijo, para decirle una palabra, para escucharle en silencio, para guardar secretos que nadie nunca conocerá, para tener grabado en su corazón incluso aquello que el hijo nunca se atrevió a contarle, pero que la madre sabía, la madre conocía porque sus ojos llenos de amor saben descubrir también cuanto hay en el corazón de aquellos a los que ella ama.
Hoy he querido hacer como este canto al amor de una madre – todos recordamos y llevamos siempre el corazón a la madre que nos crió aunque ya no esté con nosotros – en este día en que también tenemos que fijarnos en un corazón, como es el corazón de María, la madre de Jesús que es también nuestra madre. Si ayer la liturgia nos ofrecía contemplar y celebrar el Corazón de Jesús para que consideráramos cuanto es su amor por nosotros – enamorado de nosotros, decíamos ayer – hoy se nos invita a mirar a María y su corazón de Madre. Lo que hemos dicho vale, sí, para nuestras madres, pero también lo tenemos en cuenta para admirar y alabar el corazón de madre de María, la madre de Jesús.
Precisamente el evangelio nos recuerda hoy, algo que aparece varias veces en el evangelio de Lucas en los momentos de la infancia de Jesús, que ‘María guardaba todas estas cosas en su corazón’. Como lo hacen todas las madres que llevan siempre en su corazón todo lo que hacen sus hijos amados.
El texto del evangelio es uno de esos pasajes desconcertantes, como lo pudo ser para María y José cuanto estaba en aquella ocasión sucediendo. Habían subido a Jerusalén por la Pascua cuando ya Jesús tenía doce años. Era la edad en que los niños ya comenzaban a participar en la vida de la comunidad con los adultos – casi como una mayoría de edad – y al regreso de Jerusalén después de un día de marcha en la caravana que se dirigía a Galilea, al final de la tarde Jesús no está entre ellos. Aquel que había crecido en edad, sabiduría y gracia junto a Maria y José en aquel hogar de Nazaret  ahora parece que hace una chiquillada. Han de volver de nuevo a Jerusalén en su búsqueda con todos los trastornos que aquello suponía.
Una vuelta a Jerusalén puede significar muchas cosas. No es solo la búsqueda del niño que se ha perdido, sino quizá será otra búsqueda interior que han de realizar María y José, como tantas veces nosotros tendremos que hacer ante cosas que nos desconciertan y no entendemos, ante interrogantes que se nos plantean, ante dudas que surgen en nuestro interior. ¿Habremos de volver atrás para encontrar respuesta? ¿Habremos de meternos más en nuestro interior para escuchar la voz que nos habla allá dentro de nosotros mismos? ¿Habremos de comenzar a estudiar las cosas de nuevo, a leer de nuevo las Escrituras, a interrogar a aquellos que nos pueden dar respuestas, a observar todo lo que sucede en nuestro derredor hasta que encontremos la respuesta que siempre Dios nos dará?
Cuando encuentran a Jesús en medio de los doctores el diálogo es desconcertante. Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?’ Algo nuevo comenzaba y María y José tendrían que comenzar a descifrar. Pero allí estaba la actitud de la madre, en silencio, como tantas veces las madres cuando no terminan de comprender lo que les sucede a los hijos. Quien estaba allí no era un hijo cualquiera. Ya está hablado del Padre del cielo del que ha venido para hacer su voluntad. Y, María, ‘su madre conservaba todo esto en su corazón’.
Miremos nosotros el corazón de María cuando hoy la celebramos. Aprendamos a guardar también en el corazón, porque solo allí en el corazón podremos descifrar y aceptar el misterio, lo que Dios quiere de nosotros. Que María nos enseñe.

viernes, 19 de junio de 2020

Mantengámonos en su amor, dejémonos enamorar de Dios pero enamorémonos nosotros también de ese amor



Mantengámonos en su amor, dejémonos enamorar de Dios pero enamorémonos nosotros también de ese amor

