lunes, 15 de junio de 2020

Miremos el termómetro de la medida del amor para ver hasta donde llega o tiene que llegar la intensidad de su temperatura


Miremos el termómetro de la medida del amor para ver hasta donde llega o tiene que llegar la intensidad de su temperatura

1Reyes 21, 1-16; Sal 5; Mateo 5, 38-42
‘La medida del amor es el amor sin medida’, decía san Agustín. Estamos de acuerdo. ¿O no? así a bote pronto nos parece muy hermoso, una frase lapidaria que se puede convertir en un hermoso lema de vida. Pero seguramente cuando tratamos de llevarlo a la vida, de hacer que en verdad sea la manera de ser y de actuar comenzaremos a hacer rebajas.
Que si uno no es correspondido… que si la gente no se lo merece que los amemos así… que a unas personas que son buenas y te manifiestan su cariño es fácil hacerlo, pero que a otros nos cuesta más… que si aquella persona un día hizo no sé qué cosa que no me gustó… que no vamos a ser nosotros los 'bobos' que siempre estemos dándonos y sin recibir nada a cambio… que tenemos que comenzar por amarnos a nosotros mismos porque todo no va a ser darse por los demás… cuantas pegas aparecen, cuantas excepciones queremos hacer. Total que al final no será un amor sin medida, sino que estaremos poniéndole unos corsés al amor. En el fondo, cuidado que no se salga de unos límites.
Todo esto viene a cuento de lo que nos dice hoy Jesús en el evangelio. Nos habla de cómo siempre tenemos que perdonar y que nunca ni nos busquemos la justicia por nuestra mano, ni respondamos de forma vengativa a lo que los demás puedan hacernos. Nos habla de la delicadeza de nuestro trato con los demás de manera que nunca nuestras palabras ni nuestros gestos puedan herir o molestar a los demás. Nos habla de la generosidad con que hemos de dar, sin esperar nada a cambio, aunque los demás no respondan a nuestros gestos de amor, o en ocasiones pudieran respondernos negativamente. Nos habla de cómo hemos de saber estar al lado del otro en todo momento sin poner límites ni cortapisas a la acogida generosa de nuestro corazón.
Eso nos cuesta. De alguna manera la frase de san Agustín con que hemos comenzado esta reflexión es respuesta a esa pregunta que siempre nos hacemos ¿hasta dónde tenemos que amar? Como preguntaría Pedro un día a Jesús ¿hasta cuánto tengo que perdonar? ¿Habrá un límite? ¿No será ya suficiente que le perdone hasta siete veces? Y ya sabemos la respuesta de Jesús ‘no siete, sino setenta veces siete’.
Por algo Jesús nos deja como principal mandamiento el amor. Partiendo siempre del amor que Dios nos tiene y que hemos de saber saborear en nuestra vida – quizá ese sea el gran fallo nuestro, no haber sabido saborear el amor de Dios – le amamos con la totalidad de nuestro ser. ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley y los Profetas’. El amor a Dios sobre todas las cosas, como resumimos muy bien en los mandamientos aprendidos desde nuestra niñez, pero unido inseparablemente a ese amor a Dios tiene que estar el amor al prójimo. No hay mandamiento mayor ni más principal.
Pero hemos de tener cuidado, porque lo damos por sabido y por cumplido. Hemos de detenernos a examinar nuestro amor, a fijarnos en los detalles con que expresamos nuestro amor. No son solo palabras, tiene que ser vida, una vida que se traduce en esos gestos de cercanía de cada día, esos gestos que se traducen en el buen trato, en la generosidad que tenemos con los demás, en la paciencia que tenemos ante las flaquezas del prójimo porque nos damos cuenta lo débiles que nosotros somos también, esos gestos que son el compartir o el saber caminar al lado del otro quizá muchas veces en silencio pero haciéndole saber que tú estás ahí en todo momento para lo que haga falta.
Es la delicadeza y la intensidad de la medida del amor verdadero. Miremos el termómetro de nuestro amor para ver hasta donde llega la intensidad de su temperatura que por muy fuerte que sea nunca se quemará ni se pasará.

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