Deuteronomio 7, 6-11; Sal 102; 1Juan 4, 7-16;  Mateo 11, 25-30
Hoy vamos a hablar de amor y de enamorados. No es nada extraño, es algo normal en la vida de las personas; buscamos el amor de nuestra vida, aparece el amor, nos sentimos enamorados, son cosas, podríamos decir, de todos los días. Como solemos decir, son cosas del corazón. ¿Por qué nos enamoramos de esta persona y no de otra? ¿Qué vemos o qué nos llama la atención? Los misterios del amor porque algunas veces no sabemos responder, sino ahí está, apareció el amor, nos sentimos enamorados y buscamos el conquistar a esa persona de la que estamos enamorados para nosotros. ¿Encontraremos respuesta? Son los dramas del corazón que vienen en consecuencia. Como decíamos, algo nos llama la atención, algo vemos en esa persona, ¿la belleza física? ¿Un atractivo de la persona? ¿Su belleza interior? Cada uno lo explica según sea su expresión, sus sentimientos, las emociones del alma que vive.
Pero bueno no vamos a hacer un tratado del tema. Es como una introducción, una imagen. Porque hoy el evangelio, la fiesta que estamos celebrando sí que nos habla del amor, sí que nos habla de un enamoramiento, pero ¿sabéis de quién? Fijémonos en esas hermosas palabras que escuchamos en el libro del Deuteronomio. Le habla Moisés al pueblo de cómo han sido elegidos por el Señor para ser su pueblo. Y es entonces cuando les dice: ‘Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, pues sois el pueblo más pequeño, sino que, por puro amor a vosotros…’ Es el Señor el que los eligió, el que se enamoró de ellos, y no porque fueran un pueblo grande, no porque siempre hubieran sido un pueblo fiel. ‘Reconoce, pues, que el Señor, tu Dios, es Dios; él es el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y observan sus preceptos, por mil generaciones’. Una elección y una oferta a la que ha de corresponder una respuesta.
Es la maravilla del amor del Señor. Como nos dirá san Juan en su carta, ‘Dios es amor’. Ahí está todo el misterio. Y como nos explicará muy bien En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados’. Fue primero el amor que Dios nos tiene. Siguiendo con la imagen con que hemos comenzado El se enamoró de nosotros, no porque nosotros los mereciéramos sino por puro amor. Es la oferta del amor de Dios que está esperando nuestra respuesta.
Hoy estamos celebrando la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Es hablarnos, es celebrar el amor infinito que Dios nos tiene. Podíamos recorrer muchas páginas del evangelio. Bueno, tenemos que comenzar por decir que esa Buena Nueva, evangelio, que hemos de creer, el anuncio que nos hace  - una buena nueva es una buena noticia – es que Dios nos ama, porque Dios es nuestro Padre. Y en Jesús se manifiesta ese rostro misericordioso de Dios, ese amor que el Señor nos tiene. Fue la entrega fiel de Jesús hasta la muerte, pero son los múltiples gestos que contemplamos en Jesús a lo largo de todo el evangelio. Cuantas cosas, cuantos detalles de la vida de Jesús tendríamos que subrayar. Con los niños, con los pobres, con los desheredados de la sociedad, con los que son marginados y con los que nadie quiere, con los pecadores cualesquiera que fuera su pecado, con los que se sienten solos y abandonados…
‘Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, escuchamos que hoy nos dice, porque en mi encontrareis vuestro descanso, aprended de mi que soy manso y humilde de corazón’, nos está repitiendo. Son las palabras que hoy le escuchamos, pero como decíamos son esos múltiples gestos que le vemos realizar en todo momento con todos.  El nos busca, nos llama, nos eligió y abre su corazón para que vayamos a El.
Vayamos a El y seamos como El; vayamos a El y correspondamos a su amor con nuestro amor; vayamos a El porque sabemos que es nuestro descanso y nuestro consuelo y solo en El encontraremos la paz; vayamos a El y aprendamos de su amor; vayamos a El y nos hagamos nosotros también mansos y humildes de corazón; vayamos a El y como El tengamos siempre nuestro corazón abierto a los demás; vayamos a El y aprendamos a contar con los demás como El lo hace a pesar de los desaires que podamos recibir. Mantengámonos en su amor, dejémonos enamorar de Dios pero enamorémonos nosotros también de ese amor. El mantiene su favor con los que le aman más que por mil generaciones.

jueves, 18 de junio de 2020

Como hijos llenos de amor nos acercamos con la confianza del amor a quien sabemos que nos ama porque es nuestro Padre


Como hijos llenos de amor nos acercamos con la confianza del amor a quien sabemos que nos ama porque es nuestro Padre

Eclesiástico 48, 1-15; Sal 96; Mateo 6, 7-15
No con la misma actitud nos acercamos nosotros a las personas; depende de la percepción que tengamos de esa persona para acercarnos con naturalidad, con confianza o quizá con cierto temor. Si pensamos en una persona a la que llamamos justiciera y dura en sus sentimientos no nos acercaremos con la misma confianza que con aquella que vemos cercana, comprensiva y capaz de escucharnos. No es lo mismo una persona que no conocemos y que no sabemos cómo va a reaccionar o alguien que llega a nosotros con la buena fama de su comprensión y la buena sintonía para expresarnos con confianza.
Una persona que se nos presenta llena de autoridad – en cierto modo autoritarismo – nos da la posibilidad de acercarnos para hacerle nuestras peticiones aunque no sabemos bien como puede reaccionar. Y así podríamos pensar en muchísimas circunstancias, porque las personas realmente somos muy distintas unas de otras y eso va a condicionar nuestra forma de acercarnos a esa persona por muy clara que tengamos nuestra personalidad y nuestra voluntad de entrar en relacion con el otro.
Puede parecernos una introducción un tanto prolífica para nuestra reflexión en torno al evangelio pero es lo que me da que pensar la forma como Jesús nos enseña a relacionarnos con Dios. Para hablarnos de la oración de entrada nos dice que no son necesarias muchas palabras pues Dios nos conoce y sabe bien lo que necesitamos y nos da un modelo de oración. Como siempre decimos no es una oración solamente para aprendernos como un formulario que tengamos que repetir sino un sentido de relación con Dios. Y es que el modo que Jesús nos enseña a relacionarnos con Dios es el de los hijos.
No es lo mismo acercarnos a Dios para nuestra oración sintiendo y gozándonos en que es nuestro Padre, que acercarnos a un Ser que por su grandeza podemos sentir en la distancia y al que vemos como un Dios justiciero al que hemos de temer porque está con la vara de medir en su mano para ver en que hemos faltado o en que nos hemos sobrepasado. Y pensemos si acaso muchas veces no nos acercamos a Dios llenos de temores porque más pronto estamos pensando en el castigo que en la misericordia.
Fijémonos que ese modelo de oración que Jesús nos propone no es otra cosa que un regocijarnos en el amor de Dios que es nuestro Padre. Para empezar comenzamos llamándolo Padre – ese Abba hebreo o arameo que es mucho más tierno incluso que un papaíto que nosotros podamos decir en nuestro idioma – y porque le llamamos Padre nos gozamos en su presencia, queremos disfrutar de su presencia, queremos responderle con nuestro amor al amor que El nos tiene.
¿No es quererle decir como piropos de amor ese deseo de santificar el nombre de Dios? ¿No es una expresión de nuestro cariño el decirle que siempre queremos estar con El porque le amamos y que en todo queremos agradarle porque queremos siempre hacer su voluntad? ¿No es con la confianza de los hijos con la que nos presentamos pobres ante El porque sabemos que nos protege siempre siendo para nosotros un padre providente que así como cuida los pájaros del cielo o las flores de los campos así se llena de ternura con nosotros que somos sus hijos queriéndonos dar siempre lo mejor? Y así podríamos seguir comentando toda esa maravilla de expresión de amor que es la oración que Jesús nos enseñó. Nos sentimos confiados porque sabemos de su misericordia, nos sentimos confiados porque contamos con la fuerza de su Espíritu que nos aleja del mal.
No puede ser otra cosa que la oración de los hijos. Como hijos llenos de amor nos acercamos con la confianza del amor a quien sabemos que nos ama porque es nuestro Padre.

miércoles, 17 de junio de 2020

Quitemos esos rostros de angustia, reflejemos en todo momento la paz de nuestro espíritu, expresemos sin recato la alegría de sentirnos amados del Señor


Quitemos esos rostros de angustia, reflejemos en todo momento la paz de nuestro espíritu, expresemos sin recato la alegría de sentirnos amados del Señor

2Reyes 2, 1. 6-14; Sal 30; Mateo 6, 1-6. 16-18
Quieras que a todos nos halaga un reconocimiento. Todavía hay quien se acerca a una institución o a algún organismo que pueda tener cierta relevancia y quiere dejar ‘un regalo’, un donativo y aunque te dice que no quiere que se sepa, al mismo tiempo nos está rogando que pongamos allí su nombre. Es el cartelito o la plaquita con que se acompaña cualquier obra que se haya realizado, pero que quede allí el nombre de la institución que lo patrocinó o en tiempos de quien se realizó tal obra o tal actuación. Estratégicamente nuestras avenidas o nuestras plazas están llenas de bustos o de placas con la leyenda de quien realizó tal obra, quien la promocionó o la patrocinó para que su nombre quede ‘en la memoria de los pueblos’. Y ya sabemos bien qué pronto los pueblos y generaciones tienen poca memoria y a pesar de todo pronto cae en el olvido de manera que ya ni sabemos quien fue aquel personaje del busto o de quien se hace referencia.
Son nuestros orgullos humanos que tan fácilmente nos aparecen aunque tratemos muchas veces de disimular. Sin embargo hasta en la sabiduría popular de nuestros refranes hay sentencias como aquello de ‘haz el bien pero no mires a quien’, por ejemplo. Es la sencillez y humildad con que hemos de saber ir por la vida no buscando reconocimientos que siempre son efímeros como humo que se lleva el viento sino que calladamente hemos de saber hacer el bien en toda ocasión que tengamos oportunidad o también en todas aquellas ocasiones en que la inventiva del amor nos hará ir siempre con los ojos bien abiertos y dispuestos a derrochar nuestra generosidad.
Es lo que nos está pidiendo hoy Jesús en el evangelio. Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tenéis recompensa de vuestro Padre celestial’, nos dice Jesús. Y nos habla de la limosna, de la oración y del ayuno.
Denuncia Jesús la vanidad y la vanagloria de la que se rodeaban los fariseos y los principales en el pueblo de Israel. Como dirá Jesús van tocando la trompeta para llamar la atención cuando van a dar una limosna, ponen cara de circunstancias cuando hacen un sacrificio como el ayuno, o rezan con altivez delante de todo el mundo presentándose como los mejores y los más piadosos.
Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, nos dirá Jesús. Busca el silencio y la interioridad de tu corazón para poder vivir ese encuentro vivo con Dios y poder escucharle. Que sea la alegría, la serenidad y la paz las que se reflejen en tu rostro cuando tengas que sufrir en tu interior ya fuera por los sacrificios y renuncias que tengas que hacer en la vida, o ya sea cuando el dolor y el sufrimiento te hagan llorar en tu interior.
Solo así podrás llenarte de Dios, podrás escucharle en tu corazón; solo así estarás demostrando la confianza plena que tienes en tu Dios porque bien sabes que El no te abandona nunca. Solo así podrás gozarte en el amor de Dios, pero gozarte con paz interior en ese amor que también quieres expresar y reflejar en los demás.
No terminamos los cristianos de aprender este mensaje de Jesús. Nos hemos creado una religión de muchas tristezas y de muchas lágrimas, parece en muchas ocasiones que vivir como cristianos es como vivir en un tormento que nos oprime y nos comprime, porque parece que con amargura estamos arrancando de nuestra alma lo más hermoso que nos da el Señor. Quitemos esos rostros de angustias, reflejemos en todo momento la paz de nuestro espíritu, expresemos sin recato la alegría de sentirnos amados del Señor.

martes, 16 de junio de 2020

Nos abre Jesús unos nuevos horizontes para que seamos capaces de hacer un mundo nuevo en el que seamos capaces de amarnos todos




Nos abre Jesús unos nuevos horizontes para que seamos capaces de hacer un mundo nuevo en el que seamos capaces de amarnos todos

1Reyes 21, 17-29; Sal 50; Mateo 5, 43-48
Podríamos decir que entra dentro de lo normal el que nos relacionemos con aquellas personas que están mas cercanas a nosotros; la cercanía puede significar por supuesto esa cercanía física o geográfica porque viven en nuestro entorno, pertenecen a ese grupo de personas con las que nos relacionamos habitualmente por vecindad, por parentesco familiar, por razones de trabajo o por asistir a aquellos actos sociales que nos son comunes.
La cercanía puede significar también otra sintonía en nuestra manera de pensar o de ver las cosas, la colaboración que nos prestamos para realizar proyectos comunes que nos afectan a esa comunidad humana a la que pertenecemos, o porque nuestra visión de la vida y de la sociedad tiene también una sintonía de ideas donde vemos que podemos dialogar y colaborar.
Es la cercanía que podamos tener cuando de alguna manera nos sentimos en deuda porque es una persona que me ha ayudado y de alguna manera nos sentimos agradecidos y como se suele decir hoy por mi y mañana por ti. No me ha hecho daño, yo también voy a intentar no molestar, pensamos. Lo habitual entre vecinos, por ejemplo, o en las relaciones familiares pero que en cierto modo va creando unos lazos que nos acercan a las personas.
Por supuesto, es muy humano que en casos así esa cercanía vaya creando lazos de amistad, nos hace sentirnos a gusto con esas personas y las preferimos en nuestro trato y relaciones mutuas. Y claro que tenemos que fomentar esa cercanía, esa amistad, ese encuentro porque facilitan la convivencia y al menos en esos ambientes parece que nos sentimos bien y hasta podemos ser más felices.
Pero todo eso lo puede hacer cualquiera con un mínimo de humanidad y respeto, con un mínimo de valoración de lo que es la otra persona y de gratitud por cuanto recibimos unos de otros. Son relaciones humanas que tenemos que cultivar y valorar que vivimos en un mismo mundo y entre todos tendríamos que ayudarnos a ser mejores nosotros y a hacer ese mundo nuestro mejor también. Pero aquí viene la pregunta y la cuestión, ¿un cristiano se tiene que contentar con esto? Somos buenos, decimos, no hacemos daño a quien no nos haya hecho daño, ayudamos a quienes nos ayudan, somos amigos de nuestros amigos en socorrida frase que tantas veces hemos escuchado. Pero quien sigue a Jesús ¿se puede quedar ahí?
Pero para hacer eso que todos hacen ¿hace falta tanto evangelio? ¿No hay algo nuevo y distinto en lo que tendríamos que distinguirnos nosotros los que seguimos a Jesús? ¿Para que nos estaba pidiendo Jesús desde el principio que había que cambiar de mentalidad y creer en la Buena Noticia del Reino de Dios? ¿Para seguir en lo mismo?
Es lo que nos viene a decir hoy Jesús en el evangelio. ¿Se te ha dicho que tienes que amar al amigo pero al que no es amigo puedes aborrecerlo? Entre vosotros no puede ser así, nos viene a decir. Y nos dice que a todos tenemos que amar, incluso al que nos haya hecho mal. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’.
La razón y el motivo lo tenemos claro, somos hijos del Padre del cielo, ‘que hace salir su sol sobre malos y buenos, manda la lluvia a justos e injustos’. Para Dios no hay distinciones. Dios nos ama a todos. Como nos dirá más tarde san Juan en sus cartas ‘el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos amó primero’. Y nos amó seamos justos o injustos, seamos buenos o seamos pecadores. Porque esa es la maravilla del amor de Dios. Cristo no murió por nosotros porque éramos buenos, sino que siendo nosotros pecadores nos amó y se entregó por nosotros.
Es un horizonte nuevo el que nos está abriendo Jesús delante de nosotros, es un nuevo mundo el que tenemos que constituir, donde todos nos amemos, donde todos seamos capaces de aceptarnos a pesar de que seamos distintos, donde todos seamos comprensivos los unos con los otros porque reconocemos que todos somos pecadores y todos mas de una vez en la vida cometemos errores y también podemos ofender o dañar al otro; como nos gustaría que nos comprendieran y perdonaran así nosotros tenemos que comprender y perdonar. No es solo al cercano, al que me haya hecho el bien, al que esté de acuerdo conmigo, porque todo hombre es mi hermano, porque todos somos hijos del mismo Padre del cielo.
Es el Reino nuevo que nos anuncia Jesús. Algo nuevo tiene que cocerse en nuestro interior para ser un hombre nuevo; unas actitudes nuevas tienen que haber en nosotros para que podamos hacer un mundo nuevo.

lunes, 15 de junio de 2020

Miremos el termómetro de la medida del amor para ver hasta donde llega o tiene que llegar la intensidad de su temperatura


Miremos el termómetro de la medida del amor para ver hasta donde llega o tiene que llegar la intensidad de su temperatura

1Reyes 21, 1-16; Sal 5; Mateo 5, 38-42
‘La medida del amor es el amor sin medida’, decía san Agustín. Estamos de acuerdo. ¿O no? así a bote pronto nos parece muy hermoso, una frase lapidaria que se puede convertir en un hermoso lema de vida. Pero seguramente cuando tratamos de llevarlo a la vida, de hacer que en verdad sea la manera de ser y de actuar comenzaremos a hacer rebajas.
Que si uno no es correspondido… que si la gente no se lo merece que los amemos así… que a unas personas que son buenas y te manifiestan su cariño es fácil hacerlo, pero que a otros nos cuesta más… que si aquella persona un día hizo no sé qué cosa que no me gustó… que no vamos a ser nosotros los 'bobos' que siempre estemos dándonos y sin recibir nada a cambio… que tenemos que comenzar por amarnos a nosotros mismos porque todo no va a ser darse por los demás… cuantas pegas aparecen, cuantas excepciones queremos hacer. Total que al final no será un amor sin medida, sino que estaremos poniéndole unos corsés al amor. En el fondo, cuidado que no se salga de unos límites.
Todo esto viene a cuento de lo que nos dice hoy Jesús en el evangelio. Nos habla de cómo siempre tenemos que perdonar y que nunca ni nos busquemos la justicia por nuestra mano, ni respondamos de forma vengativa a lo que los demás puedan hacernos. Nos habla de la delicadeza de nuestro trato con los demás de manera que nunca nuestras palabras ni nuestros gestos puedan herir o molestar a los demás. Nos habla de la generosidad con que hemos de dar, sin esperar nada a cambio, aunque los demás no respondan a nuestros gestos de amor, o en ocasiones pudieran respondernos negativamente. Nos habla de cómo hemos de saber estar al lado del otro en todo momento sin poner límites ni cortapisas a la acogida generosa de nuestro corazón.
Eso nos cuesta. De alguna manera la frase de san Agustín con que hemos comenzado esta reflexión es respuesta a esa pregunta que siempre nos hacemos ¿hasta dónde tenemos que amar? Como preguntaría Pedro un día a Jesús ¿hasta cuánto tengo que perdonar? ¿Habrá un límite? ¿No será ya suficiente que le perdone hasta siete veces? Y ya sabemos la respuesta de Jesús ‘no siete, sino setenta veces siete’.
Por algo Jesús nos deja como principal mandamiento el amor. Partiendo siempre del amor que Dios nos tiene y que hemos de saber saborear en nuestra vida – quizá ese sea el gran fallo nuestro, no haber sabido saborear el amor de Dios – le amamos con la totalidad de nuestro ser. ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley y los Profetas’. El amor a Dios sobre todas las cosas, como resumimos muy bien en los mandamientos aprendidos desde nuestra niñez, pero unido inseparablemente a ese amor a Dios tiene que estar el amor al prójimo. No hay mandamiento mayor ni más principal.
Pero hemos de tener cuidado, porque lo damos por sabido y por cumplido. Hemos de detenernos a examinar nuestro amor, a fijarnos en los detalles con que expresamos nuestro amor. No son solo palabras, tiene que ser vida, una vida que se traduce en esos gestos de cercanía de cada día, esos gestos que se traducen en el buen trato, en la generosidad que tenemos con los demás, en la paciencia que tenemos ante las flaquezas del prójimo porque nos damos cuenta lo débiles que nosotros somos también, esos gestos que son el compartir o el saber caminar al lado del otro quizá muchas veces en silencio pero haciéndole saber que tú estás ahí en todo momento para lo que haga falta.
Es la delicadeza y la intensidad de la medida del amor verdadero. Miremos el termómetro de nuestro amor para ver hasta donde llega la intensidad de su temperatura que por muy fuerte que sea nunca se quemará ni se pasará.

domingo, 14 de junio de 2020

Cada vez que comemos el cuerpo del Señor y bebemos su sangre estamos haciendo memoria del Señor, del paso del Señor en nuestra vida y nuestra historia


Cada vez que comemos el cuerpo del Señor y bebemos su sangre estamos haciendo memoria del Señor, del paso del Señor en nuestra vida y nuestra historia

Deut. 8, 2-3. 14b-16ª; Sal 147; 1Cor. 10, 16-17; Juan 6, 51-58
La memoria junto a la inteligencia y la voluntad o capacidad de decidir forman esa trilogía de facultades que hacen al ser humano verdaderamente humano. Y quiero pensar en la memoria no solo como una facultad del individuo que le permite recordar su propia historia personal para con su inteligencia saber discernir lo bueno y lo malo de su vida para también de ello aprender para el camino presente y para la construcción de su propio futuro.
Pero quiero pensar en la memoria no solo como facultad del individuo sino también de la misma sociedad. Y voy a decir algo hoy quizás políticamente incorrecto, una sociedad que no quiere tener memoria es una sociedad que se está mutilando a sí misma, cuando quiere olvidar o cuando quiere borrar retazos de su historia que queramos o no sobre esos retazos construimos el presente, como al tiempo queremos aprender para el futuro. Algo quizá hoy muy manipulado desde ciertos intereses, es cierto, pero que pueden dejar coja la historia de los pueblos.
Lo que ha sido ahí está, aunque nosotros en el momento presente no lo hubiéramos construido así, pero son peligrosos los juicios de la historia con los criterios – a veces interesados – del presente. Lo que estamos viviendo en estos momentos en la sociedad con esta crisis provocada por esta pandemia y las circunstancias que la rodean, será para siempre un hecho que quedará en la memoria y ojalá sepamos también sacar lecciones para lo que tenemos que vivir en el momento presente y también de cara al futuro.
El creyente, aunque su fe tiene que hacerla viva en el momento presente, sin embargo también está haciendo uso de la memoria no solo en su nivel personal, sino también como pueblo, como comunidad creyente; estará siempre haciendo memoria del paso de Dios por su vida y por su historia; y todo para el creyente entonces se convierte en historia de salvación.
Es, por ejemplo, lo que hemos escuchado hoy en el libro del Deuteronomio para el pueblo de Israel. El autor sagrado le hace recordar momentos difíciles de su historia como fue la travesía del desierto, pero antes también su tiempo de esclavitud en Egipto, pero para que recuerden y tengan presente ese paso de Dios por su historia en la liberación de Egipto, pero también en aquel pan llamado maná con que se alimentaron en la dura travesía del desierto. Estarán haciendo memoria siempre de ese paso de Dios, pascua, que les sacó de Egipto, les hizo atravesar el mar Rojo y los condujo por el desierto hasta la Tierra Prometida.
Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto… Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná… No olvides al Señor, tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible… te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres…’
No podemos olvidar el paso del Señor por nuestra vida y por nuestra historia. No lo olvidaba el pueblo de Israel que sobre esa fe fue construyendo su libertad y su identidad como pueblo, como pueblo de Dios. Nosotros hoy recordamos eso pero porque nosotros también estamos haciendo memoria, memorial del Señor Jesús que por nosotros se dio y se entregó para que tuviéramos vida y vida para siempre. Y es nuestra vida cristiana y eso es la Eucaristía que celebramos, memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Es lo que hoy estamos celebrando también de forma especial en esta fiesta de la Eucaristía que es la Fiesta del Corpus Christi. De alguna manera litúrgicamente es algo así como repetir la celebración del Jueves Santo, día de la Institución de la Eucaristía. Esta fiesta de hoy nació de la devoción del pueblo de Dios que quiso añadir esta celebración en el calendario litúrgico. Es la memoria del Señor, de su pasión, de su muerte y de resurrección, como siempre es toda celebración de la Eucaristía.
‘Haced esto en memoria mía’, les dijo Jesús a los discípulos cuando instituyó la Eucaristía. Por eso nos dirá san Pablo que cada vez que comemos el cuerpo del Señor y bebemos su sangre estamos haciendo memoria del Señor, haciendo memoria de su pasión y de su entrega, de su muerte y de su resurrección.
Hoy nos dice Jesús en el evangelio – el texto que escuchamos forma parte de aquel discurso de la sinagoga de Cafarnaún después de la multiplicación de los panes – que si no comemos la Carne del Hijo del Hombre y no bebemos su sangre, no tenemos vida en nosotros porque ‘el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el ultimo día’
Y es que los que creemos en Jesús y en su nombre nos reunimos estaremos sintiendo y viviendo esa presencia nueva de Cristo resucitado en medio de nosotros. Nos prometió que estaría para siempre con nosotros y esa presencia por la fuerza del Espíritu se hace vida en nosotros, se convierte para nosotros en nuestro alimento y en nuestra fuerza. Ansiamos y deseamos reunirnos en el nombre del Señor para así sentir su presencia, su fuerza y su vida en nosotros.
Haciendo memoria de nuestra historia y de nuestra historia reciente que aun no ha llegado a su fin, nosotros también hemos estado pasando por un desierto en nuestro confinamiento donde no solo ha sido lo que externamente hayamos vivido en estos momentos difíciles, sino lo que también en nuestro interior, en lo más profundo de nosotros, pero también en el camino de nuestra religiosidad y de nuestra fe nos ha tocado vivir.
En cierto modo hemos pasado hambre de Dios, hambre de Eucaristía, pero aun así no nos ha faltado ese maná espiritual en la fuerza del Espíritu del Señor que ha estado con nosotros. Tenemos deseos ya de poder participar plenamente de la Eucaristía, pero como creyentes hemos sabido ver esa presencia de Dios que ha caminado con nosotros en nuestros silencios y en nuestras soledades.
Un día haremos memoria también de estos momentos y recordaremos y celebraremos cómo también sentimos ese paso de Dios por nuestra vida, porque nunca nos falto su fuerza ni su gracia. Si ya hoy podemos acercarnos a nuestros templos para celebrar esta fiesta de la Eucaristía, aunque no tenga los esplendores de otros años con sus procesiones y aires de fiesta en nuestros pueblos, tenemos sin embargo muchas razones para darle gracias al Señor, para hacer memoria viva de ese paso de Dios.